Noli me tangere

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I. Una reunión

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IUna reunión

A fines de octubre, don Santiago de los Santos, conocido popularmente bajo el nombre de Capitán Tiago[2], daba una cena, que, sin embargo de haberlo anunciado aquella tarde tan sólo, contra su costumbre, era ya el tema de todas las conversaciones en Binondo[3], en otros arrabales y hasta en Intramuros. Capitán Tiago pasaba entonces por el hombre más rumboso y sabíase que su casa, como su país, no cerraba las puertas a nadie, como no sea al comercio o a toda idea nueva o atrevida.

Como una sacudida eléctrica corrió la noticia en el mundo de los parásitos, moscas o colados, que Dios creó en su infinita bondad, y tan cariñosamente multiplica en Manila. Unos buscaron betún para sus botas, otros botones y corbatas, pero todos preocupados del modo como habrían de saludar más familiarmente al dueño de la casa, para hacer creer en antiguas amistades, o excusarse, si a mano viene, de no haber podido acudir más temprano.

Dábase esta cena en una casa de la calle de Anloague, y, ya que no recordamos su número, la describiremos de manera que se la reconozca aún, si es que los temblores no la han arruinado. No creemos que su dueño la haga derribar, porque de este trabajo ordinariamente se encarga allí Dios o la Naturaleza, que también tiene de nuestro gobierno muchas obras contratadas. Es un edificio bastante grande, al estilo de muchos del país, situado hacia la parte que da a un brazo del Pásig, llamado por algunos ría de Binondo, y que desempeña, como todos los ríos de Manila, el múltiple papel de baño, alcantarilla, lavadero, pesquería, medio de transporte y comunicación y hasta fuente de agua potable, si lo tiene por conveniente el chino aguador. Es de notar que esta poderosa arteria del arrabal, en donde más el tráfico bulle y aturde el vaivén, en una distancia de casi un kilómetro, apenas cuenta con un puente de madera, descompuesto por un lado durante seis meses e intransitable por el otro el resto del año, de tal suerte que los caballos en la temporada del calor aprovechan este permanente statu quo para desde allí saltar al agua, con gran sorpresa del distraído mortal que en el interior del coche dormita o filosofa sobre los progresos del siglo.

La casa a que aludimos es algo baja y de líneas no muy correctas: que el arquitecto que la haya construido no viera bien o que esto fuese efecto de los terremotos y huracanes, nadie puede decirlo con seguridad. Una ancha escalera de verdes balaustres y alfombrada a trechos conduce desde el zaguán o portal, enlosado de azulejos, al piso principal, entre macetas y tiestos de flores sobre pedestales de losa china de abigarrados colores y fantásticos dibujos.

Pues que no hay porteros ni criados que pidan o pregunten por el billete de invitación, subiremos, ¡oh tú que me lees amigo o enemigo! si es que te atraen a ti los acordes de la orquesta, la luz o el significativo clin-clan de la vajilla y de los cubiertos, y quieres ver cómo son las reuniones allá en la Perla del Oriente[4]. Con gusto y por comodidad mía te ahorraría a ti la descripción de la casa, pero esto es tan importante, pues nosotros los mortales en general somos como las tortugas: valemos y nos clasifican por nuestras conchas; por ésta y otras cualidades más, como tortugas son también los mortales de Filipinas. Si subimos, nos encontraremos de golpe en una espaciosa estancia llamada allí caída[5] no sé por qué, la cual esta noche sirve de comedor al mismo tiempo que de salón de la orquesta. En medio, una larga mesa, adornada profusa y lujosamente, parece guiñar al colado con dulces promesas y amenazar a la tímida joven, a la sencilla dalaga[6], con dos horas mortales en compañía de extraños, cuyo lenguaje y conversación suelen tener un carácter muy particular. Contrastando con estos terrenales preparativos están los abigarrados cuadros de las paredes, que representan asuntos religiosos como El purgatorio, El infierno, El juicio final, La muerte del justo, La muerte del pecador, y en el fondo, aprisionado en un espléndido y elegante marco estilo Renacimiento que Arévalo tallara, un curioso lienzo de grandes dimensiones en que se ven dos viejas… La inscripción dice: «Nuestra Señora de la Paz y Buenviaje, que se venera en Antipolo, bajo el aspecto de una mendiga, visita en su enfermedad a la piadosa y célebre Capitana Inés». La composición, si no revela mucho gusto ni arte, tiene en cambio sobrado realismo: la enferma parece ya un cadáver en putrefacción por los tintes amarillos y azules de su rostro; los vasos y demás objetos, ese cortejo de las largas enfermedades, están reproducidos tan minuciosamente que se ven hasta sus contenidos. Al contemplar estos cuadros que excitan el apetito e inspiran ideas bucólicas, acaso piense alguno que el maligno dueño de la casa conocía muy bien el carácter de la mayor parte de los que se han de sentar a la mesa, y para velar un poco su pensamiento ha colgado del plafón preciosas lámparas de China, jaulas sin pájaros, esferas de cristal azogado, rojas, verdes y azules, plantas aéreas marchitas, pescados disecados e inflados, que llaman botetes, etcétera, cerrando el todo por el lado que mira al río con caprichosos arcos de madera, medio chinescos, medio europeos, y dejando ver en una grande azotea, emparrados y glorietas alumbrados escasamente por farolitos de papel de todos colores.

Allá en la sala están los que han de comer, entre colosales espejos y brillantes arañas: allá, sobre una tarima de pino, está el magnífico piano de cola, de un precio exorbitante, y más precioso aún esta noche, porque nadie lo toca. Allá hay un gran retrato al óleo de un hombre bonito, de frac, tieso, recto, simétrico como el bastón de borlas que lleva entre sus rígidos dedos cubiertos de anillos; el retrato parece decir: «¡Hjm!, ¡mirad cuánto llevo puesto y qué serio estoy!».

Los muebles son elegantes, acaso incómodos y malsanos: el dueño de la casa no pensaría en la higiene de sus convidados, sino en el lujo de su hogar «¡Es cosa horrible la disentería, pero os sentáis en sillones de Europa y eso no se tiene siempre!», les diría él.

La sala está casi llena de gente: los hombres separados de las mujeres como en las iglesias católicas y en las sinagogas de los judíos. Ellas son unas cuantas jóvenes entre filipinas y españolas: abrían la boca para contener un bostezo, pero la tapaban al instante con sus abanicos; apenas murmuraban algunas palabras; cualquier conversación que se aventuraba moría entre monosílabos, como esos ruidos que se oyen de noche en una casa, ruidos causados por ratones y lagartijas. ¿Son acaso las imágenes de diferentes Nuestras Señoras que cuelgan de las paredes las que les obligan a guardar el silencio y la compostura religiosa, o es que aquí las mujeres forman una excepción? Contestad vosotros, que convidáis a vuestros amigos, pero no a los amigos entre sí, y no presentáis unas familias a otras una vez que están en vuestras casas, vosotros que no queréis que la mujer aprenda a escribir siquiera, para que no se cartee con el novio, sino para que se vean en secreto; contestad vosotras, monjas y hermanas de la Caridad, que dais a nuestras mujeres, bajo el nombre de educación, una preparación para entrar en el claustro, resultando monjas en la sociedad y mujeres del siglo en el monasterio; pero tenéis razón, Filipinas es un gran convento donde todo huele a religión menos… los conventos.

La única mujer que recibía a las señoras era una vieja, prima de Capitán Tiago, de facciones bondadosas y que hablaba bastante mal el castellano. Toda su política y urbanidad consistían en ofrecer a las españolas una bandeja de cigarros y buyos[7], y en dar a besar la mano a las filipinas, exactamente como los frailes. La pobre anciana acabó por aburrirse y, aprovechando el ruido de un plato que se rompía, salió precipitadamente murmurando:

—¡Jesús! ¡Esperad, indignos…!

Y no volvió a aparecer.

En cuanto a los hombres, éstos ya hacían más ruido. Algunos cadetes hablaban con animación, pero en voz baja, en uno de los rincones, mirando de cuando en cuando y señalando a veces con el dedo a varias personas de la sala, y se reían entre ellos más o menos disimuladamente; en cambio, dos extranjeros, vestidos de blanco, cruzadas las manos detrás y sin decir palabra, paseábanse de un extremo a otro de la sala a grandes pasos, como hacen los aburridos pasajeros sobre la cubierta de un buque. Todo el interés y la mayor animación partían de un grupo formado por dos religiosos, dos paisanos y un militar, alrededor de una mesita en que se veían botellas de vino y bizcochos ingleses.

El militar era un viejo teniente, alto, de fisonomía adusta; parecía un duque de Alba rezagado en el escalafón de la Guardia Civil; hablaba poco, pero duró y breve. Uno de los frailes, un joven dominico, hermoso, pulcro y brillante como sus gafas de montura de oro, tenía una temprana gravedad: era el cura de Binondo y fue en años anteriores catedrático en San Juan de Letrán[8]. Tenía fama de consumado dialéctico, tanto que, en aquellos tiempos, cuando los hijos de Guzmán[9] se atrevían aún a luchar en sutilezas con los seglares, el hábil argumentador B. de Luna[10] no había podido jamás embrollarlo ni cogerlo: los distingos de fray Sibyla lo dejaban como al pescador que quiere coger anguilas con lazos. El dominico hablaba poco y parecía pesar sus palabras.

Por el contrario, el otro, que era un franciscano, hablaba mucho y gesticulaba más. A pesar de que sus cabellos empezaban a encanecer, parecía conservarse bien su robusta naturaleza. Sus correctas facciones, su mirada poco tranquilizadora, sus anchas quijadas y sus hercúleas formas le daban el aspecto de un patricio romano disfrazado, y sin quererlo, os acordaréis de uno de aquellos tres monjes de que habla Heine en sus Dioses en el destierro, que por el equinoccio de septiembre, allá en Tirol, pasaban a media noche en barca un lago, y cada vez depositaban en la mano del pobre barquero una moneda de plata fría como el hielo, que lo dejaba lleno de espanto. Sin embargo fray Dámaso no era misterioso como aquéllos; era alegre y si el timbre de su voz era brusco como el de un hombre que jamás se ha mordido la lengua y que cree santo e inmejorable cuanto dice, su risa alegre y franca borraba esta desagradable impresión, y hasta se veía uno obligado a perdonarle el enseñar en la sala unos pies sin calcetines y unas piernas velludas, que harían la fortuna de un Mendieta[11] en las ferias de Quiapo.

Uno de los paisanos, un hombre pequeñito, de barba negra, sólo tenía de notable la nariz que, a juzgar por sus dimensiones, no debía ser suya; el otro, un joven rubio, parecía recién llegado al país: con éste sostenía el franciscano una viva discusión.

—Ya lo verá —decía éste—; como cuente en el país algunos meses, se va a convencer de lo que le digo: una cosa es gobernar en Madrid y otra es estar en Filipinas.

—Pero…

—Yo, por ejemplo —continuó fray Dámaso levantando más la voz para no dejarle al otro la palabra—, yo que cuento ya veintitrés años de plátano y morisqueta[12], yo puedo hablar con autoridad sobre ello. No me salga usted con teorías ni retóricas, yo conozco al indio[13]. Haga cuenta que desde que llegué al país, fui destinado a un pueblo, pequeño, es verdad, pero muy dedicado a la agricultura. Todavía no dominaba yo muy bien el tagalo, pero ya confesaba a las mujeres, y nos entendíamos, y tanto me llegaron a querer que tres años después, cuando me pasaron a otro pueblo mayor, vacante por la muerte del cura indio, todas se pusieron a llorar, me colmaron de regalos, me acompañaron con música…

—Pero eso sólo demuestra…

—Espere, espere, ¡no sea tan vivo! El que me sucedió permaneció menos tiempo que yo, y cuando salió del pueblo tuvo más acompañamiento, más lágrimas y más música y eso que pegaba más y había subido los derechos de la parroquia casi el doble.

—Pero usted me permitirá…

—Aún más, en el pueblo de San Diego he estado veinte años y sólo hace algunos meses que lo he dejado… —aquí pareció disgustarse—. Veinte años, no me lo podrá negar nadie, son más que suficientes para conocer un pueblo. San Diego tenía seis mil almas, y conocía a cada habitante como si yo lo hubiese parido y amamantado: sabía de qué pie cojeaba éste, dónde le apretaba el zapato a aquél, quién hacía el amor a aquella dalaga, qué deslices había tenido ésta y con quién, cuál era el verdadero padre del chico, etcétera, como que confesaba a todo bicho; se guardaban bien de faltar a su deber. Dígalo, si miento, Santiago, el dueño de la casa; allí tiene muchas tierras y allí fue donde hicimos nuestras amistades. Pues bien, verá usted lo que es el indio: cuando salí, apenas me acompañaron unas viejas y algunos hermanos terceros, ¡y eso que he estado veinte años!

—Pero…, ¡no hallo que eso tenga que ver con el desestanco del tabaco[14]! —contestó el rubio aprovechando la pausa mientras el franciscano tomaba una copita de jerez.

Fray Dámaso, lleno de sorpresa, por poco no deja caer la copa. Quedóse un momento mirando de hito en hito al joven y:

—¿Cómo?, ¿cómo? —exclamó después con la mayor extrañeza—. ¿Pero es posible que no vea usted eso que es claro como la luz? ¿No ve usted, hijo de Dios, que todo esto prueba palpablemente que las reformas de los ministros son irracionales?

Esta vez fue el rubio el que se quedó perplejo; el teniente arrugó más las cejas; el hombre pequeñito movía la cabeza como para dar la razón a fray Dámaso, o como para negársela. El dominico se contentó con volverles casi las espaldas a todos.

—¿Cree usted…? —pudo al fin preguntar con mucha seriedad el joven, mirando lleno de curiosidad al fraile.

—¿Que si creo? ¡Como en el Evangelio! ¡El indio es tan indolente!

—¡Ah!, perdone usted que le interrumpa —dijo el joven bajando la voz y acercando un poco su silla—. Usted ha pronunciado una palabra que llama todo mi interés: ¿existe verdaderamente nativa, esa indolencia en los naturales, o sucede, según un viajero extranjero, que nosotros excusamos con esta indolencia la nuestra propia, nuestro atraso y nuestro sistema colonial? Hablaba de otras colonias cuyos habitantes son de la misma raza…

—¡Cá! ¡Envidias! Pregúnteselo al señor Laruja, que también conoce el país, ¡pregúntele si la ignorancia y la indolencia del indio tienen igual!

—¡En efecto! —contestó el hombre pequeñito, que era el aludido—, en ninguna parte del mundo puede usted ver otro más indolente que el indio, ¡en ninguna parte del mundo!

—¡Ni otro más vicioso, ni más ingrato!

—¡Ni más mal educado!

El joven rubio principió a mirar con inquietud a todas partes.

—Señores —dijo en voz baja—, creo que estamos en casa de un indio…, esas señoritas…

—¡Bah!, ¡no sea usted tan aprehensivo! Santiago no se considera como indio, y, además, no está presente y… ¡aunque estuviera! Ésas son tonterías de los recién venidos. Deje que pasen algunos meses; ya cambiará de opinión cuando haya frecuentado muchas fiestas y bailújan[15], dormido en los catres y comido mucha tinola[16].

—¿Es acaso eso que usted llama tinola una fruta de la especie del loto que vuelve a los hombres… así… como… olvidadizos?

—¡Qué loto ni qué lotería! —contestó riendo el padre Dámaso—. Está usted tocando el bombo. Tinola es un gulaí[17] de gallina y calabaza. ¿Cuánto tiempo hace que ha llegado usted?

—Cuatro días —contestó el joven algo picado.

—¿Viene como empleado?

—No, señor; vengo por cuenta propia para conocer el país.

—¡Hombre, qué pájaro más raro! —exclamó fray Dámaso mirándolo con curiosidad—. ¡Venir por cuenta propia y por tonterías! ¡Qué fenómeno! Habiendo tantos libros… con tener dos dedos de frente… ¡muchos han escrito así grandes libros! Con tener dos dedos de frente…

—Decía vuestra reverencia, padre Dámaso —interrumpió bruscamente el dominico para cambiar la conversación—, que había estado veinte años en el pueblo de San Diego[18] y lo había dejado… ¿no estaba vuestra reverencia contento… del pueblo?

Fray Dámaso, a esta pregunta, hecha con un tono tan natural y casi negligente, perdió repentinamente la alegría y dejó de reír.

—¡No! —gruñó secamente y se dejó caer con violencia contra el respaldo del sillón.

El dominico prosiguió en tono más indiferente aún:

—Doloroso debe de ser dejar un pueblo donde se ha estado veinte años y que se conoce como el hábito que se lleva. Yo, al menos, sentí dejar Camiling[19], y eso que estuve pocos meses…, pero los superiores lo hacían para bien de la comunidad…, era también para bien mío.

Fray Dámaso por primera vez en aquella noche parecía muy preocupado. De repente dio un puñetazo sobre el brazo de su sillón y, respirando fuertemente, exclamó:

—¡O hay religión o no la hay, esto es, o los curas son libres o no! ¡El país se pierde, está perdido!

Y volvió a dar otro puñetazo.

Toda la sala, sorprendida, se volvió hacia el grupo: el dominico levantó la cabeza para mirarlo por debajo de sus gafas. Los dos extranjeros que se paseaban paráronse un momento, se miraron, enseñáronse un poco sus dientes incisivos y continuaron acto seguido el paseo.

—¡Está de mal humor porque usted no lo ha tratado de reverencia! —murmuró al oído del joven rubio el señor Laruja.

—¿Qué quiere usted decir?, ¿qué le pasa? —preguntaron el dominico y el teniente en diferentes tonos de voz.

—¡Por eso vienen tantas calamidades! ¡Los gobernantes sostienen a los herejes contra los ministros de Dios! —continuó el franciscano levantando sus robustos puños.

—¿Qué quiere usted decir? —volvió a preguntar el cejijunto teniente, medio levantándose.

—¿Qué quiero decir? —repitió fray Dámaso alzando más la voz y encarándose con el teniente—. ¡Yo digo lo que yo quiero decir! Yo, yo quiero decir que cuando el cura arroja de su cementerio el cadáver de un hereje, nadie, ni el mismo rey, tiene derecho a mezclarse y menos a imponer castigos. Conque un generalito… un generalito Calamidad…[20]

—¡Padre, su Excelencia es Vice Real Patrono! —gritó el militar levantándose.

—¡Qué Excelencia ni que Vice Real Patrono! —contestó el franciscano levantándose también—. En otro tiempo se le hubiera arrastrado escaleras abajo, como lo hicieron una vez las corporaciones con el impío gobernador Bustamante[21]. ¡Aquellos sí que eran tiempos de fe!

—Le advierto que yo no permito… ¡Su Excelencia representa a Su Majestad el Rey…!

—¡Qué rey ni qué roque! Para nosotros no hay más rey que el legítimo…

—¡Alto! —gritó el teniente, amenazador y como si se dirigiese a sus soldados—. O usted retira cuanto ha dicho o mañana mismo doy parte a Su Excelencia.

—¡Ande usted ahora mismo, ande usted! —contestó con sarcasmo fray Dámaso acercándosele con los puños cerrados—. ¿Cree usted que porque yo tengo hábito, me faltan…? ¡Ande usted, que todavía le presto mi coche!

La cuestión tomaba un giro cómico; afortunadamente intervino el dominico.

—¡Señores! —dijo en tono de autoridad y con esa voz nasal que sienta tan bien a los frailes—. No hay que confundir las cosas ni buscar ofensas donde no las hay. Debemos distinguir en las palabras de fray Dámaso dos cosas: las palabras del hombre y las del sacerdote. Las de éste, como tal, per se, no pueden ofender jamás, pues provienen de la verdad absoluta. En las del hombre hay que hacer una subdistinción: las que dice ab irato, las que dice ex ore pero no in corde, y las que dice in corde. Estas últimas son las que únicamente pueden ofender y eso según; si ya in mente preexistían por un motivo, si solamente viene per accidens, en el calor de la conversación, si hay…

—¡Pues yo sé los motivos, padre Sibyla! —interrumpió el militar que lo veía embrollarse en tantas distinciones y temía que si éstas seguían saliese él todavía culpable—. Yo sé los motivos y los va vuestra reverencia a distinguir. Durante la ausencia del padre Dámaso en San Diego, enterró al coadjutor a una persona dignísima… sí, señor, dignísima, yo lo he tratado varias veces y en su casa me he hospedado. Que jamás se haya confesado, eso, ¿qué?, yo tampoco me confieso; pero decir que se haya suicidado, es una mentira, una calumnia. Un hombre como él, que tiene un hijo en quien cifra su cariño y esperanza, un hombre que tiene fe en Dios, que conoce sus deberes para con la sociedad, un hombre honrado y justo, no se suicida. Esto lo digo yo, y callo aquí lo demás que pienso y agradézcamelo vuestra reverencia.

Y volviéndole las espaldas al franciscano, continuó:

—Pues bien, este cura, a su vuelta al pueblo, después

de maltratar al padre coadjutor, lo ha hecho desenterrar y sacarlo del cementerio para enterrarlo no sé dónde. El pueblo de San Diego ha tenido la cobardía de no protestar, verdad es que muy pocos lo supieron; el muerto no tenía ningún pariente y su único hijo está en Europa, pero Su Excelencia lo ha sabido y, como es hombre de recto corazón, ha pedido el castigo… y el padre Dámaso fue trasladado a otro pueblo mejor. ¡He aquí todo! Ahora haga vuestra reverencia sus distinciones.

Y dicho esto, se alejó del grupo.

—Siento mucho haber tocado, sin saberlo, una cuestión tan delicada —dijo el padre Sibyla con pesar—. Pero al fin, si se ha ganado en el cambio de pueblo…

—¡Qué se ha de ganar! ¿Y lo que se pierde en los traslados… y los papeles… y las… y todo lo que se extravía…? —interrumpió balbuciente, sin poderse contener de ira, fray Dámaso.

Poco a poco volvió la reunión a su antigua tranquilidad.

Habían llegado otras personas, entre ellas un viejo español, cojo, de fisonomía dulce e inofensiva, apoyado en el brazo de una vieja filipina, llena de rizos y pinturas y vestida a la europea.

El grupo los saludó amistosamente: el doctor de Espadaña y su señora, la doctora doña Victorina, se sentaron entre nuestros conocidos. Veíanse algunos periodistas y almaceneros saludarse, discurrir de un lado a otro sin saber qué hacer.

—¿Pero me puede usted decir, señor Laruja, qué tal es el dueño de la casa? —preguntó el joven rubio—. Yo todavía no le he sido presentado.

—Dicen que ha salido; yo tampoco lo he visto.

—¡Aquí no hay necesidad de presentaciones! —intervino fray Dámaso—. Santiago es un hombre de buena pasta.

—Un hombre que no ha inventado la pólvora —añadió Laruja.

—¡También usted, señor de Laruja! —exclamó con meloso reproche doña Victorina, abanicándose—. ¡Cómo podía el pobre inventar la pólvora, si, según dicen, la habían inventado ya los chinos siglos hace!

—¿Los chinos? ¿Está usted loca? —exclamó fray Dámaso—.

¡Quite usted! La ha inventado un franciscano, uno de mi orden, fray no sé cuántos Savalls… en el siglo… ¡siete!

—¡Un franciscano! Bueno, ése habrá estado de misionero en China, ese padre Savalls —replicó la señora, que no dejaba así así sus ideas.

—Schwartz querrá usted decir, señora —repuso fray Sibyla sin mirarla.

—No lo sé; fray Dámaso ha dicho Savalls; ¡yo no hago más que repetir!

—¡Bien! Savalls o Chevás[22] ¿qué más da? ¡Por una letra no se queda chino! —replicó malhumorado el franciscano.

—¡Y en el siglo catorce, no en el siete! —añadió el dominico en tono de correctivo, como para mortificar el orgullo del otro.

—¡Bueno, un siglo más o un siglo menos tampoco le hace, dominico!

—¡Hombre, no se enfade vuestra reverencia! —dijo el padre Sibyla sonriendo—. Tanto mejor porque lo haya inventado él; así les ha ahorrado ese trabajo a sus hermanos.

—¿Y dice usted, padre Sibyla, que fue eso en el siglo catorce? —preguntó con gran interés doña Victorina—. ¿Antes o después de Cristo?

Felizmente para el preguntado, dos personajes entraron en la sala.

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