Noli me tangere

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III. La cena

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IIILa cena

Jele-Jele-Bago-Quiere[24]

Fray Sibyla parecía muy satisfecho; andaba tranquilamente y en sus contraídos y finos labios no se reflejaba ya el desdén; hasta se dignaba hablar con el cojo doctor de Espadaña, que respondía por monosílabos, pues era algo tartamudo. El franciscano estaba de un humor espantoso, pegaba puntapiés a las sillas que le obstruían el camino y hasta dio un codazo a un cadete. El teniente, serio; los otros hablaban con mucha animación y alababan la magnificencia de la mesa. Doña Victorina, sin embargo, arrugó con desprecio la nariz, pero inmediatamente se volvió, furiosa como una serpiente pisoteada; en efecto, el teniente le había puesto el pie sobre la cola del vestido.

—Pero ¿es que no tiene usted ojos? —dijo.

—Sí, señora, y dos mejores que los de usted; pero estaba mirando esos rizos —contestó el poco galante militar y se alejó.

Instintivamente los dos religiosos se dirigieron a la cabecera de la mesa, quizás por costumbre, y como era de esperar, sucedió lo que a los opositores a una cátedra: ponderan con palabras los méritos y la superioridad de los adversarios, pero luego dan a entender todo lo contrario, y gruñen y murmuran cuando no la obtienen.

—¡Para usted, fray Dámaso!

—¡Para usted, fray Sibyla!

—Más antiguo conocido de la casa… confesor de la difunta… edad, dignidad y gobierno…

—¡Muy viejo que digamos, no!… En cambio, ¡es usted el cura del arrabal! —contestó en tono desabrido fray Dámaso, sin soltar, sin embargo, la silla.

—¡Como usted lo manda… obedezco! —concluyó el padre Sibyla, disponiéndose a sentarse.

—¡Yo no lo mando! —protestó el franciscano—; ¡yo no lo mando!

Iba a sentarse fray Sibyla sin hacer caso de las protestas, cuando sus miradas se encontraron con las del teniente. El más alto oficial es, según la opinión religiosa en Filipinas, muy inferior al lego cocinero. Cedant arma togae, decía Cicerón en el Senado; cedant arma cottae[25]dicen los frailes en Filipinas. Pero fray Sibyla era persona fina y repuso:

—Señor teniente, aquí estamos en el mundo y no en la iglesia… ¡el asiento le corresponde!

Pero a juzgar por el tono de su voz, aún en el mundo le correspondía a él. El teniente, bien sea por no molestarse o por no sentarse entre dos frailes, rehusó brevemente.

Ninguno de los candidatos se había acordado del dueño de la casa. Ibarra lo vio, contemplando la escena con satisfacción y sonriendo.

—¿Cómo, don Santiago? ¿no se sienta usted entre nosotros?

Pero todos los asientos estaban ya ocupados. Lúculo no comía en casa de Lúculo.

—¡Quieto!, ¡no se levante usted! —dijo Capitán Tiago poniendo la mano sobre el hombro del joven—. Precisamente esta fiesta es para dar gracias a la Virgen por su llegada de usted. ¡Oy!, que traigan la tinola. Mandé hacer tinola por usted, que hará tiempo no la ha probado.

Trajeron una gran fuente, que humeaba. El dominico, después de murmurar el Benedicite, al que casi nadie supo contestar, principió a repartir el contenido.

Pero sea por descuido u otra cosa, al padre Dámaso le tocó el plato donde entre mucha calabaza y caldo nadaban un pescuezo desnudo y un ala dura de gallina, mientras los otros tenían muslos y pechugas, principalmente Ibarra, a quien le cupieron en suerte los menudillos. El franciscano vio todo, machacó los calabacines, tomó un poco de caldo, dejó caer la cuchara con ruido y empujó bruscamente el plato hacia delante. El dominico estaba muy distraído hablando con el joven rubio.

—¿Cuánto tiempo hace que falta usted del país? — preguntaba Laruja a Ibarra.

—Casi unos siete años.

—¡Vamos, ya se habrá usted olvidado de él!

—Todo lo contrario; y aunque mi país parecía haberme olvidado, siempre he pensado en él.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el rubio.

—Quería decir que hace años he dejado de recibir noticias de mi país, de tal manera que me encuentro como un extraño… ¡que ni aún sé, cuándo ni cómo murió mi padre!

—¡Ah! —exclamó el teniente.

—¿Dónde estaba usted que no ha telegrafiado? — preguntó doña Victorina—. Cuando nos casamos, telegrafiamos a la Península[26].

—Señora, estos dos últimos años estaba en el norte de Europa: en Alemania y en la Polonia rusa.

El doctor de Espadaña, que hasta ahora no se había atrevido a hablar, creyó conveniente decir algo.

—Co… conocí en España un polaco de Va… Varsovia, llamado Stadtnitzki, si mal no recuerdo; ¿lo ha visto usted por ventura? —preguntó tímidamente y casi ruborizándose.

—Es muy posible —contestó con amabilidad Ibarra—, pero en este momento no lo recuerdo.

—¡Pues no se le podía co… confundir con otro! — añadió el doctor, que cobró ánimo—: Era rubio como el oro y hablaba muy mal el español.

—Buenas señas son, pero desgraciadamente allá no he hablado una palabra de español más que en algunos consulados.

—Y ¿cómo se las arreglaba usted? —preguntó admirada doña Victorina.

—Me servía el idioma del país, señora.

—¿Habla usted también inglés? —preguntó el dominico, que había estado en Hong Kong y hablaba bien el pidgin english, esa adulteración del idioma de Shakespeare por los hijos del Imperio Celeste.

—He estado un año en Inglaterra entre gentes que sólo hablaban el inglés.

—¿Y cuál es el país que más le gusta a usted de Europa? —preguntó el joven rubio.

—Después de España, mi segunda patria, cualquier país de la Europa libre.

—Y usted que parece haber viajado tanto… vamos… ¿qué es lo más notable que ha visto? —preguntó Laruja.

Ibarra pareció reflexionar.

—Notable… ¿en qué sentido?

—Por ejemplo… en cuanto a la vida de los pueblos… vida social, política, religiosa, en general… en la esencia… ¡en el conjunto!…

Ibarra se puso a meditar largo rato.

—Francamente, de sorprendente en esos pueblos, quitando el orgullo nacional de cada uno… Antes de visitar un país, procuraba estudiar su historia, su éxodo, si puedo decirlo, y después todo lo hallaba natural; he visto siempre que la prosperidad o la miseria de los pueblos están en razón directa de sus libertades o preocupaciones, y por consiguiente, de los sacrificios o egoísmos de sus antepasados.

—¿Y no has visto más que eso? —preguntó con risa burlona el franciscano, que desde el principio de la cena no había dicho una sola palabra, distraído tal vez por la comida—. ¡No valía la pena de malgastar tu fortuna para saber tan poca cosa: cualquier bata[27] de la escuela lo sabe!

Ibarra quedóse sin saber qué decir; los demás, sorprendidos, miraban al uno y al otro, y temían un escándalo. «La cena toca a su fin y su reverencia está ya harto», iba a decir el joven, pero se contuvo y sólo dijo lo siguiente:

—Señores, no se extrañen ustedes de la familiaridad con que me trata nuestro antiguo cura: así me trataba cuando era niño, pues para su reverencia en vano pasan los años; pero yo se lo agradezco, porque me recuerda a lo vivo aquellos días, cuando su reverencia visitaba frecuentemente nuestra casa y honraba la mesa de mi padre.

El dominico miró furtivamente al franciscano, que se había puesto tembloroso. Ibarra continuó, levantándose:

—Ustedes me permitirán que me retire, porque, acabado de llegar y teniendo que partir mañana mismo, quédanme muchos negocios por evacuar. Lo principal de la cena ha terminado y yo tomo poco vino y apenas pruebo licores. ¡Señores, todo sea por España y Filipinas!

Y apuró una copita, que hasta entonces no había tocado. El viejo teniente lo imitó, pero sin decir palabra.

—¡No se vaya usted! —decíale Capitán Tiago en voz baja—. Ya llegará María Clara; ha ido a sacarla Isabel. Vendrá el nuevo cura de su pueblo, que es un santo.

—¡Vendré mañana antes de partir! Hoy tengo que hacer una importantísima visita.

Y partió. Entretanto, el franciscano se desahogaba.

—¿Usted lo ha visto? —decía al joven rubio, gesticulando con el cuchillo de postres—. ¡Eso es por orgullo! ¡No pueden tolerar que el cura los reprenda! Es la mala consecuencia de enviar a los jóvenes a Europa. El gobierno debía prohibirlo.

—¿Y el teniente? —decía doña Victoriana, haciéndole coro al franciscano—. Toda la noche no ha desarrugado el entrecejo; ha hecho bien en dejarnos. ¡Tan viejo y aún es teniente!

La señora no podía olvidar la alusión a sus rizos y el pisoteado encañonado de sus enaguas.

Aquella noche escribía el joven rubio, entre otras cosas, el capítulo siguiente de sus Estudios coloniales: «De cómo un pescuezo y un ala de pollo en el plato de tinola de un fraile pueden turbar la alegría de un festín». Y entres sus observaciones había éstas: «En Filipinas la persona más inútil en una cena o fiesta es la que la da: al dueño de la casa pueden empezar por echarlo a la calle y todo seguirá tranquilamente». «En el estado actual de las cosas, casi es hacerles un bien el no dejar a los filipinos salir de su país, ni enseñarles a leer…».

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