Noli me tangere

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LXII. La caza en el lago

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LXIILa caza en el lago

—Oíd, señor, el plan que he meditado —dijo Elías pensativo mientras se dirigían a San Gabriel—. Os ocultaré ahora en casa de un amigo mío en Mandaluyong; os traeré todo vuestro dinero, que he salvado y guardo al pie del balití, en la misteriosa tumba de vuestro abuelo; dejaréis el país…

—¿Para ir al extranjero? —interrumpió Ibarra.

—Para vivir en paz los días que os quedan de vida. Tenéis amigos en España, sois rico, podréis haceros indultar. De todos modos, el extranjero para nosotros es una patria mejor que la propia.

Crisóstomo no contestó; meditó en silencio.

Llegaban en aquel momento al Pásig y la banca empezó a subir la corriente. Sobre el puente de España corría un jinete aprisa y se oía un prolongado y agudo silbato.

—Elías —repuso Ibarra—, debéis vuestra desgracia a mi familia, me habéis salvado la vida dos veces y os debo no sólo gratitud sino también una restitución de vuestra fortuna. Me aconsejáis que viva en el extranjero, pues venid conmigo y vivamos como hermanos. Aquí sois también desgraciado.

Elías movió tristemente la cabeza y contestó:

—¡Gracias! Es verdad que yo no puedo amar ni ser feliz en mi país, pero puedo sufrir y morir en él, y acaso por él: siempre es algo. ¡Que la desgracia de mi patria sea mi propia desgracia y, puesto que no nos une un noble pensamiento, puesto que no laten nuestros corazones a un solo nombre, al menos que a mis paisanos me una la común desventura, al menos que llore yo con ellos nuestros dolores, que un mismo infortunio oprima nuestros corazones todos!

—Entonces, ¿por qué me aconsejáis que parta?

—Porque en otro lugar podéis ser feliz y yo no, porque no estáis hecho para sufrir, y porque aborreceríais vuestro país si un día os vieseis por causa suya desgraciado: y aborrecer a la patria es la mayor desventura.

—¡Sois injusto conmigo! —exclamó Ibarra con amargo reproche—, olvidáis que, apenas llegado aquí, me he puesto a buscar su bien…

—No os ofendáis, señor, no os hago ningún reproche: ¡ojalá todos puedan imitaros! Pero yo no os pido imposibles, y no os ofendáis si os digo que vuestro corazón os engaña. Amabais a vuestra patria porque vuestro padre así os lo había enseñado; la amabais porque en ella teníais un amor, fortuna, juventud, porque todo os sonreía; vuestra patria no os había hecho ninguna injusticia; la amabais como amamos todo aquello que nos hace felices. Pero el día que os veáis pobre, hambriento, perseguido, delatado y vendido por vuestros mismos compatriotas, ese día renegaréis de vos, de vuestra patria y de todos.

—Vuestras palabras me lastiman —dijo Ibarra resentido.

Elías bajó la cabeza, meditó y repuso:

—Yo quiero desengañaros, señor, y evitaros un triste porvenir. Acordaos de aquella vez cuando yo os hablaba en esta misma banca y a la luz de esta misma luna, hará un mes, días más días menos: entonces erais feliz. La súplica de los desgraciados no llegaba hasta vos: desdeñasteis sus quejas porque eran quejas de criminales; disteis más oídos a sus enemigos y, a pesar de mis razones y ruegos, os pusisteis del lado de sus opresores, y de vos dependía entonces el que yo me convirtiese en criminal o me dejase matar para cumplir una palabra sagrada. Dios no lo ha permitido porque el anciano jefe de los malhechores ha muerto… ¡Ha pasado un mes y ahora pensáis de otra manera!

—Tenéis razón, Elías, pero el hombre es un animal de circunstancias: entonces estaba cegado, disgustado, ¿qué sé yo? Ahora la desgracia me ha arrancado la venda; la soledad y la miseria de mi prisión me han enseñado; ahora veo el horrible cáncer que roe a esta sociedad, que se agarra a sus carnes y que pide una violenta extirpación. ¡Ellos me han abierto los ojos, me han hecho ver la llaga y me fuerzan a ser criminal! Y pues que lo han querido, seré filibustero, pero verdadero filibustero; llamaré a todos los desgraciados, a todos los que dentro del pecho sienten latir un corazón, a esos que os enviaban a mí… ¡no, no seré criminal, nunca lo es el que lucha por su patria, al contrario! Nosotros, durante tres siglos, les tendemos la mano, les pedimos amor, ansiamos llamarlos nuestros hermanos. ¿Cómo nos contestan? Con el insulto y la burla, negándonos hasta la cualidad de seres humanos. ¡No hay Dios, no hay esperanzas, no hay humanidad; no hay más que el derecho de la fuerza!

Ibarra estaba nervioso; todo su cuerpo temblaba.

Pasaron por delante del palacio del General y creyeron notar movimiento y agitación en los guardias.

—¿Se habrá descubierto la fuga? —murmuró Elías—. Acostaos, señor, para que os cubra con el zacate, pues pasaremos al lado del polvorista, y al centinela puede chocarle el que seamos dos.

La banca era una de esas finas y estrechas canoas que no bogan sino que resbalan por encima del agua.

Como Elías había previsto, el centinela le paró y le preguntó de dónde venía.

—De Manila, de dar zacate a los oidores y curas —contestó imitando el acento de los de Pandakan[221].

Un sargento salió y enterose de lo que pasaba.

¡Sulung! —díjole éste—, te advierto que no recibas en la banca a nadie; un preso acaba de escaparse. Si lo capturas y me lo entregas, te daré una buena propina.

—Está bien, señor, ¿qué señas tiene?

—Va de levita y habla español; conque ¡cuidao!

La barca se alejó. Elías volvió la cara y vio la silueta del centinela, de pie junto a la orilla.

—Perderemos algunos minutos —dijo en voz baja—, debemos entrar en el río Beata para disimular que soy de Peña Francia. Veréis el río que cantó Francisco Baltazar.

El pueblo dormía a la luz de la luna. Crisóstomo se levantó para admirar la paz sepulcral de la naturaleza. El río era estrecho y sus orillas formaban llano, sembrado de zacate.

Elías arrojó su carga en la orilla, cogió una larga caña y sacó debajo de la yerba algunos vacíos bayones, o sacos hechos de hoja de palmera. Siguieron navegando.

—Sois dueño de vuestra voluntad, señor, y de vuestro porvenir —dijo a Crisóstomo, que se mantenía silencioso—. Pero si me permitís una observación, os diría: mirad bien lo que vais a hacer, vais a encender la guerra, pues tenéis dinero, cabeza y encontraréis pronto muchos brazos; fatalmente, hay muchos descontentos. Mas, en esta lucha que vais a emprender, los que más sufrirán son los indefensos e inocentes. Los mismos sentimientos que hace un mes hacían que me dirigiese a vos pidiendo reformas, son también los que me mueven ahora a deciros que meditéis. El país, señor, no piensa separarse de la Madre Patria; no pide más que un poco de libertad, de justicia y de amor. Os secundarán los descontentos, los criminales, los desesperados, pero el pueblo se abstendrá. Os equivocáis si, viendo todo oscuro, creéis que el país está desesperado. El país sufre, sí, pero aún espera, cree, y sólo se levantará cuando haya perdido la paciencia, esto es, cuando lo quieran los que gobiernan, lo cual aún está lejos. Yo mismo no os seguiría; jamás acudiré a esos remedios extremos mientras vea esperanza en los hombres.

—¡Entonces iré sin vos! —repuso Crisóstomo resuelto.

—¿Es vuestra firme decisión?

—¡Firme y única, testigos Dios y mi padre! Yo no me dejo arrancar impunemente la paz y la felicidad, yo que sólo he deseado el bien, yo que todo he respetado y sufrido por amor a una religión hipócrita, por amor a una patria. ¿Cómo me han correspondido? Hundiéndome en un calabozo infame y prostituyendo a mi futura esposa. ¡No, no vengarme sería un crimen, sería animarlos a nuevas injusticias! No, fuera cobardía, pusilanimidad, gemir y llorar cuando hay sangre y vida, ¡cuando al insulto y al reto se une el escarnio! Yo llamaré a ese pueblo ignorante, le haré ver su miseria; que no piense en hermanos; ¡sólo hay lobos que se devoran, y les diré que contra esta opresión se levanta y protesta el eterno derecho del hombre para conquistar su libertad!

—¡El pueblo inocente sufrirá!

—¡Mejor! ¿Podéis conducirme hasta la montaña?

—¡Hasta que estéis en seguridad! —contestó Elías.

Salieron de nuevo al Pásig. Hablaban de cuando en cuando de cosas indiferentes.

—¡Santa Ana! —murmuró Ibarra—. ¿Conoceréis esta casa?

Pasaban delante de la casa de campo de los jesuitas.

—¡Allí pasé muchos días felices y alegres! —suspiró Elías—. En mi tiempo veníamos cada mes… entonces era yo como los otros: tenía fortuna, familia, soñaba y vislumbraba un porvenir. En esos días veía a mi hermana en el vecino colegio; me regalaba una labor de sus manos… la acompañaba una amiga, una bella joven. Todo ha pasado como un sueño.

Permanecieron silenciosos hasta llegar a Malapad-na-bató[222]. Los que de noche han surcado alguna vez el Pásig, en una de esas noches mágicas que Filipinas ofrece, cuando la luna derrama desde el límpido azul melancólica poesía; cuando las sombras ocultan la miseria de los hombres y el silencio apaga los mezquinos acentos de su voz; cuando sólo habla la naturaleza, ésos comprenderán lo que meditaban ambos jóvenes.

En Malapad-na-bató, el carabinero tenía sueño, y, viendo que la banca estaba vacía y no ofrecía botín alguno que coger según la tradicional costumbre de su cuerpo y uso de aquel puesto, dejoles pasar fácilmente.

El guardia civil del Pásig tampoco sospechaba nada, y no fueron molestados.

Comenzaba a amanecer cuando llegaron al lago, manso y tranquilo como un gigantesco espejo. La luna palidecía y el Oriente se teñía con rosadas tintas. A cierta distancia columbraron una masa gris que avanzaba poco a poco.

—La falúa viene —murmura Elías—, acostaos y os cubriré con estos sacos.

Las formas de la embarcación se hacían más claras y perceptibles.

—Se pone entre la orilla y nosotros —observa Elías inquieto.

Y varió poco a poco la dirección de su banca, remando hacia Binangonan. A su gran estupor, notó que la falúa cambiaba también de dirección, mientras una voz le gritaba.

Elías detúvose y reflexionó. La orilla estaba aún lejos y pronto quedarían al alcance de los fusiles de la falúa. Pensó volver al Pásig: su barca era más veloz que aquélla. Pero ¡fatalidad!, otra barca venía del Pásig, y se veían brillar los capacetes y bayonetas de los guardias civiles.

—¡Estamos cogidos! —murmuró palideciendo.

Mirose sus robustos brazos y, tomando la única resolución que quedaba, principió a remar con todas sus fuerzas hacia la isla de Talim[223]. Entretanto, el sol se asomaba.

La barca se deslizaba rápidamente; Elías vio sobre la falúa, que viraba, algunos hombres de pie haciéndole señas.

—¿Sabéis guiar una barca? —preguntó a Ibarra.

—Sí, ¿por qué?

—Porque estamos perdidos si no salto al agua y les hago perder la pista. Ellos me perseguirán, yo nado y buceo bien… yo los alejaré de vos, y después procuráis salvaros.

—¡No, quedaos y vendamos caras nuestras vidas!

—Inútil, no tenemos armas, y con sus fusiles nos matarán como pajaritos.

En aquel momento se oyó un chiss en el agua, como la caída de un cuerpo caliente, seguido inmediatamente de una detonación.

—¿Veis? —dijo Elías poniendo el remo en la barca—. Nos veremos en la Nochebuena en la tumba de vuestro abuelo. ¡Salvaos!

—¿Y vos?

—Dios me ha sacado de mayores peligros.

Elías se quitó la camisa; una bala la rasgó de sus manos y dos detonaciones se dejaron oír. Sin turbarse, estrechó la mano de Ibarra, que continuaba tendido en el fondo de la barca; se levantó y saltó al agua, empujando con el pie la pequeña embarcación.

Oyéronse varios gritos, y pronto, a alguna distancia, apareció la cabeza del joven como para respirar, ocultándose al instante.

—¡Allá, allá está! —gritaron varias voces y silbaron de nuevo las balas.

La falúa y la barca pusiéronse en su persecución: una ligera estela señalaba su paso, alejándose cada vez más de la barca de Ibarra, que bogaba como si estuviese abandonada. Cada vez que el nadador sacaba la cabeza para respirar, disparaban sobre él guardias civiles y falueros.

La caza duraba; la barquilla de Ibarra estaba ya lejos, el nadador se aproximaba a la orilla, distante unas cincuenta brazas. Los remeros estaban ya cansados, pero Elías lo estaba también, pues sacaba la cabeza a menudo y cada vez en distinta dirección, como para desconcertar a sus perseguidores. Ya no señalaba la traidora estela el paso del buzo. Por última vez le vieron cerca de la orilla a unas diez brazas, hicieron fuego… después pasaron minutos y minutos; nada volvió a aparecer sobre la superficie y tranquila y desierta del lago.

Media hora después, un remero pretendía descubrir en el agua, cerca de la orilla, señales de sangre, pero sus compañeros sacudían la cabeza con un aire que tanto quería decir sí como no.

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