Noli me tangere

Noli me tangere


XV. Los sacristanes

Página 22 de 74

XVLos sacristanes

Los truenos retumbaban a cortos intervalos, montándose unos sobre otros, y cada trueno era precedido del espantoso zig-zag del rayo; habríase dicho que Dios escribía con un incendio su nombre y que la bóveda eterna temblaba medrosa. La lluvia caía a torrentes y, azotada por el viento que silbaba lúgubremente, cambiaba atontada a cada momento de dirección. Las campanas entonaban con voz llena de miedo su melancólica plegaria, y en el breve silencio que dejaba el robusto rugido de los elementos desencadenados, un triste tañido, queja al parecer, gemía plañidero.

En el segundo cuerpo de la torre hallábanse los muchachos que vimos de paso hablando con el filósofo. El menor, que tenía grandes ojos negros y tímido semblante, procuraba pegar su cuerpo al de su hermano, que se le parecía mucho en las facciones, sólo que la mirada era más profunda y la fisonomía más decidida. Ambos vestían pobremente trajes llenos de zurcidos y remiendos. Sentados sobre un trozo de madera, cada uno tenía en la mano una cuerda cuya extremidad se perdía en el tercer piso, allá arriba, entre sombras. La lluvia, empujada por el viento, llegaba hasta ellos y atizaba un cabo de vela que ardía sobre una gran piedra, que sirve para imitar el trueno en Viernes Santo, haciéndola rodar por el coro.

—¡Tira de tu cuerda, Crispín! —dijo el mayor a su hermanito.

Éste se colgó de ella y arriba se oyó un débil lamento, que apagó al instante un trueno multiplicado por mil ecos.

—¡Ah!, ¡si estuviésemos ahora en casa, con madre! — suspiró el pequeño mirando a su hermano—. Allá no tendría miedo.

El mayor no contestó: estaba mirando cómo se derramaba la cera y parecía preocupado.

—¡Allá nadie me dice que robo! —añadió Crispín—. ¡Madre no lo permitiría! Si supiese que me pegan…

El mayor separó su vista de la llama, levantó la cabeza mordiendo con fuerza la gruesa cuerda que tiró con violencia, dejando oír una sonora vibración.

—¿Vamos a vivir siempre así, hermano? —continuó hablando Crispín—. ¡Quisiera enfermarme mañana en casá, quisiera tener una larga enfermedad para que madre me cuidase y no me dejase volver al convento! ¡Así no me llamarían ladrón, ni me pegarían! Y tú también, hermano, debías enfermarte conmigo.

—¡No! —contestó el mayor—; nos moriríamos todos: madre de pena y nosotros de hambre.

Crispín no replicó.

—¿Cuánto ganas tú este mes? —preguntó al cabo de un momento.

—Dos pesos. Me han impuesto tres multas.

—Paga lo que dicen que he robado, así no nos llamarían ladrones. ¡Págalo hermano!

—¿Estás loco, Crispín? Madre no tendría qué comer y el sacristán mayor dice que has robado dos onzas, y dos onzas son treinta y dos pesos.

El pequeño contó en sus dedos hasta llegar a treinta y dos.

—¡Seis manos y seis dedos! Y cada dedo un peso — murmuró después pensativo—. Y cada peso, ¿cuántos cuartos?

—Ciento sesenta.

—¿Ciento sesenta cuartos? ¿Ciento sesenta veces un cuarto? ¡Madre! ¿Y cuántos son ciento sesenta?

—Treinta y dos manos —contestó el mayor.

Crispín se quedó un momento viéndose las manecitas.

—¡Treinta y dos manos! —repetía—: seis manos y dos dedos… y cada dedo, treinta y dos manos… y cada dedo un cuarto… ¡Madre! ¡Cuántos cuartos! No podrá uno contarlos en tres días… y se puede comprar chinelas para los pies y sombrero para la cabeza cuando calienta el sol, y un gran paraguas cuando llueve, y comida, y ropas para ti y madre… y…

Crispín se puso pensativo.

—¡Ahora siento no haber robado!

—¡Crispín! —le reprendió su hermano.

—¡No te enfades! El cura ha dicho que me matará a palos si no aparece el dinero; si yo lo hubiese robado, lo podría hacer aparecer… y si muero, que al menos tengáis ropas tú y madre. No moriría tanto. ¡Lo hubiese robado!

El mayor se calló y tiró de su cuerda; después repuso suspirando:

—¡Lo que temo es que se enoje madre contigo cuando lo sepa!

—¿Lo crees tú? —preguntó el pequeño sorprendido—. Tú dirás que a mí ya me han pegado mucho, yo le enseñaré mis cardenales y mi bolsillo roto; no he tenido más que un cuarto que me dieron en la Pascua, y el cura me lo quitó ayer… No he visto otro cuarto más hermoso. ¡Madre no lo va a creer, no lo creerá!

—Si el cura lo dice…

Crispín empezó a llorar, murmurando entre sollozos:

—Entonces retírate solo, no quiero retirarme; di a madre que estoy enfermo; no quiero retirarme.

—¡Crispín no llores! —dijo el mayor—. Madre no lo creerá; no llores; dijo el viejo Tasio que nos espera una buena cena.

Crispín levantó la cabeza y miró a su hermano.

—¡Una buena cena! Yo todavía no he comido; no me quieren dar de comer hasta que aparezcan las dos onzas… Pero ¿y si madre lo cree? Tú le dirás que el sacristán mayor miente, y el cura que le cree, también; que todos ellos mienten, que dicen que somos ladrones porque nuestro padre es un vicioso, que…

Pero una cabeza surgió desde el foso de la escalerilla que conducía al piso principal, y como una Medusa, heló la palabra en los labios del niño. Era una cabeza prolongada, flaca, con largos cabellos negros; unas gafas azules le disimulaban un ojo tuerto. Era el sacristán mayor, que así solía aparecer, sin ruido, sin prevenir.

Los dos hermanos se quedaron fríos.

—¡A ti, Basilio, te impongo una multa de dos reales por no tocar a compás! —dijo con voz cavernosa, como si no tuviese cuerdas vocales—. Y tú, Crispín, te quedas esta noche mientras que no aparezca lo que has robado.

Crispín miró a su hermano como pidiendo amparo.

—Tenemos ya permiso… madre nos espera a las ocho —murmuró tímidamente Basilio.

—¡Es que tampoco te retiras tú a las ocho; hasta las diez!

—Pero, señor, a las nueve ya no se puede andar y la casa está lejos.

—¿Y me querrás tú mandar a mí? —le preguntó irritado el hombre. Y cogiendo a Crispín del brazo, trató de arrastrarle.

—¡Señor, hace ya una semana que no hemos visto a nuestra madre! —suplicó Basilio cogiendo a su hermanito como para defenderlo.

El sacristán mayor, de una palmada, le apartó la mano y arrastró a Crispín, que comenzó a llorar, dejándose caer al suelo mientras decía a su hermano:

—¡No me dejes! ¡Me van a matar!

Pero el sacristán, sin hacerle caso, lo arrastró escaleras abajo y desapareció entre las sombras.

Basilio se quedó sin poder articular una palabra. Oyó los golpes que daba el cuerpo de su hermanito contra las gradas de la escalerilla, un grito, varias palmadas, y después se perdieron poco a poco aquellos acentos desgarradores.

El muchacho no respiraba; escuchaba de pie, con los ojos extremadamente abiertos y los puños cerrados.

—¿Cuándo podré arar un campo? —murmuró entre dientes y bajo precipitadamente.

Al llegar al coro se puso a escuchar con atención: la voz de su hermanito se alejaba a toda prisa y el grito de «¡Madre! ¡Hermanito!» se extinguió completamente al cerrarse una puerta. Tembloroso, sudando, detúvose un momento; mordiose el puño para ahogar un grito que se le escapaba del corazón y dejó vagar sus miradas en la semioscuridad de la iglesia. Allá ardía débilmente la lámpara de aceite; el catafalco estaba en medio; las puertas, todas cerradas y las ventanas tenían rejas.

De repente subió la escalerilla, pasó el segundo cuerpo donde ardía la vela y subió al tercero. Desató las cuerdas que sujetaban los badajos, y después volvió a descender pálido, pero sus ojos brillaban y no por las lágrimas.

La lluvia, en tanto, comenzaba a cesar y el cielo se despejaba poco a poco.

Basilio anudó las cuerdas y ató un cabo a un balaustre de la barandilla, y sin acordarse de apagar la luz, se dejó deslizar en medio de la oscuridad.

Algunos minutos después, en una de las calles del pueblo, se oyeron voces y resonaron dos tiros, pero nadie se alarmó y todo quedó otra vez en silencio.

Ir a la siguiente página

Report Page