Noli me tangere

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XVIII. Almas en pena

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XVIIIAlmas en pena

Serían las siete de la mañana cuando fray Salví concluyó de decir su última misa; las tres se ofrecieron en el espacio de una hora.

—El padre está enfermo —decían los devotos—; no se mueve con la pausa y la elegancia de costumbre.

Despojose de sus vestiduras sin decir una palabra, sin mirar a nadie, sin hacer ninguna observación.

—¡Atención! —se cuchicheaban los sacristanes—.¡El barreno progresa! ¡Van a llover multas y todo por culpa de los dos hermanos!

Abandonó la sacristía para subir a la casa parroquial, en cuyo zaguán-escuela aguardábanle sentadas en los bancos unas siete u ocho mujeres y un hombre, que se paseaba de un extremo a otro. Al verlo venir, levantáronse, y una mujer se adelantó para besarle la mano, pero el religioso hizo un gesto tal de impaciencia que la detuvo en medio de su camino.

—¿Habrá perdido un real, huriput? —exclamó la mujer con risa burlona, ofendida de tal recibimiento. ¡No darle a besar la mano a ella, la celadora de la hermandad, la hermana Rufa! Aquello era inaudito.

—¡Esta mañana no se ha sentado en el confesionario! —añadió hermana Sipa, una vieja sin dientes—; yo quería confesarme para comulgar y ganar las indulgencias.

—¡Pues, os compadezco! —repuso una joven de cándida fisonomía—. Esta semana gané tres plenarias y las dediqué al alma de mi marido.

—¡Mal hecho, hermana Juana! —dijo la ofendida Rufa—. Con una plenaria había bastante para sacarlo del purgatorio; no debéis malgastar las santas indulgencias; haced lo que yo.

—Yo decía: ¡cuánto más, mejor! —contestó la sencilla hermana Juana, sonriendo—. Pero, decid, ¿qué es lo que hacéis?

Hermana Rufa no contestó al instante; primero pidió un buyo, lo mascó, miró a su auditorio que escuchaba atento, escupió a un lado y comenzó mientras mascaba tabaco:

—¡Yo no malgasto ni un santo día! Desde que pertenezco a la hermandad, he ganado cuatrocientas cincuenta y siete indulgencias plenarias, setecientos sesenta mil quinientos noventa y ocho años de indulgencia. Apunto todas las que gano, porque me gusta tener cuentas limpias; no quiero engañar, ni que me engañen.

Hermana Rufa hizo una pausa y continuó mascando; las mujeres la miraban con admiración, pero el hombre que se paseaba se detuvo, y le dijo un poco desdeñoso:

—Pues yo, solamente este año he ganado cuatro plegarias más que vos, hermana Rufa, y cien años más, y eso que este año no he rezado mucho.

—¿Más que yo? ¿Más de seiscientas ochenta y nueve plegarias, novecientos noventa y cuatro mil ochocientos cincuenta y seis años? —repitió hermana Rufa algo disgustada.

—Eso es, ocho plegarias más y ciento quince años más, y en pocos meses —repitió el hombre, de cuyo cuello pendían escapularios y rosarios mugrientos.

—No es extraño —dijo la Rufa dándose por vencida—. ¡Sois el maestro y el jefe en la provincia!

El hombre se sonrió lisonjeado.

—No es extraño que gane más que vos —repuso—; casi puedo decir que aun durmiendo gano indulgencias.

—¿Y que hacéis de ellas, maestro? —preguntaban cuatro o cinco voces a la vez.

—¡Psh! —contestó el hombre haciendo una mueca de soberano desprecio—; ¡las tiro por aquí y por allá!

—¡Pues en eso sí que no os puedo alabar, maestro! — protestó la Rufa—. ¡Iréis al purgatorio por malgastar indulgencias! Ya sabéis que por cada palabra inútil se padecen cuarenta días de fuego, según el cura; por cada palmo de hilo, sesenta; por cada gota de agua, veinte. ¡Vais al purgatorio!

—¡Ya sabré yo salir de él! —contestó hermano Pedro con una confianza sublime—. ¡He sacado tantas almas del fuego! ¡He hecho tantos santos! Y además, in articulo mortis puedo ganarme todavía, si quiero, lo menos siete plenarias, ¡y podré salvar a otros, muriendo!

Y dicho esto, se alejó orgullosamente.

—Sin embargo, debíais hacer lo que yo, que no pierdo un día y tengo bien mis cuentas. ¡No quiero engañar, ni que me engañen!

—¿Qué hacéis, pues? —preguntó la Juana.

—Pues debéis imitar lo que hago. Por ejemplo: suponed que gano un año de indulgencias; lo apunto en mi cuaderno y digo: «Bienaventurado padre señor santo Domingo, haced el favor de ver si en el purgatorio hay alguno que precisamente necesite un año, ni un día más ni un día menos». Haré virar esta moneda, si sale cara, no; si sale cruz, sí. Pues supongamos que sale cruz, entonces escribo: «Cobrado»; ¿sale cara?, entonces retengo la indulgencia, y de este modo hago grupitos de cien años que tengo bien apuntados. Lástima que con ellas no se pueda hacer lo que con el dinero: darlas a interés; se podrían salvar más almas. Creedme, haced lo que yo.

—¡Pues yo hago otra cosa mejor! —contestó hermana Sipa.

—¿Qué? ¿Mejor? —preguntó sorprendida la Rufa—. ¡No puede ser! ¡Lo que hago es inmejorable!

—¡Oíd solamente y os convenceréis, hermana! —contestó la vieja Sipa con tono desabrido.

—¡A ver, a ver! ¡Oigamos! —dijeron las otras.

Después de una tos ceremoniosa, habló la vieja de esta manera:

—Vosotras sabéis muy bien que rezando el «Bendita sea tu pureza» y el «Señor mío, Jesucristo, padre dulcísimo por el gozo», se ganan diez años por cada letra…

—¡Veinte! ¡No, menos! ¡Cinco! —dijeron varias voces.

—¡Uno más, uno menos, no importa! Ahora, cuando un criado o una criada me rompe un plato, vaso o taza, etcétera, le hago recoger todos los pedazos, y por cada uno, aun por el más pequeñito, tiene que rezarme el «Bendita sea tu pureza» y el «Señor mío, Jesucristo, padre dulcísimo por el gozo», y las indulgencias que gano las dedico a las almas. En casa todos los saben menos los gatos.

—Pero esas indulgencias las ganan las criadas y no vos, hermana Sipa —objetó la Rufa.

—Y mis tazas y mis platos, ¿quién me los paga? Ellas están contentas de pagarlos así y yo también; no les pego, sólo algún coscorrón o pellizco…

—¡Lo voy a imitar! ¡Haré lo mismo! ¡Y yo! —decían las mujeres.

—Pero y si el plato no se ha roto más que en dos o tres pedazos, ganáis poco —observó aún la terca Rufa.

—¡Abá! —contestó la vieja Sipa—; las hago rezar también; ¡hago colar los pedazos y no perdimos nada!

Hermana Rufa no supo ya qué objetar.

—Permitidme que os pregunte una duda —dijo tímidamente la joven Juana—. Vosotras, señoras, entendéis tan bien estas cosas del cielo, purgatorio e infierno… yo confieso que soy ignorante.

—¡Hablad!

—Encuentro muchas veces en las novenas y otros libros este encargo: «Tres padrenuestros, tres avemarías y tres gloria patri…».

—¿Y bien?

—Pues quería saber cómo hay que rezarlos: o tres padrenuestros seguidos, tres avemarías seguidas y tres gloria patri seguidos, o tres veces un padrenuestro, un avemaría y un gloria patri.

—Pues así es, tres veces un padrenuestro…

—¡Perdonad, hermana Sipa! —interrumpió la Rufa—; deben rezarse de la otra manera: a los machos no hay que mezclarlos con las hembras; los padrenuestros son machos; las avemarías, hembras y los glorias son los hijos…

—¡Ee!, perdonad, hermana Rufa: padrenuestro, avemaría y gloria son como arroz, vianda y salsa: un bocado de santos…

—¡Estáis equivocada! ¡Ved solamente, vos que rezáis así no conseguís nunca lo que pedís!

—¡Y vos, porque rezáis así, no sacáis nada de vuestras novenas! —replicó la vieja Sipa.

—¿Quién? —dijo la Rufa, levantándose—. Hace poco perdí un cerdito, recé a san Antonio y lo encontré, y tanto, que lo vendí a buen precio, ¡abá![97]

—¿Sí? ¡Por eso decía vuestra vecina que vendisteis un cerdito suyo!

—¿Quién? ¡La sinvergüenza! ¿Acaso soy como vos…?

El maestro tuvo que intervenir para poner paces: ya nadie se acordaba de los padrenuestros, sólo se hablaba de cerdos.

—¡Vamos, vamos, no hay que reñir por un cerdito, hermanas! Las santas escrituras nos dan ejemplo: los herejes y protestantes no le han reñido a Nuestro Señor Jesucristo, que arrojó al agua una piara de puercos que les pertenecía, y nosotros, que somos cristianos y además Hermanos del Santísimo Rosario, ¿habremos de reñir por un cerdito? ¿Qué dirían de nosotros nuestros rivales, los Hermanos Terceros?

Calláronse todas, admirando la profunda sabiduría del maestro y temiendo el qué dirán de los Hermanos Terceros. Éste, satisfecho de aquella obediencia, cambió de tono y prosiguió:

—Pronto nos hará llamar el cura. Hay que decirle qué predicador elegimos de los tres que ayer propuso: o el padre Dámaso, o el padre Martín o el coadjutor. No sé si han elegido ya los Terceros… es menester decidir.

—El coadjutor… —murmuró tímidamente la Juana.

—¡Hm! ¡El coadjutor no sabe predicar! —dijo la Sipa—. Mejor es el padre Martín.

—¡¿El padre Martín?! —exclamó otra con desdén—; no tiene voz; mejor es el padre Dámaso.

—¡Ése, ése es! —exclamó la Rufa—. El padre Dámaso sí que sabe predicar, parece un comediante, ¡ése!

—¡Pero no lo entendemos! —murmuró la Juana.

—¡Porque es muy profundo!, y con tal que predique bien…

En esto llegó Sisa, llevando una cesta sobre la cabeza; dio los buenos días a las mujeres y subió las escaleras.

—¡Aquélla sube! ¡Subamos también! —dijeron.

Sisa sentía latir con violencia su corazón mientras subía las escaleras: no sabía qué iba a decir al padre para aplacar su enojo ni qué razones iba a darle para abogar por su hijo. Aquella mañana, con las primeras tintas de la aurora, había ella bajado a la huerta para coger sus más hermosas legumbres, que colocó en un cesto entre hojas de plátano y flores. Fue a orillas del río a buscar pakó[98], que sabía ella le gustaba al cura comer en ensalada. Vistióse sus mejores ropas, y con la cesta sobre la cabeza, sin despertar a su hijo, partió para el pueblo.

Procurando hacer el menor ruido posible, subía las escaleras lentamente, escuchando atenta por si acaso oía una voz conocida, fresca, infantil.

Pero no oyó ni encontró a nadie y se dirigió a la cocina.

Allí miró a todos los rincones; criados y sacristanes la recibieron con frialdad. Saludó y apenas la contestaron.

—¿Dónde podré dejar estas legumbres? —preguntó sin darse por ofendida.

—Allí… ¡en cualquier parte! —contestó el cocinero sin mirarlas apenas, atento a su faena: estaba desplumando un capón.

Sisa fue colocando ordenadamente sobre la mesa las berenjenas, los amargosos, las patolas, la zarzalida y los tiernos ramos de pakó[99]. Después puso las flores encima, medio se sonrió y preguntó a un criado que le pareció más tratable que el cocinero:

—¿Podrá hablar con el padre?

—Está enfermo —contestó éste en voz baja.

—¿Y Crispín? ¿Sabéis si está en la sacristía?

El criado la miró sorprendido.

—¿Crispín? —preguntó frunciendo las cejas—. ¿No está en vuestra casa? ¿Lo querréis negar?

—Basilio está en casa, pero Crispín se ha quedado aquí —repuso Sisa—. Quiero verlo…

—¡Ya! —dijo el criado—. Se quedó, pero después… después se escapó robando muchas cosas. El cura me ha mandado ir esta mañana temprano al cuartel para dar parte a la Guardia Civil. Ya deben de haber ido a vuestra casa a buscar a los chicos.

Sisa se tapó las orejas, abrió la boca, pero sus labios se agitaron en vano: no salió ningún sonido.

—¡Vaya con unos hijos que tenéis! —añadió el cocinero—. Se conoce que sois fiel esposa; los hijos hacen como el padre. ¡Cuidado, que el pequeño lo va a sobrepasar!

Sisa prorrumpió en amarguísimo llanto, dejándose caer sentada sobre un banco.

—¡No lloréis aquí! —le gritó el cocinero—. ¿No sabéis que el padre está enfermo? Id a llorar en la calle.

La pobre mujer casi a empujones descendió las escaleras, al mismo tiempo que las hermanas murmuraban y hacían conjeturas acerca de la enfermedad del cura.

La desgraciada madre ocultó su cara con el pañuelo y reprimió el llanto.

Al llegar a la calle miró indecisa en torno suyo; después, como si hubiese tomado una determinación, se alejó rápidamente.

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