Noli me tangere

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XXII. Luces y sombras

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XXIILuces y sombras

Han pasado tres días desde los acontecimientos que hemos narrado. Estos tres días con sus noches ha dedicado el pueblo de San Diego a hacer preparativos para la fiesta y comentarios, murmurado al mismo tiempo.

Mientras saboreaban los futuros regocijos, unos hablaban mal del gobernadorcillo, otros del teniente mayor, otros de los jóvenes, y no faltaba quien echase la culpa de todo a todos.

Comentaban la llegada de María Clara, acompañada de su tía Isabel. Se alegraban de ello porque la querían y a la vez que admiraban mucho su hermosura, se admiraban también de los cambios que sufría el carácter del padre Salví. «Se distrae muchas veces durante el santo sacrificio; no habla mucho ya con nosotras y se pone a ojos vistas más delgado y taciturno», decían sus penitentes. El cocinero lo veía enflaquecerse por minutos y se quejaba del poco honor que el cura hacía a sus platos. Pero lo que exaltaba la murmuración de la gente era el hecho de verse en el convento más de dos luces durante la noche mientras el padre Salví está de visita en una casa particular, ¡en casa de María Clara! Las beatas se hacían cruces, pero continuaban murmurando.

Juan Crisóstomo Ibarra había telegrafiado desde la cabecera de la provincia saludando a tía Isabel y a su sobrina, pero sin explicar la causa de su ausencia. Muchos le creían ya preso por su conducta con el padre Salví en la tarde del día de Todos los Santos. Pero los comentarios subieron de punto cuando a la tarde del tercer día lo vieron bajar de un coche delante de la casita de su futura y saludar cortésmente al religioso, que también se dirigía a ella.

De Sisa y de sus hijos nadie se ocupaba.

Si ahora vamos a la casa de María Clara, un hermoso nido entre naranjos e ilang-ilang, alcanzaremos aún a los dos jóvenes asomados a una ventana que da vistas al lago. Sombreábanla flores y enredaderas que trepaban en cañas y alambres, esparciendo un ligero perfume.

Sus labios murmuraban palabras más suaves que el susurro de las hojas y más perfumadas que el aire impregnado de aromas que vaga por el jardín. Era la hora en que las sirenas del lago, aprovechándose de las sombras del rápido crepúsculo de la tarde, asomaban por encima de las olas sus alegres cabecitas para admirar y saludar con sus cantos al sol moribundo. Dicen que sus ojos y cabellos son azules y van coronadas de plantas acuáticas con flores blancas y rojas; dicen que de cuando en cuando descubre la blanca espuma sus esculturales formas más blancas aún que la espuma misma, y que al descender completamente la noche empiezan ellas sus divinos juegos y dejan oír acordes misteriosos, como de arpas eólicas; dicen también… pero volvamos a nuestros jóvenes y oigamos el final de su conversación. Ibarra decía a María Clara:

—Mañana, antes que raye el alba, se cumplirá tu deseo. Esta noche lo dispondré todo para que nada falte.

—Entonces escribiré a mis amigas para que tengan. ¡Haz de modo que no pueda seguir el cura!

—¿Y por qué?

—Porque parece que me vigila. Me hacen daño sus ojos hundidos y sombríos; cuando los fija en mí me dan miedo. Cuando me dirige la palabra tiene una voz… me habla de cosas tan raras, tan incomprensibles, tan extrañas… Me preguntó una vez si no había soñado en cartas de mi madre; creo que está medio loco. Mi amiga Sinang, y Andeng, mi hermana de leche, dicen que está algo tocado porque no come ni se baña y vive a oscuras. ¡Haz que no venga!

—¡No podemos menos que invitarlo! —contesta Ibarra pensativo—. Las costumbres del país lo requieren; está en tu casa y además se ha portado conmigo con nobleza. Cuando el alcalde le consultó sobre el negocio de que te he hablado, sólo ha tenido alabanzas para mí y no ha pretendido poner el más pequeño obstáculo. Pero veo que te pones seria; descuida, que no nos podrá acompañar en la banca.

Oyéronse ligeros pasos: era el cura, que se acercaba con una forzada sonrisa en los labios.

—¡El viento es frío! —dijo—. Cuando se coge un catarro, no se le suelta hasta que venga el calor. ¿No temen ustedes resfriarse?

Su voz era temblorosa y sus miradas se dirigían al lejano horizonte: no miraba a los jóvenes.

—Por el contrario, la noche nos parece agradable, ¡y el viento, delicioso! —contestó Ibarra—. En estos meses tenemos nuestro otoño y nuestra primavera; caen algunas hojas, pero brotan siempre flores.

Fray Salví suspiró:

—Hallo muy hermoso el consorcio de estas dos estaciones sin que intervenga el frío invierno —continuó Ibarra—. En febrero brotarán las yemas en las ramas de los árboles frutales, y en marzo tendremos ya las frutas maduras. Cuando vengan los meses de calor nos iremos a otra parte.

Fray Salví se sonrió. Empezaron a hablar de cosas indiferentes, del tiempo, del pueblo, de la fiesta; María Clara buscó un pretexto y se alejó.

—Y pues que hablamos de fiestas, permítame usted que le invite a la que celebraremos mañana. Es una fiesta campestre que mutuamente nos damos nuestros amigos y nosotros.

—¿Y en dónde se hará?

—Los jóvenes la desean en el arroyo que corre en el vecino bosque, cerca del balití; por eso nos levantaremos temprano, para que no nos alcance el sol.

El religioso reflexionó un momento, después contestó:

—La invitación es muy tentadora y la acepto para probarle que ya no le guardo rencor. Pero tendré que ir más tarde, después que haya cumplido con mis obligaciones. ¡Feliz usted que está libre, enteramente libre!

Minutos después Ibarra se despedía para cuidar de la fiesta para el día siguiente. Era ya noche oscura.

En la calle se le acercó uno que lo saludó reverentemente.

—¿Quién sois? —preguntó Ibarra.

—No conocéis, señor, mi nombre —contestó el desconocido—. Os he estado esperando dos días.

—¿Y por qué?

—Porque en ninguna parte se han apiadado de mí, porque dicen que soy un bandido, señor. Pero he perdido mis hijos y mi mujer está loca,' ¡y todos dicen que merezco mi suerte!

Ibarra examinó rápidamente al hombre y preguntó:

—¿Qué queréis ahora?

—¡Implorar vuestra piedad para mi mujer y mis hijos!

—No puedo detenerme —contestó Ibarra—. Si queréis seguirme, caminando me podréis contar lo que os ha sucedido.

El hombre dio las gracias y pronto desaparecieron en las tinieblas de las mal alumbradas calles.

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