Noli me tangere

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XXIII. La pesca

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XXIII La pesca

Todavía brillaban las estrellas en la bóveda de zafir y las aves dormitaban aún en las ramas, cuando una alegre comitiva recorría ya las calles del pueblo, dirigiéndose al lago, a la alegre luz de las antorchas de brea que llaman comúnmente huepes.

Eran cinco jovencitas que marchaban aprisa, cogidas de las manos o de la cintura, seguidas de algunas ancianas y de varias criadas que llevaban graciosamente sobre sus cabezas cestos llenos de provisiones, platos, etcétera. Al ver los semblantes risueños de las primeras, semblantes en que ríe la juventud y brillan las esperanzas; al contemplar cómo flota al viento la abundante y negra cabellera y los anchos pliegues de sus vestidos, las tomaríamos por divinidades de la noche huyendo del día, si no supiésemos que son María Clara con sus cuatro amigas: la alegre Sinang, su prima, la severa Victoria, la hermosa Iday y la pensativa Neneng, la belleza modesta y temerosa.

Conversaban animadamente, reían, se pellizcaban, se hablaban al oído y después prorrumpían en carcajadas.

—¡Vais a despertar a la gente que aún está durmiendo! —les reprendía la tía Isabel—. ¡Cuando éramos jóvenes no alborotábamos tanto!

—¡Jamás madrugarían ustedes como nosotras! ¡Ni serían los viejos tan dormilones! —contestaba la pequeña Sinang.

Callábanse un momento, procuraban bajar la voz, pero pronto se olvidaban, reían y llenaban la calle con sus juveniles y frescos acentos.

—¡Hazte la resentida; no le hables! —decía Sinang a María Clara—. ¡Ríñele para que no se acostumbre mal!

—¡No seas tan exigente! —decía Iday.

—¡Sé exigente, no seas tonta! El novio debe obedecer mientras es novio, que después, cuando es marido, ¡hace lo que le da la gana! —aconsejaba la pequeña Sinang.

—¿Qué entiendes tú de eso, niña? —le corregía su prima Victoria.

—¡Sst! ¡Silencio, que vienen!

En efecto, venía un grupo de jóvenes alumbrándose con grandes antorchas de caña. Marchaban bastante serios al son de una guitarra.

—¡Parece guitarra de mendigo! —dijo Sinang riendo.

Cuando los dos grupos se encontraron eran las mujeres las que guardaban un continente serio y formal, como si aún no hubiesen aprendido a reír; por el contrario, los hombres hablaban, saludaban, sonreían y hacían seis preguntas para obtener media contestación.

—¿Está el lago tranquilo? ¿Creéis que vamos a tener buen tiempo? —preguntaban las madres.

—¡No os inquietéis, señoras; yo sé nadar bien! —contestaba un joven flaco y alto.

—¡Debíamos haber oído misa antes! —suspiraba tía Isabel juntando las manos.

—Aún hay tiempo, señora, Albino, que en su tiempo fue seminarista, la puede decir en la banca —contestó otro, señalando al joven flaco y alto.

Éste, que tenía una fisonomía de socarrón, adoptó un ademán compungido al oírse aludido, caricaturizando al padre Salví.

Ibarra, sin perder su seriedad, tomaba también parte en la alegría de sus compañeros.

Al llegar a la playa, escapáronse involuntariamente de los labios de las mujeres exclamaciones de asombro y alegría. Veían dos grandes bancas unidas entre sí, pintorescamente adornadas con guirnaldas de flores y hojas con telas abollonadas de varios colores: farolitos de papel colgaban de la improvisada cubierta, alternando entre rosas y claveles, frutas como piñas, kasuy, plátanos, guayabos y lanzones, etcétera. Ibarra había traído sus alfombras, tapices y cojines, y formado con ellos cómodos asientos para las mujeres. Los tikines[109] y los remos tenían también sus adornos. En la banca mejor adornada había un arpa, guitarras, acordeones y un cuerno de carabao; en la otra ardía el fuego en kalanes[110] de barro; preparábanse té, café y salabat[111] para el desayuno.

—¡Aquí las mujeres, allí los hombres! —decían las madres al embarcarse—. ¡Estaos quietas! ¡No moverse mucho que vamos a naufragar!

—¡Hacer antes la señal de la cruz! —decía tía Isabel persignándose.

—¿Y estaremos aquí tan solas? —preguntaba Sinang haciendo un mohín—. ¿Nosotras solamente?… ¡Aray![112]

Este «¡aray!» lo causaba un pellizco que a tiempo le propinó su madre.

Las bancas se iban alejando lentamente de la playa reflejando la luz de los faroles en el espejo del lago, completamente tranquilo. En el oriente aparecían las primeras tintas de la aurora.

Reinaba bastante silencio; la juventud, con la separación establecida por las madres, parecía dedicarse a la meditación.

—¡Ten cuidado! —dijo en voz alta Albino, el seminarista, a otro joven—. ¡Pisa bien la estopa que hay debajo de tu pie!

—¿Pues?

—Puede saltar y entrar el agua: esta banca tiene muchos agujeros.

—¡Ay!, ¡que nos hundimos! —gritaron las mujeres espantadas.

—¡No tengáis cuidado, señoras! —les tranquiliza el seminarista—. Esa banca está segura: no tiene más que cinco agujeros y no muy grandes.

—¡Cinco agujeros! ¡Jesús! ¿Es que queréis ahogarnos? —exclamaron las mujeres horrorizadas.

—¡Nada más que cinco, señoras, y así de grandes! —aseguraba el seminarista, enseñándoles la pequeña circunferencia formada por su índice y el pulgar—. Pisad bien las estopas para que no salten.

—¡Dios mío! ¡María Santísima! ¡Ya entra agua! —gritó una vieja que sentía mojarse.

Hubo un pequeño tumulto; unas chillaban, otras pensaban saltar al agua.

—Pisad bien las estopas, ¡allí! —continuaba el ex sacerdote señalando hacia el sitio donde estaban las jóvenes.

—¿Dónde? ¿Dónde? ¡Dios! ¡No lo sabemos! ¡Por piedad, venid que no sabemos! —imploraron las temerosas mujeres.

Fue menester que cinco jóvenes pasasen a la otra banca para tranquilizar a las aterradas madres. ¡Casualidad!, parecía que al lado de cada una de las tagalas habían un peligro: las viejas no tenían juntas ni un agujero comprometido. ¡Y más casualidad aún! Ibarra estaba sentado al lado de María Clara, Albino al de Victoria, etcétera. La tranquilidad volvió a reinar en el círculo de las cuidadosas madres, pero no en el de las jóvenes.

Como el agua estaba completamente tranquila, los corrales de pesca no lejos y era aún muy temprano, se decidió porque se dejasen los remos y todo el mundo desayunase. Apagáronse los faroles, pues la aurora iluminaba ya el espacio.

—¡No hay cosa que pueda compararse con el salabat tomado por la mañana antes de ir a misa! —decía Capitana Ticá, la madre de la alegre Sinang—. Tomad salabat con poto[113], Albino, y veréis que hasta tendréis ganas de rezar.

—Es lo que hago —contestó éste—: pienso confesarme.

—¡No! —decía Sinang—; tomad café, que da ideas alegres.

—Ahora mismo, porque me siento un poco triste.

—¡No hagáis eso! —le advertía la tía Isabel—. Tomad té con galletas; dicen que el té tranquiliza el pensamiento.

—¡También tomaré té con galletas! —contestaba el complaciente seminarista—, por fortuna ninguna de estas bebidas es el catolicismo.

—Pero ¿podéis…? —preguntó Victoria.

—¿Tomar también chocolate? ¡Ya lo creo! Con tal que el almuerzo no tarde mucho…

La mañana era hermosa: las aguas comenzaban a brillar, y de la luz venida del cielo y de la reflejada por las aguas, resultaba una claridad que iluminaba los objetos, casi sin producir sombras, una claridad brillante y fresca, saturada de colores que adivinamos en algunas marinas.

Casi todos estaban alegres. Casi todos aspiraban la ligera brisa que comenzaba a despertarse; hasta las madres, tan llenas de prevenciones y advertencias, reían y bromeaban entre sí.

—¿Te acuerdas? —decía una a Capitana Ticá—. ¿Te acuerdas cuando nos bañábamos en el río, cuando aún éramos solteras? Descendían a lo mejor la corriente en barquitas hechas con corteza de plátano, frutas de varias clases entre olorosas flores. Cada una llevaba una banderita donde leíamos nuestros nombres…

—¿Y cuando volvíamos a casa? —añadía otra sin dejar concluir a la primera—. Encontrábamos los puentes de caña destrozados y entonces teníamos que vadear los arroyos… ¡los picaros!

—¡Sí! —decía Capitana Ticá—, pero yo prefería mojar los bordes de mi falda antes que descubrir el pie. Sabía que en los matorrales de la orilla había ojos que observaban.

Los jóvenes, que oían estas cosas, se guiñaban y sonreían; las damas tenían sus propias conversaciones y no hacían caso.

Sólo un hombre, el que hacía el oficio de piloto, permanecía silencioso y ajeno a toda aquella alegría. Era un joven de formas atléticas y de una fisonomía interesante por sus grandes ojos tristes y el severo dibujo de sus labios. Los cabellos negros, largos y descuidados, caían sobre su robusto cuello; una camisa de tela basta y oscura dejaba adivinar al través de sus pliegues los poderosos músculos que contribuían con sus nervudos y desnudos brazos a manejar como una pluma un ancho y descomunal remo que le servía de timón para guiar las dos bancas.

María Clara lo había sorprendido más de una vez observándola: él entonces volvía rápidamente la vista a otra parte y miraba a lo lejos, al lejano horizonte. Compadeciose la joven de su soledad y cogiendo unas galletas, se las ofreció. El piloto la miró concierta sorpresa, pero esta mirada sólo duró un segundo; tomó una galleta y dio las gracias brevemente, y en voz apenas perceptible.

Y nadie volvió a acordarse más de él. Las alegres risas y las ocurrencias de los jóvenes no contraían ningún músculo de su rostro; no le hacía sonreír la alegre Sinang, que recibía un pellizco de su madre cada vez que reía fuerte, pellizco que la obligaba a fruncir las cejas un instante para volver otra vez a su alegría como antes.

Concluido el desayuno, continuaron la excursión hacia los corrales de pesca.

Éstos eran dos, colocados a cierta distancia uno del otro: ambos pertenecían a Capitán Tiago. Desde lejos veíanse algunas zarzas posadas sobre las puntas de las cañas del cercado, en actitud contemplativa, mientras que algunas aves blancas, que los tagalos llaman kalaway, volaban en distintas direcciones, rozando con sus alas la superficie del lago y llenando el aire con estridentes graznidos.

María Clara siguió con la vista a las garzas que, al aproximarse las bancas, echáronse a volar en dirección hacia el vecino monte.

—¿Anidan esas aves en el monte? —preguntó ella al piloto, acaso más que para saberlo, para hacerle hablar.

—Probablemente, señora —contestó el piloto—, pero nadie hasta ahora ha visto sus nidos.

—¿No tienen nidos esas aves?

—Supongo que deben de tenerlos, pues si no, serían muy desgraciadas.

María Clara no notó el acento de tristeza con que pronunció el piloto estas palabras.

—¿Entonces?

—Dicen, señora —contestó el joven—, que los nidos de esas aves son invisibles y poseen la cualidad de hacer invisible al que los tenga en su poder; y como al alma que sólo se ve en el terso espejo de los ojos, es también en el espejo de las aguas donde únicamente estos nidos se dejan contemplar.

María Clara se puso pensativa.

Entretanto habían llegado al baklad[114]; el viejo banquero ató las embarcaciones a una caña.

—¡Espera! —dijo tía Isabel al hijo del viejo, que se preparaba a subir provisto de su panalok, o sea, la caña con la bolsa de red—. Es menester que esté dispuesto el sinigang para que los peces pasen del agua al caldo.

—¡Buena tía Isabel! —exclamó el seminarista—. No quiere que el pez pueda echar de menos ni un momento el agua.

Andeng, la hermana de leche de María Clara, a pesar de su cara limpia y alegre, tenía fama de buena cocinera. Preparó agua de arroz, tomates y camias, ayudándola o estorbándola algunos que acaso querían merecer sus simpatías. Los jóvenes limpiaban los cogollos de calabaza, los guisantes y cortaban los paayap[115] en cortos pedazos, largos como cigarrillos.

Para distraer la impaciencia de los que deseaban ver cómo saldrían los peces de su cárcel vivitos y coleando, la hermosa Iday cogió el arpa. Iday no solamente tocaba bien este instrumento, sino que tenía además muy hermosos dedos.

La juventud batió las palmas; María Clara le dio un beso. El arpa es el instrumento que más se toca en aquella provincia y era el propio de aquellos momentos.

—¡Canta, Victoria, «La canción del matrimonio»! —pidieron las madres.

Los hombres protestaron, y Victoria, que tenía buena voz, se quejó de que estaba ronca. «La canción del matrimonio» es una hermosa elegía tagala en que se pintan todas las miserias y tristezas de este estado, sin mentar ninguna de sus alegrías.

Entonces pidieron que cantase María Clara.

—Todas mis canciones son tristes.

—¡No importa, no importa! —dijeron todos.

No se hizo más de rogar; cogió el arpa, tocó un preludio y cantó con voz vibrante y armoniosa, llena de sentimiento:

¡Dulces las horas en la propia patria

Donde es amigo cuanto alumbra el sol;

Vida es la brisa que en sus campos vuela,

Grata la muerte y más tierno el amor!

—¿Tienes patria tú?

—¡Pues que canto así,

No me preguntéis Por mi patria a mí!

Ardientes besos en los labios juegan.

De una madre en el seno al despertar,

Buscan los brazos a ceñir el cuello,

Y los ojos sonríense al mirar.

—¿Tienes madre tú?

—¡Pues que lloro así,

No me preguntéis Por mi madre a mí!

Dulce es la muerte por la propia patria

Donde es amigo cuanto alumbra el sol;

¡Muerte es la brisa para quien no tiene

Una patria, una madre y un amor!

Extinguiose la voz, cesó el canto, enmudeció el arpa y aún seguían escuchando: ninguno aplaudió. Los jóvenes sentían sus ojos llenarse de lágrimas. Ibarra parecía contrariado y el joven piloto miraba inmóvil a lo lejos.

De repente se oyó un atronador estruendo: las mujeres soltaron un grito y se taparon las orejas. Era el ex seminarista Albino que soplaba con toda la fuerza de sus pulmones en el cuerno de carabao, que llamaban tambulí. La risa y la animación volvieron; los ojos, llenos de lágrimas, retozaron.

—¿Pero es que nos vas a volver sordas, hereje? —le gritó tía Isabel.

—¡Señora! —contestó el ex seminarista solemnemente—. He oído hablar de un pobre trompetero, allá en las orillas de Rhin, que por tocar trompeta se casó con una noble y rica doncella.

—¡Es verdad! ¡El trompetero de Sáckingen! —añadió Ibarra no pudiendo menos de tomar parte en la nueva animación.

—¿Lo oís? —continuó Albino—. Pues yo quiero ver si tengo la misma suerte.

Y volvió a soplar aún con más bríos en el resonante cuerno, acercando particularmente la trompa a los oídos de las jóvenes que más tristes se habían puesto. Naturalmente, hubo un pequeño alboroto: las madres le hicieron callar a fuerza de chinelazos y pellizcos.

—¡Aray! ¡Aray! —decía palpándose los brazos—. ¡La distancia que separa Filipinas de las orillas del Rhin! ¡Oh, témpora! ¡Oh, mores! ¡A unos les dan encomiendas y a otros sambenitos!

Ya todos reían, hasta la Victoria misma; sin embargo, Sinang, la de los alegres ojos, decía en voz baja a María Clara:

—¡Feliz tú! ¡Ay, yo también cantaría si pudiese!

Andeng anunció al fin que el caldo estaba ya dispuesto a recibir a sus huéspedes.

El jovencito, el hijo del pescador, subió entonces sobre el encerradero o bolsa del corral, colocado en el extremo más estrecho de éste, donde se podría escribir el Lasciate ogni esperanza voi ch’entrate[116] si los desgraciados peces supiesen leer el italiano y entenderlo: pez que entraba allí no salía sino para morir. Es un espacio casi circular, de un metro de diámetro aproximadamente, dispuesto de manera que un hombre pueda tenerse en pie en la parte superior para desde allí retirar los peces con la redecilla.

—¡Allí sí que no me aburriría el pescar con caña! —decía Sinang estremeciéndose de placer.

Todos estaban atentos: ya algunos creían ver los peces colear y agitarse dentro de la red, brillar sus relucientes escamas, etcétera. Sin embargo, al introducirla el joven, no saltó pez alguno.

—Debe de estar lleno —decía Albino en voz baja—; hace más de cinco días que no se ha visitado.

El pescador retiró la caña… ¡ay!, ni un pececito adornaba la red; el agua, al caer en abundantes gotas que el sol iluminaba, parecía reír con risa argentina. Un «¡Ah!» de admiración, de disgusto, de desengaño, se escapó de los labios de todos.

El joven repitió la misma operación y el mismo resultado.

—¡No entiendes tu oficio! —le dijo Albino trepando al encerradero y arrancando la red de las manos del joven—. ¡Ahora lo veréis! ¡Andeng, abre la olla!

Pero Albino tampoco lo entendía: continuó vacía la red. Todos se echaron a reír.

—¡No hagáis ruido, que os oyen los peces y no se dejan coger! —dijo—. ¡Esta red debe de estar rota!

Pero la red tenía íntegras todas sus mallas.

—Déjame a mí —díjole León, el novio de Iday.

Éste se aseguró bien del estado del cerco, examinó la red y, satisfecho, preguntó:

—¿Estáis seguros de que no se ha visitado desde hace cinco días?

—¡Segurísimos! La última vez fue para la vigilia de Todos los Santos.

—Pues entonces o el lago está encantado o yo saco algo.

León introdujo la caña en el agua, pero el asombro se pintó en su semblante. Silencioso, miró un momento al vecino monte y siguió paseando la caña dentro del agua; después, sin retirarla, murmuró en voz baja:

—Un caimán.

—¡Un caimán! —repitieron.

La palabra corrió de boca en boca en medio del espanto y de la estupefacción general.

—¿Qué decís? —le preguntaron.

—Digo que hay un caimán cogido —afirmó León, e introduciendo el mango de la caña en el agua, continuó:

—¿Oís ese sonido? Eso no es la arena, es la dura piel, la espalda del caimán. ¿Veis cómo se mueven las cañas? Es él que forcejea, pero está arrollado sobre sí mismo; esperad… es grande: su cuerpo mide casi un palmo o más de ancho.

—¿Qué hacer? —fue la pregunta.

—Cogerlo —dijo una voz.

—¡Jesús! ¿Y quién lo coge?

Nadie se ofrecía a descender al abismo. El agua era profunda.

—¡Deberíamos atarle a nuestra banca y arrastrarle en triunfo! —dijo Sinang—. ¡Comerse los peces que debíamos comer!

—¡No he visto hasta ahora un caimán vivo! — murmuró María Clara.

El piloto se levantó, cogió una larga cuerda y subió ágilmente a la especie de plataforma. León le cedió el sitio.

Excepto María Clara, nadie hasta entonces se había fijado en él; ahora admiraban su esbelta estatura.

Con gran sorpresa y a pesar de los gritos de todos, el piloto saltó dentro del encerradero.

—¡Llevaos este cuchillo! —le gritaba Crisóstomo sacando una ancha hoja toledana.

Pero ya el agua subía en forma de mil surtidores y el abismo se cerró misterioso.

—¡Jesús, María y José! —exclamaban las mujeres—. ¡Vamos a tener una desgracia! ¡Jesús, María y José!

—No tengáis cuidado, señoras —les decía el viejo banquero—. Si hay en toda la provincia uno que lo puede hacer, ése es él.

—¿Cómo se llama ese joven? —preguntaron.

—Nosotros le llámanos «El Piloto» —contestó el viejo—. Es el mejor piloto que he visto; sólo que no ama el oficio.

El agua se movía, el agua se agitaba: parecía que en el fondo se trababa una lucha; vacilaba el cerco. Todos callaban, contenían la respiración. Ibarra apretaba con mano convulsiva el puño del agudo cuchillo.

La lucha pareció terminarse. Asomose por encima la cabeza del joven, que fue saludado con gritos alegres: los ojos de las mujeres estaban llenos de lágrimas.

El piloto trepó llevando en la mano el extremo de la cuerda y, una vez en la plataforma, tiró de ella.

El monstruo apareció: tenía la soga atada en forma de doble banda por el cuello y debajo de las extremidades anteriores. Era grande, como ya lo había anunciado León; pintado y sobre sus espaldas crecía verde musgo, que es a los caimanes lo que las canas a los hombres. Mugía como un buey, azotaba con la cola las paredes de caña, se agarraba a ellas y abría la negra y tremenda fauce, descubriendo sus largos colmillos.

El piloto le izaba solo: nadie se acordaba de ayudarle.

Fuera ya del agua y colocado sobre la plataforma, púsole el pie encima, con robusta mano cerró sus descomunales mandíbulas y trató de atarle el hocico con fuertes nudos. El reptil intentó un último esfuerzo, arqueó el cuerpo, batió el suelo con la potente cola y, escapándose, se lanzó de un salto al lago, fuera del corral, arrastrando a su domador. El piloto era hombre muerto. Un grito de horror se escapó de todos los pechos.

Rápido como el rayo, cayó otro cuerpo al agua; apenas tuvieron tiempo de ver que era Ibarra. María Clara no se desmayó porque las filipinas no saben aún desmayarse.

Vieron colorearse las olas, teñirse en sangre. El joven pescador saltó al abismo con su bolo[117] en la mano, su padre lo siguió, pero apenas desaparecían cuando vieron a Crisóstomo y al piloto reaparecer agarrados al cadáver del reptil. Éste tenía todo el blanco vientre rasgado y en la garganta clavado el cuchillo.

Imposible es describir la alegría: mil brazos se tendieron para saleados del agua. Las viejas estaban medio locas y reían y rezaban. Andeng olvidó que su sinigang había hervido tres veces: todo el caldo se derramó y apagó el fuego. La única que no podía hablar era María Clara.

Ibarra estaba ileso, un ligero rasguño tenía el piloto en el brazo.

—¡Os debo la vida! —dijo a Ibarra, que se envolvía en mantas de lana y tapices.

La voz del piloto tenía un timbre como de pesar.

—Sois demasiado intrépido —contestole Ibarra—. Otra vez no tentaréis a Dios.

—¡Si no volvías…! —murmuró María Clara, pálida y temblando aún.

—¡Si no volvía y me seguías —contestó el joven completando su pensamiento—, en el fondo del lago habría yo estado en familia!

Ibarra no se olvidaba de que allí yacían los restos de su padre.

Las viejas ya no querían ir al otro baklad, querían retirarse alegando que el día había comenzado mal y podrían sobrevenir muchas desgracias.

—¡Todo es porque no hemos oído misa! —suspiraba una.

—Pero ¿qué desgracia hemos tenido, señoras? —preguntaba Ibarra—. ¡El caimán fue el único desgraciado!

—Lo cual prueba —concluyó el ex seminarista—, que en toda su pecadora vida jamás ha oído misa este desgraciado reptil. Nunca lo he visto entre tantos caimanes que frecuentan la iglesia.

Las barcas se dirigieron, pues, hacia el otro baklad y fue menester que Andeng preparase otro sinigang.

El día adelantaba; soplaba la brisa; las olas despertaban y se rizaban en tomo al caimán, levantando «mar de espuma do tersa brilla rica en colores de la luz solar», que dice el poeta P. A. Paterno[118].

La música volvió a resonar: Iday tocaba el arpa, los hombres, los acordeones y guitarras con mayor o menor afinación, pero el que mejor lo hacía era Albino, que rascaba verdaderamente la guitarra, desafinaba y perdía el compás a cada instante o se olvidaba a lo mejor y se pasaba a otra sonata enteramente distinta.

El otro corral fue visitado con desconfianza; muchos esperaban encontrar allí la hembra del caimán, pero la naturaleza es burlona y salía siempre llena la red.

Tía Isabel mandaba:

—El ayungin es bueno para el sinigang; dejad el bia para el escabeche, el dalag y el buan-buan para pesa; el dalag puede vivir mucho. Ponedlos en la red para que continúen en el agua. ¡Las langostas a la sartén! El bának es para asado, envuelto en hojas de plátano y relleno de tomates[119]. Dejad los demás para que sirvan de reclamo: no es bueno vaciar el baldad completamente —añadió.

Entonces trataron de abordar a la orilla, en aquel bosque de árboles seculares, perteneciente a Ibarra. Allí, a la sombra y junto al cristalino arroyo, almorzarían entre las flores o debajo de improvisadas tiendas.

La música resonaba en el espacio; el humo de los kalarles se levantaba alegre en forma de tenues torbellinos; el agua cantaba dentro de la ardiente vasija, acaso palabras de consuelo para los peces muertos, acaso de sarcasmo y burla; el cadáver del caimán daba vueltas, pronto presentaba el blanco y destrozado vientre, pronto la pintada y verdosa espalda, y el hombre, favorito de la naturaleza, no se inquietaba por tantos fratricidios, que dirían los bramanes o los vegetarianos.

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