Noli me tangere

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XXIV. En el bosque

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XXIVEn el bosque

Temprano, muy temprano, había dicho su misa el padre Salví y limpiado en pocos minutos una docena de almas sucias, lo cual no era su costumbre.

Parece que con la lectura de unas cartas que llegaron bien selladas y lacradas perdió el digno cura su apetito, pues dejó que el chocolate se enfriara completamente.

—El padre se pone enfermo —decía el cocinero mientras preparaba otra taza—; hace dos días que no come; de los seis platos que le pongo en la mesa, no toca dos.

—Es que duerme mal —contestaba el criado—; tiene pesadillas desde que cambió de alcoba. Sus ojos se hunden cada vez más, enflaquece de día en día y está muy amarillo.

En efecto, daba lástima ver al padre Salví. Ni ha querido tocar la segunda taza de chocolate ni probar los hojaldres de Cebú: paséase pensativo por la espaciosa sala, arrugando entre sus huesudas manos unas cartas que lee de tiempo en tiempo. Al fin pide su coche, se arregla, y ordena lo conduzcan al bosque donde se encuentra el fatídico árbol, y en cuyas cercanías se celebra la partida campestre.

Llegado al sitio, el padre Salví despachó su vehículo y se internó solo en el bosque.

Un sombrío sendero franquea trabajosamente la espesura y conduce a un arroyo, formado por varias fuentes termales como muchas de las faldas del Makiling. Adornan sus orillas flores silvestres, muchas de las cuales no han recibido aún su nombre latino, pero sin duda son ya conocidas de los dorados insectos, de las mariposas de todos los tamaños y colores, azul y oro, blancas y negras, matizadas, brillantes, pavonadas, llevando rubíes y esmeraldas en sus alas, y de los millares de coleópteros de reflejos metálicos, polvoreados de oro fino. El zumbido de estos insectos, el chirrido de la cigarra que alborota día y noche, el canto del pájaro, o el ruido seco de la podrida rama que cae enganchándose en todas partes son los únicos que turban el silencio de aquel misterioso pasaje.

Algún tiempo estuvo vagando entre las espesas enredaderas, evitando las espinas que le agarraban por el hábito de guingón como para detenerlo, las raíces de los árboles que salían del suelo haciendo tropezar a cada momento al no acostumbrado caminante. Detúvose repentinamente: alegres carcajadas y frescas voces llegaron a sus oídos y las voces y las carcajadas partían del arroyo y se acercaban cada vez más.

—Voy a ver si encuentro un nido —decía una hermosa y dulce voz que el cura conocía—; quisiera verlo sin que él me vea, quisiera seguirlo a todas partes.

El padre Salví ocultose detrás del grueso tronco de un árbol y púsose a escuchar.

—Es decir, que quieres hacer con él lo que contigo hace el cura, que te vigila en todas partes —contestó una alegre voz—. ¡Ten cuidado, que los celos hacen enflaquecer y hunden los ojos!

—¡No, no son celos, es pura curiosidad! —replicaba la voz argentina, mientras la alegre repetía: « ¡Celos, celos!», y reía a carcajadas.

—Si yo tuviera celos, en vez de hacerme invisible a mí, lo haría a él para que nadie lo pudiese ver.

—Pero tú tampoco lo verías y eso no está bien. Lo mejor es que si encontramos el nido, se lo regalemos al cura; así puede vigilarnos a nosotras sin tener necesidad de verlo, ¿no te parece?

—Yo no creo en los nidos de las garzas —contestaba otra voz—. Pero si alguna vez tuviese celos, ya sabría vigilar y hacerme invisible.

—¿Y cómo? ¿Y cómo? ¿Acaso como una sor Escucha?

Alegres carcajadas provocó este recuerdo de colegiala.

—¡Ya sabes cómo se la engaña a la sor Escucha!

El padre Salví vio desde su escondite a María Clara, a Victoria y a Sinang, recorriendo el río. Las tres andaban con la vista en el espejo de las aguas, buscando el misterioso nido de la garza; iban mojadas hasta la rodilla, dejando adivinar tras los anchos pliegues de sus sayas de baño las graciosas curvas de sus piernas. Llevaban la cabellera suelta y los brazos desnudos, y cubría el busto una camisa de anchas rayas y alegres colores. Las tres jóvenes, a la vez que buscaban un imposible, recogían flores y legumbres que crecían en la orilla.

El Acteón religioso contemplaba, pálido e inmóvil, a aquella púdica Diana: sus ojos, que brillaban en las oscuras órbitas, no se cansaban de admirar aquellos blancos y bien modelados brazos, aquel cuello elegante en el comienzo del pecho; los diminutos y rosados pies, que jugaban con el agua, despertaban en su empobrecido ser extrañas sensaciones y hacían soñar en nuevas ideas a su ardiente cerebro.

Tras un recodo del riachuelo, entre espesos cañaverales, desaparecieron aquellas dulces figuras y dejaron de oírse sus crueles alusiones. Ebrio, vacilante, cubierto de sudor, salió el padre Salví de su escondite y miró en torno suyo con ojos extraviados. Detúvose inmóvil, dudoso; dio algunos pasos, como si tratase de seguir a las jóvenes, pero volvió, y andando por la orilla, trató de buscar al resto de la comitiva.

A alguna distancia de allí vio en medio del arroyo una especie de baño, bien cercado, cuyo techo lo formaba un frondoso cañaveral; de él salían alegres y femeniles acentos. Adornábanle hojas de palma, flores y banderolas. Más allá vio un puente de caña y a lo lejos a los hombres bañándose, mientras una multitud de criados y criadas bullían alrededor de improvisados kalanes, atareados en desplumar gallinas, lavar arroz, asar lechón, etcétera. Y allí, en la orilla opuesta, en un claro que habían hecho, se reunían muchos hombres y mujeres bajo un techo de lona colgado en parte de las ramas de los árboles seculares, en parte de estacas nuevamente levantadas. Allí estaban el alférez, el coadjutor, el gobernadorcillo, el teniente mayor, el maestro de escuela y muchos capitanes y tenientes pasados, hasta Capitán Basilio, el padre de Sinang, antiguo adversario del difunto don Rafael en un viejo litigio. Ibarra le había dicho: «Discutíamos un derecho, y discutir no quiere decir ser enemigos». Y el célebre orador de los conservadores aceptó con entusiasmo la invitación enviando tres pavos y poniendo sus criados a disposición del joven.

El cura fue recibido con respeto y deferencia por todos, hasta por el alférez.

—¿Pero de dónde viene vuestra reverencia? —preguntóle éste al ver su cara llena de rasguños y su hábito cubierto de hojas y pedazos de ramas secas—. ¿Se ha caído vuestra reverencia?

—¡No, me he extraviado! —contestó el padre Salví bajando los ojos para examinar su traje.

Se abrían frascos de limonada, se partían cocos verdes para los que salían del baño bebiesen su agua fresca y comiesen su tierna carne, más blanca que la leche; las jóvenes recibían, además, un rosario de sampagas entremezcladas de rosas e ilang-ilang, que perfumaban la suelta cabellera. Sentábanse o recostábanse en las hamacas suspendidas de las ramas, o se entretenían jugando alrededor de una ancha piedra, sobre la cual se veían naipes, tableros, libritos, sigüeyes y piedrezuelas.

Enseñáronle al cura el caimán, pero al parecer estaba distraído y sólo prestó atención cuando le dijeron que aquella ancha herida la había hecho Ibarra. Por lo demás, no era posible ver al célebre y desconocido piloto; había desaparecido ya antes de la llegada del alférez.

Al fin salió María Clara del baño, acompañada de sus amigas, frescas como unas rosas en su primera mañana, cuando brilla el rocío como chispas de diamante en los divinos pétalos. Su primera sonrisa fue para Crisóstomo y la primera nube de su frente fue para el padre Salví. Éste lo notó y no suspiró.

Llegó la hora de comer. El cura, el coadjutor, el alférez, el gobernadorcillo y algunos capitanes más, con el teniente mayor, sentáronse en una mesa que presidía Ibarra . Las madres no permitieron que ningún hombre comiese en la mesa de las jóvenes.

—Esta vez, Albino, no inventas agujeros como en las bancas —dijo León al ex seminarista.

—¿Qué? ¿Qué es eso? —preguntaron las viejas.

—Las bancas, señoras, estaban tan enteras como este plato —aclaró León.

—¡Jesús! ¡Saramullo![120] —exclamó tía Isabel sonriendo.

—¿Sabía usted ya, señor alférez, del criminal que maltrató al padre Dámaso? —preguntaba fray Salví en la comida de aquél.

—¿De qué criminal, padre cura? —preguntó el alférez mirando al fraile al través del vaso de vino que vaciaba.

—¿De quién ha de ser? ¡Del que anteayer tarde golpeó al padre Dámaso en el camino!

—¿Golpeó al padre Dámaso? —preguntaron varias voces.

El coadjutor pareció sonreír.

—¡Sí, y el padre Dámaso está ahora en cama! Se cree sea el mismo Elías, que lo arrojó a usted en el charco, señor alférez.

El alférez se puso colorado de vergüenza o de vino.

—Pues yo creía —continuó el padre Salví con cierta burla— que estaba usted enterado del asunto. Yo decía, alférez de la guardia civil…

Mordiose el militar los labios y balbuceó una tonta excusa.

En esto, apareció una mujer pálida, flaca, vestida miserablemente; nadie la había visto venir, pues iba silenciosa y hacía tan poco ruido que de noche se le habría tomado por un fantasma.

—¡Dad de comer a esa pobre mujer! —decían las viejas—. ¡Oy![121] ¡Venid aquí!

Pero ella continuó su camino y se acercó a la mesa donde estaba el cura; éste volvió la cara, la reconoció y se le cayó el cuchillo de la mano, medio retrocediendo.

—¡Dad de comer a esta mujer! —ordenó Ibarra.

—¡La noche es oscura y desaparecen los niños! —murmuraba la mujer.

Pero a la vista del alférez, que le dirigió la palabra, la mujer se espantó, echó a correr y desapareció por entre los árboles.

—¿Quién es ésa? —preguntó.

—¡Una infeliz que a fuerza de sustos y dolores han vuelto loca! —contestó don Filipo—. Hace cuatro días que está así.

—¿Es acaso una tal Sisa? —preguntó con interés Ibarra.

—La han preso sus soldados de usted —continuó con Cierta amargura el teniente mayor—, la han conducido por todo el pueblo por no sé qué cosas de sus hijos que… no se han podido aclarar.

—¿Cómo? —preguntó el alférez volviéndose al cura—. ¿Es acaso la madre de sus dos sacristanes?

El cura afirmó con la cabeza.

—¡Que han desaparecido sin averiguarse nada de ellos! —añadió severamente don Filipo mirando al gobernadorcillo, que bajó los ojos.

—¡Buscad a esa mujer! —mandó Crisóstomo a los criados—. He prometido trabajar para averiguar el paradero de sus hijos…

—¿Han desaparecido, dicen ustedes? —preguntó el alférez—. ¿Sus sacristanes han desaparecido, padre cura?

Éste apuró el vaso de vino que tenía delante e hizo señas con la cabeza de que sí.

—¡Caramba, padre cura! —exclamó el alférez con risa burlona y alegre, con el pensamiento de una revancha—. ¡Desaparecen algunos pesos de vuestra reverencia y se me despierta a mi sargento muy temprano para que los haga buscar; desaparecen dos sacristanes y vuestra reverencia no dice nada, y usted, señor capitán… verdad es también que usted…

Y no concluyó su frase sino que se echó a reír, hundiendo su cuchara en la roja carne de una papaya silvestre.

El cura, confuso y perdiendo la cabeza, contestó:

—Es que yo tengo que responder del dinero…

—¡Buena respuesta, reverendo pastor de almas! —interrumpió el alférez con la boca llenar—. ¡Buena respuesta, santo varón!

Ibarra quiso intervenir, pero el padre Salví, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, repuso con sonrisa forzada.

—¿Y sabe usted, señor alférez, qué se dice de la desaparición de esos chicos? ¿No? ¡Pues pregúntele usted a sus soldados!

—¿Cómo? —exclamó aquél, perdiendo la alegría.

—¡Dícese que en la noche de la desaparición han sonado varios tiros!

—¿Varios tiros? —repitió el alférez mirando a los presentes.

Éstos hicieron un movimiento de cabeza afirmativo.

El padre Salví repuso entonces lentamente y con cruel burla:

—Vamos, veo que usted ni coge a los criminales ni sabe lo que hacen los de su casa, y quiere meterse a predicador y enseñar a los otros su deber. Usted debe saber el refrán de «Más sabe el loco en su casa…».

—¡Señores! —interrumpió Crisóstomo, viendo que el alférez se ponía pálido—. A propósito de esto quisiera saber qué dicen ustedes de un proyecto mío. Pienso confiar esa loca a los cuidados de un buen médico y, en el entretanto, con el auxilio y los consejos de ustedes, buscar a sus hijos.

La vuelta de los criados, que no habían podido encontrar a la loca, acabó de pacificar a los dos enemigos, llevando la conversación a otro asunto.

Terminada la comida y mientras se servía el té y el café, distribuyéronse jóvenes y viejos en varios grupos. Unos cogieron los tableros, otros los naipes, pero las jovencitas, curiosas de saber el porvenir, prefirieron hacer preguntas a la Rueda de la Fortuna.

—¡Venga usted, señor Ibarra! —gritaba Capitán Basilio, que estaba un poco alegre—. Tenemos un pleito de hace quince años y no hay juez en la Audiencia que lo falle; ¿vamos a ver si lo terminamos en el tablero?

—¡Al instante y con mucho gusto! —contestó el joven—. ¡Un momento, que el alférez se despide!

Al saberse esta partida, todos los viejos que comprendían el ajedrez se reunieron en tomo al tablero: la partida era interesante y atraía hasta a los profanos. Las viejas, sin embargo, rodearon al cura para conversar con él sobre asuntos espirituales, pero fray Salví no juzgaría apropiado el sitio ni la ocasión, pues daba vagas contestaciones y sus miradas, tristes y algo irritadas, se fijaban en todas partes menos en sus interlocutoras.

Comenzaron la partida con mucha solemnidad.

—¡Si el juego sale tablas, sobreseemos, se entiende! —decía Ibarra.

A la mitad del juego, Ibarra recibió un parte telegráfico que le hizo brillar los ojos y ponerse pálido. Intacto lo guardó en su cartera, no sin dirigir una mirada al grupo de la juventud que continuaba entre risas y gritos preguntando al destino.

—¡Jaque al rey! —dijo el joven.

Capitán Basilio no tuvo más remedio que esconderlo detrás de la reina.

—¡Jaque a la reina! —volvió a decir, amenazándola con su torre, que resultaba defendida por un peón.

No pudiendo cubrir a la reina ni retirarla a causa del rey, que está detrás, Capitán Basilio pidió tiempo para reflexionar.

—¡Con mucho gusto! —contestó Ibarra—; tenía precisamente algo que decir ahora mismo a algunos en aquella reunión.

Y se levantó concediendo a su contrario un cuarto de hora.

Iday tenía el disco de cartón en que estaban escritas las cuarenta y ocho preguntas; Albino, el libro de respuestas.

—¡Mentira! ¡No es verdad! ¡Mentira!—gritaba medio llorosa Sinang.

—¿Qué te pasa? — preguntóle María Clara.

—Figúrate, pregunto yo: «¿Cuándo tendré juicio?», echo los dados, y ése, ese cura trasnochado, lee en el libro: «Cuando la rana críe pelos». ¿Te parece?

Y Sinang le hizo una mueca al ex seminarista que continuó riendo.

—¿Quién te manda hacer esa pregunta? —le dijo su prima Victoria—. ¡El hacerla basta para merecer tales contestaciones!

—¡Preguntad! —le dijeron a Ibarra presentándole la rueda—. Hemos decidido que quien obtuviese la mejor contestación recibiría un regalo de los demás. Todos hemos preguntado ya.

—¿Y quién ha obtenido la mejor?

—¡María Clara, María Clara! —contestó Sinang—. Le hicimos preguntar quieras o no quieras: «¿Es su cariño fiel y constante?», y el otro contestó…

Pero María Clara, toda encarnada, le tapó la boca con sus manos y no la dejó continuar.

—¡Entonces dadme la rueda! —dijo Crisóstomo sonriendo—. Pregunto: «¿Saldré bien en mi actual empresa?».

—¡Vaya una fea pregunta! —exclamó Sinang.

Ibarra echó los dados y con arreglo a su número buscaron la página y el renglón.

—«Los sueños, sueños son»[122] —leyó Albino.

Ibarra sacó el parte telegráfico y lo abrió temblando.

—¡Esta vez vuestro libro ha mentido! —exclamó lleno de alegría—. ¡Leed!

—«Proyecto escuela aprobado, otro sentenciado a su favor». ¿Qué significa esto? —le preguntaron.

—¿No decíais que hay que regalar algo a la que mejor contestación obtenga? —preguntó con voz temblorosa de emoción mientras partía cuidadosamente el papel en dos pedazos.

—¡Sí, sí!

—Pues bien, éste es mi regalo —dijo entregando a María Clara la mitad—. En el pueblo he de levantar una escuela para niños y niñas, ¡esta escuela será mi regalo!

—¿Y ese otro pedazo, qué quiere decir?

—¡Esto se lo regalaré a quien haya obtenido la peor respuesta!

—¡Pues yo, entonces a mí! —gritó Sinang.

Ibarra le dio el papel y se alejó rápidamente.

—¿Y esto qué quiere decir?

Pero el feliz joven ya estaba lejos y volvía a proseguir la partida de ajedrez.

Fray Salví se acercó como distraído al alegre círculo de los jóvenes. María Clara secaba una lágrima de alegría.

Cesó entonces la risa y enmudeció la conversación. El cura miraba a los jóvenes sin acertar a decir una sola palabra; éstos esperaban que él hablase y guardaban silencio.

—¿Qué es esto? —pudo al fin preguntar cogiendo el librito y medio hojeándolo.

—La Rueda de la Fortuna, un libro de juego —contestó León.

—¿No sabéis que es un pecado creer en estas cosas? —dijo y rasgó con ira las hojas.

Gritos de sorpresa y disgusto se escaparon de todos los labios.

—¡Mayor pecado es disponer de lo que no es suyo contra la voluntad del dueño! —le replicó Albino levantándose—. Padre cura, eso se llama robar y Dios y los hombres lo prohíben.

María Clara juntó las manos y miró con ojos llorosos los restos de aquel libro que hace poco la había hecho tan feliz.

Fray Salví, contra lo que esperaban los presentes, no le replicó a Albino; quedóse viendo cómo revoloteaban las desgarradas hojas, yendo a parar algunas en el bosque, otras en el agua; después se alejó como tambaleándose con las dos manos en la cabeza. Detúvose algunos segundos para hablar con Ibarra, que lo acompañó hasta uno de los coches que había para conducir a los invitados.

—¡Hace bien en marcharse ese espanta-alegrías! —murmuraba Sinang—. Tiene una cara que parece decir: «¡No te rías, que conozco tus pecados!».

Después del regalo que había hecho a su prometida, Ibarra estuvo tan contento que empezó a jugar sin reflexionar ni entretenerse examinando con cuidado el estado de las piezas.

De esto resultó que aunque Capitán Basilio se defendía ya sólo a duras penas, la partida llegó a igualarse gracias a muchas faltas que el joven cometió después.

—¡Sobreseemos, sobreseemos! —decía Capitán Basilio alegremente.

—¡Sobreseemos! —repitió el joven—, sea cualquiera el fallo que los jueces hayan podido dar…

Ambos se dieron la mano y se estrecharon con efusión.

Mientras los presentes celebraban este acontecimiento que daba fin a un pleito que tenía a ambas partes ya fastidiadas, la repentina llegada de cuatro guardias civiles y un sargento, armados todos y con la bayoneta calada, turbó la alegría e introdujo el espanto en el círculo de las mujeres.

—¡Quieto todo el mundo! —gritó el sargento—. ¡Un tiro al que se mueva!

A pesar de esta brutal fanfarronada, Ibarra se levantó y se le acercó.

—¿Qué quiere usted? —preguntó.

—Que nos entregue ahora mismo a un criminal llamado Elías, que les servía de piloto esta mañana —contestó con tono de amenaza.

—¿Un criminal? ¿El piloto? ¡Usted debe de estar equivocado! —repuso Ibarra.

—No, señor, ese Elías viene nuevamente acusado de haber puesto la mano en un sacerdote…

—¡Ah! ¿Y ése es el piloto?

—El mismo según se nos dice. Usted admite en sus fiestas a gente de mala fama, señor Ibarra.

Éste lo miró de pies a cabeza y le contestó con soberano desprecio:

—¡No tengo que darle a usted cuenta de mis acciones! En nuestras fiestas todo el mundo es bien recibido, y usted mismo que hubiera venido, habría encontrado un sitio en la mesa, como su alférez, que hace dos horas estaba entre nosotros.

Y dicho esto les volvió las espaldas.

El sargento se mordió los bigotes y, considerando que eran la parte más débil, ordenó que buscasen en todas partes y entre los árboles al piloto cuyas señas traían en un pedazo de papel. Don Filipo le decía:

—Note usted que esas señas convienen a las nueve décimas partes de los naturales, ¡no vaya usted a dar un paso en falso!

Al fin volvieron los soldados diciendo que no habían podido ver ni banca ni hombre alguno que infundiese sospechas. El sargento balbuceó algunas palabras y se marchó como vino: a lo guardia civil.

La alegría volvió poco a poco a renacer, llovieron las preguntas y abundaron los comentarios.

—¡Conque ése es el Elías que arrojó al alférez a un charco! —decía León pensativo.

—¿Y cómo fue eso? ¿Cómo fue? —preguntaban algunos curiosos.

—Dicen que en septiembre, un día muy llovioso, se encontró el alférez con un hombre que venía cargando leña. La calle estaba muy encharcada y solamente en la orilla había un estrecho paso, transitable para una sola persona. Dicen que el alférez en vez de detener su caballo, picó espuelas gritando al hombre que retrocediera; éste parecía que tenía pocas ganas de desandar lo andado por la carga que llevaba sobre el hombro, o no quería hundirse en el charco, y siguió adelante.

El alférez, irritado, lo quiso atropellar, pero el hombre cogió un trozo de leña y dio al animal en la cabeza con tal fuerza que el caballo cayó depositando al jinete en el lodazal. Dicen también que el hombre siguió tranquilo su camino, sin hacer caso de las cinco balas que desde el charco le envió una tras otra el alférez, ciego de furia y de lodo. Como el hombre era enteramente desconocido para el alférez, se supuso que sería el célebre Elías, llegado a la provincia hacía algunos meses, venido sin saberse de dónde, y que se ha dado a conocer a los guardias civiles de algunos pueblos por hechos parecidos.

—¿Es pues un tulisán? —preguntó Victoria estremeciéndose.

—No lo creo, porque dicen que se ha batido una vez contra los tulisanes un día que éstos saqueaban una casa.

—¡No tiene cara de malhechor! —añadió Sinang.

—No, sólo que su mirada es muy triste; no lo he visto sonreír en toda la mañana —repuso pensativa María Clara.

Así pasó la tarde y vino la hora de volver al pueblo.

A los últimos rayos del sol moribundo, salieron del bosque pasando en silencio cerca de la misteriosa tumba del antepasado de Ibarra. Después, las alegres conversaciones volvieron a reanudarse vivas, llenas de calor bajo las ramas aquellas, poco acostumbradas a escuchar tantos acentos. Los árboles parecían tristes, las enredaderas se balanceaban como diciendo: «¡Adiós juventud! ¡Adiós sueño de un día!».

Y ahora, a la luz de las rojizas y gigantescas antorchas de caña, y al son de las guitarras, dejémosles en su camino hacia el pueblo. Los grupos disminuyen, las luces se apagan, el canto cesa, la guitarra enmudece a medida que se van acercando a las moradas de los hombres. ¡Poneos la máscara, que estáis otra vez entre vuestros hermanos!

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