Noli me tangere

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XXVII. La víspera de la fiesta

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XXVIILa víspera de la fiesta

Estamos a diez de noviembre, la víspera de la fiesta.

Saliendo de la monotonía habitual, el pueblo se entrega a una actividad incomparable en la casa, en la calle, en la iglesia, en la gallera y en el campo: las ventanas se cubren de banderas y damascos de varios colores, el espacio se llena de detonaciones y música, el aire se impregna y satura de regocijos.

Diferentes confituras de frutas del país en dulceras de cristal de alegres colores va ordenando la dalaga en una mesita, que cubre blanco mantel bordado. En el patio pían pollos, cacarean gallinas, gruñen cerdos, espantados ante las alegrías de los hombres. Los criados suben y bajan llevando doradas vajillas, cubiertos de plata: aquí se riñe porque se rompe un plato, allá se ríen de la simple campesina; en todas partes se manda, se cuchichea, se grita, se hacen comentarios, conjeturas, se animan unos a otros, y todo es confusión, ruido y bullicio, y todo este afán y toda esta fatiga es por el huésped conocido o desconocido; es para agasajar a cualquier persona que quizás no se haya visto jamás, ni se dejará ya más ver después para que el forastero, el extranjero, el amigo, el enemigo, el filipino, el español, el pobre, el rico, salgan contentos y satisfechos; no se les pide siquiera gratitud, ni se espera de ellos que no dañen a la hospitalaria familia durante o después de la digestión. Los ricos, los que han estado alguna vez en Manila y han visto algo más que los otros, han comprado cerveza, champaña, licores, vinos y comestibles de Europa, de los que apenas probarán un bocado o beberán un trago. La mesa está aparejada gallardamente.

En medio está una gran piña artificial, muy bien imitada, en que clavan palillos para dientes, primorosamente cortados por los presidiarios en sus horas de descanso. Ya figuran una abanico, ya un ramillete de flores, un ave, una rosa, una palma o unas cadenas, todo tallado de una sola pieza de madera: el artista es un forzado; el instrumento, un mal cuchillo; la inspiración, la voz del bastonero. A los lados de esta piña, que llaman palillera, levántanse sobre fruteros de cristal pirámides de naranjas, lanzones, ates, chicos y aún mangas[125], a pesar de ser noviembre. Después, en anchos platones, sobre papeles calados y pintados con brillantes colores, se presentan jamones de Europa, de China, un pastel grande en forma de Agnus Dei o de paloma, el Espíritu Santo tal vez, pavos rellenos, etcétera, y entre éstos los aperitivos frascos de acharas[126] con caprichosos dibujos, hechos de la flor de bonga y otras legumbres y frutas, cortadas artísticamente y pegadas con almíbar a las paredes de los garrafones.

Límpianse los globos de vidrio, que han venido heredándose de padres a hijos; se hacen brillar los aros de cobre, se desnudan las lámparas de petróleo de sus fundas rojas, que las libran de moscas y mosquitos durante el año y las hacen inútiles; las almendras y colgantes de cristal de formas prismáticas bambolean, chocan armoniosamente, cantan, parecen que toman parte en la fiesta, se alegran y descomponen la luz, reflejando sobre la blanca pared los colores del arcoíris. Los niños juegan, se divierten, persiguen los colores, tropiezan, rompen tubos, pero esto no impide que continúe la alegría de la fiesta; en otra época del año lo contarían de diferente manera las lágrimas de sus redondos ojos.

Al igual que estas veneradas lámparas, salen de su escondite las labores de la joven: velos hechos al crochet, alfombritas, flores artificiales; aparecen antiguas bandejas de cristal cuyo fondo figura un lago en miniatura con pececitos, caimanes, moluscos, algas, corales y rocas de vidrio de brillantes colores. Estas bandejas se cubren de puros, cigarrillos y diminutos buyos, torcidos por los delicados dedos de las solteras. El suelo de la casa brilla como un espejo; cortinas de piña o jusi[127] adornan las puertas; de las ventanas cuelgan faroles de cristal o de papel rosa, azul, verde o rojo; la calle se llena de flores y tiestos colocados sobre pedestales de loza de China; hasta los santos se engalanan: las imágenes y las reliquias se ponen de fiesta, se les sacude el polvo, se limpian los cristales y cuelgan de sus marcos ramilletes de flores.

En las calles, de trecho en trecho, se levantan caprichosos arcos de caña labrada de mil maneras, llamados sinkában, rodeados de kaluskús[128], cuya sola vista alegra ya el corazón de los muchachos. Alrededor del patio de la iglesia está el grande y costoso entoldado sostenido por troncos de caña, para que pase la procesión. Debajo de éste juegan los chicos, corren, trepan, saltan y rompen las nuevas camisas que debían lucir el día de la fiesta.

Allá en la plaza se ha levantado el tablado, escenario de caña, nipa y madera; allí dirá maravillas la comedia de Tondo y competirá con los santos en milagros inverosímiles; allí cantarán y bailarán Marianito, Chananay, Balbino, Ratia, Carvajal, Yenyeng, Liceria y otros. El filipino gusta del teatro y asiste con pasión a las representaciones dramáticas; oye silencioso el canto, admira el baile y la mímica, no silba, pero tampoco aplaude. ¿No le gusta la representación? Pues masca su buyo o se marcha sin turbar a los otros que acaso encuentran gusto en ello. Sólo algunas veces aúlla el bajo pueblo cuando los actores besan o abrazan a las actrices, pero no pasa de ahí. En otro tiempo representaban únicamente dramas; el poeta del pueblo componía una pieza en que necesariamente había de haber combates a cada dos minutos, un jocoso y metamorfosis inverosímiles. Pero desde que los artistas de Tondo se pusieron a pelear cada quince segundos, tuvieron dos jocosos y dieron en cosas más inverosímiles aún, mataron a sus colegas provincianos. El gobernadorcillo era aficionado a ello y escogió de acuerdo con el cura la comedia El príncipe Villardo o los clavos arrancados de la infame cueva, pieza con magia y fuegos artificiales.

De tiempo en tiempo repican alegremente las campanas, las mismas aquellas que diez días antes tan tristemente doblaron. Ruedas de fuegos y morteretes atruenan el aire: el pirotécnico filipino, que aprendió su arte sin maestro ninguno conocido, va a desplegar sus habilidades, prepara toros, castillos de fuego con luces de Bengala, globos de papel inflados con aire caliente, ruedas de brillantes, bombas, cohetes, etcétera.

¿Resuenan lejanos acordes? Pues ya corren los muchachos precipitadamente hacia las afueras de la población jara recibir a las bandas de música. Son cinco las alquiladas, además de tres orquestas. La música de Pagsanghan, propiedad del escribano, no debe faltar, ni la del pueblo de S.P. de T.[129], célebre entonces porque la dirigía el maestro Austria, el vagabundo cabo Mariano, que lleva, según dicen, la fama y la armonía en el extremo de su batuta. Los músicos elogian su marcha fúnebre El sauce, y deploran que no haya tenido educación musical, pues con su genio habría dado gloria a su país.

La música entra en el pueblo tocando alegres marchas, seguidas de chicos harapientos o medio desnudos; quién viste la camisa de su hermano, quién los pantalones de su padre. Tan pronto como la música ha cesado, ya la saben de memoria, la tararean, la silban con rara afinación, ya dan su juicio.

Entretanto van llegando en carromatos, calesas o coches, los parientes, los amigos, los desconocidos, los tahúres con sus mejores gallos, con sacos de oro, dispuestos a arriesgar sus fortunas sobre el tapete verde o dentro de la rueda[130] de la gallera.

—El alférez tiene cincuenta pesos cada noche —murmura un hombre pequeñito y rechoncho al oído de los recién llegados—. Capitán Tiago va a venir y pondrá banca; Capitán Joaquín trae dieciocho mil. Habrá liam-pó; el chino Carlos lo pone con un capital de diez mil. De Tananan, Lipa y Batangas, y también de Santa Cruz, vienen grandes puntos. ¡Va a ser en grande! ¡Va a ser en grande! Pero tomen ustedes chocolate. Este año no nos pelará Capitán Tiago como el pasado: no ha costeado más que tres misas de gracia y yo tengo un mutyâ[131] de cacao. ¿Y cómo está la familia?

—¡Bien, bien, gracias! —contestaban los forasteros—. ¿Y el padre Dámaso?

—El padre Dámaso predicará por la mañana y tallará con nosotros por la noche.

—¡Mejor, mejor! ¡No hay entonces peligro alguno! —¡Seguros, estamos seguros! ¡El chino Carlos suelta además!

Y el hombre rechoncho hace con sus dedos ademán como quien cuenta monedas.

Fuera del pueblo, los montañeses, los kasamá[132] se ponen sus mejores trajes para llevar a casa de los socios capitalistas bien cebadas gallinas, jabalíes, venados, aves; éstos cargan en los pesados carros leña; aquéllos, frutas, plantas aéreas, las más raras que crecen en el bosque; otros llevan bigá, de anchas hojas, tikas-tikas[133] con flores de color de fuego para adornar las puertas de las casas.

Pero donde reina la mayor animación, que ya raya en tumulto, es allá, sobre una especie de ancha meseta a algunos pasos de la casa de Ibarra. Rechinan poleas, óyense gritos, el ruido metálico de la piedra que se pica, el martillo que clava un clavo, el hacha que labra la viga. Cava la tierra una muchedumbre y abre un ancho y profundo foso; otros ponen en fila piedras sacadas de las canteras del pueblo, descargan carros, amontonan arena, disponen tornos y cabrestantes…

—¡Aquí! ¡Allá eso! ¡Vivo! —gritaba un viejecillo de fisonomía animada e inteligente, que tenía por bastón un metro con cantos de cobre, al cual va arrollada la cuerda de una plomada. Era el maestro de obras, ñor[134] Juan, arquitecto, albañil, carpintero, blanqueador, cerrajero, pintor, picapedrero y, en ocasiones, escultor—. ¡Es menester terminarlo ahora mismo! ¡Mañana no se puede trabajar y pasado mañana es la ceremonia! ¡Vivo!

—¡Haced el hoyo de manera que se adapte justamente con este cilindro! —decía a unos picapedreros que pulimentaban una grande piedra cuadrangular—. ¡Dentro de esto se conservarán nuestros nombres!

Y repetía a cada nuevo forastero que se acercaba lo que ya mil veces había dicho:

—¿Sabéis lo que vamos a construir? Pues es una escuela, modelo en su género, como las de Alemania, ¡mejor aún! El plano lo ha trazado el arquitecto señor Rojas, y yo, ¡yo dibujo la obra! Sí, señor; ved, esto va a ser un palacio con dos alas, una para los niños y otra para las niñas. Aquí en medio un gran jardín con tres surtidores; allí, en los costados, arboledas, pequeñas huertas para que los chicos siembren y cultiven plantas en las horas de recreo, aprovechen el tiempo y no lo malgasten. ¡Ved cómo los cimientos son profundos! ¡Tres metros setenta y cinco centímetros! El edificio va a tener bodegas, subterráneos, calabozos para los desaplicados y cerca, muy cerca de los juegos y del gimnasio, para que los castigados oigan cómo los diligentes se divierte. ¿Veis ese gran espacio? Ésa será la explanada para correr y saltar al aire libre. Las niñas tendrán jardín con bancos, columpios, alamedas para el juego de la comba, surtidores, pajareras, etcétera. ¡Esto va a ser magnífico!

Y ñor Juan se frotaba las manos, pensando en la fama que iba a adquirir. Vendrían los extranjeros para verlo y preguntarían:

—¿Quién es el gran arquitecto que ha construido esto?

—¿No lo sabéis? Parece mentira que no conozcáis a ñor Juan. ¡Sin duda venís de muy lejos! —contestarían todos.

—¡Encuentro demasiada madera para una cabria! — decía a un hombre amarillo que dirigía algunos trabajadores—. ¡Yo tendría bastante con tres largos trozos que formen un trípode y otros tres que los sujeten entre sí!

—¡Abá! —contestó el hombre amarillo sonriendo de un modo particular—; cuanto más aparato demos a la obra, tanto mayor efecto conseguiremos. El conjunto tendrá más aspecto, más importancia, y dirán: ¡cuánto se ha trabajado! ¡Veréis, veréis qué cabria levanto yo! Y luego la adornaré con banderolas, guirnaldas de hojas y flores -diréis después que habéis tenido razón en admitirme entre vuestros trabajadores, ¡y el señor Ibarra no podrá desear más!

Y el hombre reía y sonreía. Ñor Juan sonreía también y movía la cabeza.

A alguna distancia de allí se veían dos quioscos unidos entre sí por una especie de emparrado cubierto de hojas de plátanos.

El maestro de escuela, con unos treinta muchachos, tejía coronas, sujetaba banderas a los delgados pilares de caña cubiertos de lienzo blanco abollonado.

—¡Procurad que las letras estén bien escritas! —decía a los que dibujaban inscripciones—; el alcalde va a venir, muchos curas asistirán, ¡acaso el Capitán General, que está en la provincia! Si ellos ven que dibujáis bien, tal vez os alaben.

—¿Y nos regalen una pizarra…?

—¡Quién sabe!, pero el señor Ibarra ya ha pedido una a Manila. Mañana llegarán algunas cosas que se repartirán entre vosotros como premios… Pero dejad esas flores en el agua; mañana haremos los ramilletes, traeréis más flores, porque es menester que la mesa esté cubierta de ellas: las flores alegran la vista.

—Mi padre traerá mañana flores de bainô[135] y un carro de sampagas.

—El mío ha traído tres carretones de arena y no ha recibido pago.

—Mi tío ha prometido pagar un maestro —añadía el sobrino de Capitán Basilio.

En efecto, el proyecto había encontrado eco casi en todos. El cura había pedido apadrinar y bendecir él mismo la colocación de la primera piedra, ceremonia que tendría lugar el último día de la fiesta, siendo una de sus mayores solemnidades. El mismo coadjutor se había acercado tímidamente a Ibarra ofreciéndole cuantas misas le pagasen los devotos hasta la conclusión del edificio. Aún más, la hermana Rufa, la rica y económica mujer, dijo que si llegaba a faltar dinero, ella recorrería algunos pueblos para pedir limosna con la única condición de que le pagasen el viaje y los alimentos, etcétera, Ibarra le dio las gracias y respondió:

—No sacaríamos gran cosa, pues ni yo soy rico ni este edificio es una iglesia. Además, no he prometido levantarlo a costa de los otros.

Los jóvenes, los estudiantes que venían de Manila para celebrar la fiesta, lo admiraban y tomaban por prototipo; pero, como sucede casi siempre cuando queremos imitar a los hombres notables y sólo imitamos sus pequeñeces, cuando no sus defectos, porque de otra cosas no somos capaces, muchos de estos admiradores se fijaban en la manera como el joven hacía el lazo de su corbata, otros en la forma del cuello de la camisa y no pocos en el número de los botones de su americana y chaleco.

Los funestos presentimientos del viejo Tasio parecían haberse disipado para siempre. Así se lo manifestó Ibarra un día, pero el viejo pesimista contestó:

—Recuerde usted lo que dice Baltasar:

Kung ang isabúlong sa iyong pagdating

Ay masayang mukha’t may pakitang giliu,

Lalong pag ingata’t koanat na lihim…[136]

Baltasar era tan buen poeta como pensador.

Éstas y otras cosas más pasaban en la víspera, antes de ponerse el sol.

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