Noli me tangere

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XXX . La mañana

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XXX La mañana

Las bandas de música tocaron diana a los primeros albores de la aurora, despertando con aires alegres a los fatigados vecinos del pueblo. La vida y la animación renacieron, las campanas volvieron a repicar y las detonaciones comenzaron.

Era el último día de la fiesta, era verdaderamente la fiesta misma. Se esperaba ver mucho, más que el día anterior. Los hermanos de la V.O.T. eran más numerosos que los del Santísimo Rosario, y sus cofrades sonreían piadosamente, seguros de humillar a sus rivales. Habían comprado mayor número de velas; los chinos cereros hicieron su agosto, y en agradecimiento pensaban bautizarse, por más que algunos aseguraban que no era por fe en el catolicismo sino por el deseo de tomar mujer. Pero a esto respondían las piadosas mujeres:

—Aunque así fuera, el casarse tantos chinos a la vez no dejaría de ser un milagro, y ya les convertirían sus esposas.

La gente se puso los mejores trajes; salieron de sus cajitas todas las alhajas. Los tahúres y los jugadores mismos lucieron camisas bordadas con botones de gruesos brillantes, pesadas cadenas de oro y blancos sombreros de jipijapa. Sólo el viejo filósofo seguía como siempre: la camisa de sinamay[142] con rayas oscuras abotonadas hasta el cuello, zapatos holgados y ancho sombrero de fieltro color de ceniza.

—¡Está usted hoy más triste que nunca! —le dijo el teniente mayor—. ¿No quiere usted que nos alegremos de cuando en cuando, puesto que tenemos mucho que llorar?

—¡Alegrarse no quiere decir cometer locuras! — contestó el viejo—. ¡Esta es la insensata orgía de todos los años! ¿Y todo por qué? ¡Malgastar el dinero cuando hay tantas miserias y necesidades! ¡Ya! ¡Comprendo, es la orgía, es la bacanal para apagar las lamentaciones de todos!

—Ya sabe usted que participo de su opinión —repuso don Filipo, medio serio, medio sonriendo—. La he defendido, pero ¿qué podía hacer contra el gobernadorcillo y el cura?

—¡Dimitir! —contestó el filósofo y se alejó.

Don Filipo se quedó perplejo, siguiendo con la vista al anciano.

—¡Dimitir! —murmuraba dirigiéndose a la iglesia—. ¡Dimitir! ¡Sí! ¡Si este cargo fuese una dignidad y no una carga, sí dimitiría!

El patio de la iglesia estaba lleno de gente: hombres y mujeres, niños y viejos, vestidos con sus mejores trajes, confundidos unos con otros, entraban y salían por las estrechas puertas. Olía a pólvora, a flores, a incienso, a perfume; bombas, cohetes y buscapiés hacían correr y gritar a las mujeres, reír a los niños. Una banda de música tocaba delante del convento, otras, conduciendo a la municipalidad, recorrían las calles, donde flotaban y ondeaban multitud de banderas. Luz y colores abigarrados distraían la vista; armonías y estruendos, el oído. Las campanas no cesaban de repicar; cruzábanse coches y calesas cuyos caballos a veces se espantaban, se encabritaban, se ponían de manos, lo cual, a pesar de no figurar en el programa de la fiesta, constituía un espectáculo gratis y de los más interesantes.

El Hermano Mayor de este día había enviado criados para buscar convidados en la calle como el que dio el festín de que se habla en el Evangelio. Se invitaba, casi a la fuerza, a tomar chocolate, café, té, dulces, etcétera. No pocas veces la invitación tomaba las proporciones de una querella.

Iba a celebrarse la misa mayor, la misa que llaman de dalmática, como la de ayer de que hablaba el digno corresponsal, sólo que ahora el celebrante sería el padre Salví y entre las personas que iban a oírla estaría el alcalde de la provincia con otros muchos españoles y gente ilustrada para escuchar al padre Dámaso, que gozaba de gran fama en la provincia. El alférez mismo, escarmentado y todo de las predicaciones del padre Salví, acudía también para dar una prueba de su buena voluntad y desquitarse si era posible de los malos ratos que el cura le había dado. Tal fama tenía el padre Dámaso, que ya el corresponsal había escrito de antemano al director del periódico lo siguiente:

«Como le había anunciado a usted en mis mal pergeñadas líneas de ayer, así ha sucedido. Hemos tenido la especial dicha de oír al muy reverendo padre fray Dámaso Verdolagas, antiguo cura de este pueblo, transferido hoy a otro mayor en premio de sus buenos servicios. El insigne orador sagrado ocupó la cátedra del Espíritu Santo, pronunciando un elocuentísimo y profundísimo sermón que edificó y dejó pasmados a todos los fieles que aguardaban ansiosos ver brotar de sus fecundos labios la saludable fuente de la eterna vida. Sublimidad en los conceptos, atrevimiento en las concepciones, novedad en las frases, elegancia en el estilo, naturalidad en los gestos, gracia en el hablar, gallardía en las ideas: he aquí las prendas del Bossuet español, que tiene justamente ganada su alta reputación, no sólo entre los ilustrados españoles, sino aún entre los rudos indios y los astutos hijos del Celeste Imperio».

Sin embargo, el confiado corresponsal por poco no se ve obligado a borrar cuanto había escrito. El padre Dámaso se quejaba de cierto ligero catarro que había cogido la noche anterior: después de cantar unas alegres peteneras se había tomado tres vasos de sorbete y asistido un momento al espectáculo. A consecuencia de esto quería renunciar a ser el intérprete de Dios para con los hombres, pero no encontrándose otro que se hubiese aprendido la vida y milagros de san Diego —el cura lo sabía, es verdad, mas tenía que oficiar—, los otros religiosos hallaron unánimemente que el timbre de voz del padre Dámaso era inmejorable y que sería una gran lástima dejar de pronunciar tan elocuente sermón como él ya escrito y aprendido. Por esto, la antigua ama de llaves le preparó limonadas, le untó pecho y cuello con ungüentos y aceites, lo envolvió en paños calientes, lo sobó, etcétera, etcétera. El padre Dámaso tomó huevos crudos batidos en vino y toda la mañana ni habló ni desayunó; apenas bebió un vaso de leche, una taza de chocolate y una docenita de bizcochos, renunciando heroicamente a su pollo frito y a su medio queso de La Laguna de todas las mañanas, porque, según el ama,' pollo y queso tenían sal y grasa y podrían provocar la tos.

—¡Todo para ganar el cielo y convertirnos! —decían conmovidas las hermanas de la V.O.T. al enterarse de estos sacrificios.

—¡La Virgen de la Paz lo castiga! —murmuraban las hermanas del Santísimo Rosario, que no le podían perdonar el haberse inclinado del lado de sus enemigas.

A las ocho y media salió la procesión a la sombra del entoldado de lona. Era por el estilo de la de ayer, si bien había una novedad: la hermandad de la V.O.T. Viejos, viejas, y algunas jóvenes camino de viejas, exponían largos hábitos de guingón; los pobres los gastaban de tela basta, los ricos de seda, o sea, del guingón franciscano que llaman, por usarlo más los reverendos frailes franciscanos. Todos aquellos sagrados hábitos eran legítimos, venían del convento de Manila, de donde el pueblo los adquiere por limosna, a cambio de dinero prix fixe, si se permitiese la frase de una tienda: este precio fijo puede aumentarse, pero no disminuirse. Lo mismo que estos hábitos, se venden también otros en el mismo convento y en el monasterio de santa Clara, que poseen, además de la gracia especial de procurar muchas indulgencias a los muertos que en ellos se amortajan, la gracia más especial aún de ser más caros cuanto más viejos, raídos e inservibles son. Escribimos esto por si algún piadoso lector necesita de tales reliquias sagradas, o algún tuno trapero de Europa quiere hacer fortuna llevándose a Filipinas un cargamento de hábitos zurcidos y mugrientos, pues llegan a costar dieciséis pesos o más, según el aspecto más o menos haraposo.

San Diego de Alcalá iba en un carro adornado con planchas de plata repujada. El santo, bastante delgado, tenía el busto de marfil, de una expresión severa y majestuosa a pesar del abundante cerquillo, rizado como el de los negritos. Su vestido era de raso bordado en oro.

Nuestro venerable padre san Francisco lo seguía; después la Virgen, como ayer, sólo que el sacerdote que venía debajo del palio era esta vez el padre Salví y no el elegante padre Sibyla, de maneras distinguidas. Pero si bien al primero le faltaba hermoso continente, le sobraba sin embargo unción: tenía las manos juntas en actitud mística, los ojos bajos, y andaba medio encorvado. Los que llevaban el palio eran los mismos cabezas de barangay, sudando de satisfacción al verse a la vez que semisacristanes, cobradores de tributo, redentores de la humanidad vagabunda y pobre, y por consiguiente, cristos que dan su sangre por los pecados de los otros. El coadjutor, el sobrepelliz, iba de un carro a otro llevando el incensario, con cuyo humo regalaba de tiempo en tiempo el olfato del cura, que entonces se ponía aún más serio y más grave.

Así andaba la procesión lenta y pausadamente al son de bombas, cantos y religiosas melodías, lanzadas al aire por las bandas de música, que seguían detrás de cada carro. Con tal afán, entretanto, distribuía el Hermano Mayor cirios, que muchos de los acompañantes se retiraron a sus casas con luz para jugar a las cartas durante cuatro noches. Devotamente se arrodillaban los curiosos al pasar el carro de la Madre de Dios y rezaban con fervor credos y salves.

Frente a una casa en cuyas ventanas adornadas con vistosas colgaduras se asomaban el alcalde, Capitán Tiago, María Clara, Ibarra, varios españoles y señoritas, detúvose el carro; el padre Salví acertó a levantar la vista, pero no hizo el más pequeño gesto que demostrase saludo o que los reconocía; únicamente se irguió, se puso más derecho, y la capa pluvial cayó sobre sus hombros con cierta gracia y más elegantemente.

En la calle, debajo de la ventana, habían una joven de rostro simpático, vestida con mucho lujo, que llevaba en sus brazos un niño de corta edad. Nodriza o niñera debía de ser, pues el chico era blanco y rubio, y ella morena y sus cabellos más negros que el azabache.

Al ver al cura, extendió el tierno infante sus manecitas, riose con esa risa de la infancia que no provoca dolores ni es por ellos provocada y gritó balbuceando en medio de un buen silencio.

—¡Pa… pá! ¡Pa… pá! ¡Pa… pá!

La joven se estremeció, puso precipitadamente su mano sobre la boca y alejose corriendo muy confusa. El niño echó a llorar.

Los maliciosos se guiñaron unos a otros, y los españoles que vieron la corta escena se sonrieron. La natural palidez del padre Salví se trocó en amapola.

Y, sin embargo, la gente no tenía razón: el cura no conocía siquiera a la mujer, que era una forastera.

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