Noli me tangere

Noli me tangere


XXIV. Libre-pensamiento

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XXIVLibre-pensamiento

Estaba concluyendo Ibarra de arreglarse, cuando un criado le anunció que un campesino preguntaba por él.

Suponiendo fuese uno de sus trabajadores, ordenó le introdujesen en su despacho o gabinete de estudio, biblioteca a la vez que laboratorio químico.

Pero a su gran extrañeza, se encontró con la severa y misteriosa figura de Elías.

—Me habéis salvado la vida —dijo éste en tagalo, comprendiendo el movimiento de Ibarra—, os he pagado mi deuda a medias y no tenéis nada que agradecerme, antes al contrario… He venido para pediros un favor.

—¡Hablad! —contestó el joven en el mismo idioma, sorprendido de la gravedad de aquel campesino.

Elías fijó algunos segundos su mirada en los ojos de Ibarra y repuso:

—Cuando la ciega justicia de los hombres quiera aclarar este misterio, os suplico no habléis a nadie de la advertencia que os hice en la iglesia.

—Descuidad —contestó el joven con cierto tono de disgusto—; sé que os persiguen, pero yo no soy ningún delator.

—¡Oh, no es por mí, no es por mí! —exclamó con cierta viveza y altivez Elías—; es por vos; yo no temo nada de los hombres.

La sorpresa de nuestro joven se aumentó: el tono con que hablaba aquel campesino, antes piloto, era nuevo y no parecía estar en relación ni con su estado ni su fortuna.

—¿Qué queréis decir? —preguntó interrogando con sus miradas a aquel hombre misterioso.

—Yo no hablo por enigmas, yo procuro expresarme con claridad. Para mayor seguridad vuestra, es menester que os tengan por desprevenido y confiado vuestros enemigos.

Ibarra retrocedió.

—¿Mis enemigos? ¿Tengo enemigos?

—¡Todos los tenemos, señor, desde el más pequeño insecto hasta el hombre, desde el más pobre al más rico y poderoso! ¡La enemistad es la ley de la vida!

Ibarra miró en silencio a Elías.

—¡Vos no sois piloto ni sois campesino…! —murmuró.

—Tenéis enemigos en las altas y en las bajas esferas —continuó Elías sin advertir las palabras del joven—; meditáis una empresa grande, tenéis un pasado, vuestro padre, vuestro abuelo han tenido enemigos, porque han tenido pasiones y en la vida no son los criminales los que más odio provocan, sino los hombres honrados.

—¿Conocéis a mis enemigos?

Elías no contestó por de pronto y meditó.

—Conocí a uno, al que ha muerto —repuso—. Ayer noche descubrí que algo tramaba contra vos, por algunas palabras cambiadas con un desconocido que se perdió entre la multitud. «A éste no lo comerán los peces como a su padre: lo veréis mañana», decía. Estas palabras llamaron mi atención, no sólo por su sentido, sino por el que las pronunciaba, que hace días se había presentado al maestro de obras con el deseo expreso de dirigir los trabajos de la colocación de la piedra, no pidiendo gran salario y haciendo gala de grandes conocimientos. Yo no tenía motivo suficiente para creer en su mala voluntad, pero algo en mí me decía que mis presunciones eran ciertas, y por esto escogí, para advertiros, un momento y una ocasión propios para que no me pudieseis hacer preguntas. Lo demás ya lo visteis.

Largo rato había callado ya Elías y aún no había contestado ni dicho una palabra Ibarra. Estaba meditabundo.

—¡Siento que ese hombre haya muerto! —repuso al fin—; ¡de él se habría podido saber algo más!

—Si hubiese vivido se habría escapado de la temblorosa mano de la ciega justicia humana. ¡Dios lo ha juzgado, Dios lo ha matado, Dios sea el único juez!

Crisóstomo miró un momento al hombre que así le hablaba y, descubriendo sus musculosos brazos, llenos de cardenales y grandes contusiones:

—¿Creéis también en el milagro? —dijo sonriendo—; ¡ved el milagro de que habla el pueblo!

—Si creyese en milagros, no creería en Dios: creería en un hombre deificado, creería que efectivamente había creado a Dios a su imagen y semejanza —contestó solemnemente—, pero yo creo en Él; he sentido más de una vez su mano. Cuando todo se derrumbaba amenazando destrucción a cuanto se encontraba en el sitio, yo, yo sujeté al criminal, me puse al lado suyo: él fue herido y yo estoy sano y salvo.

—¿Vos?, ¿de manera que vos…?

—¡Sí!, yo lo sujeté cuando quería escaparse, una vez comenzada su obra fatal: yo vi su crimen. Os digo: sea Dios el único juez entre los hombres, sea él el único que tenga derecho sobre la vida; ¡que el hombre no piense nunca en sustituirlo!

—Y sin embargo, vos esta vez…

—¡No! —interrumpió Elías adivinando la objeción—, no es lo mismo. Cuando el hombre condena a los otros a muerte o destruye para siempre su porvenir, lo hace a mansalva y dispone de la fuerza de otros hombres para ejecutar sus sentencias, que después de todo pueden ser equivocadas o erróneas. Pero yo, al exponer al criminal en el mismo peligro que él ha preparado a los otros, participaba de los mismos riesgos. Yo no lo maté: dejé que la mano de Dios lo matara.

—¿No creéis en la casualidad?

—Creer en la casualidad es como creer en milagros: ambas cosas suponen que Dios desconoce el porvenir. ¿Qué es casualidad? Un acontecimiento que nadie en absoluto ha previsto. ¿Qué es milagro? Una contradicción, un trastorno de las leyes naturales. Imprevisión y contradicción en la inteligencia que dirige la máquina del mundo significan dos grandes imperfecciones.

—¿Quién sois? —volvió a preguntar Ibarra con cierto temor—; ¿habéis estudiado?

—He tenido que creer mucho en Dios porque he perdido la creencia en los hombres —contestó el piloto eludiendo la pregunta.

Ibarra creyó comprender a aquel joven perseguido: negaba la justicia humana, desconocía el derecho del hombre de juzgar a sus iguales, protestaba contra la fuerza y la superioridad de ciertas clases sobre las otras.

—Pero es menester que admitáis la necesidad de la justicia humana por imperfecta que ella pudiese ser —repuso—; Dios, por más ministros que tenga en la tierra, no puede, es decir, no dice claramente su juicio para dirimir los millones de contiendas que suscitan nuestras pasiones. Es menester, es necesario, ¡es justo que el hombre juzgue alguna vez a sus semejantes!

—Sí, para hacer el bien, no el mal, para corregir y mejorar, no para destruir, porque si fallan sus juicios, él no tiene el poder de remediar el mal que ha hecho. Pero —añadió cambiando de tono— esta discusión está por encima de mis fuerzas y os entretengo ahora que os esperan. No olvidéis lo que yo os acabo de decir: tenéis enemigos; conservaos para el bien de vuestro país.

Y se despidió.

—¿Cuándo os volveré a ver? —preguntó Ibarra.

—Siempre que queráis y siempre que os pueda ser útil. ¡Aún soy vuestro deudor!

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