Noli me tangere

Noli me tangere


XXXV. La comida

Página 42 de 74

XXXV La comida

Allá, bajo el adornado quiosco, comían los grandes hombres de la provincia.

El alcalde ocupaba un extremo de la mesa; Ibarra, el otro. A la derecha del joven se sentaba María Clara y el escribano a su izquierda. Capitán Tiago, el alférez, el gobernadorcillo, los frailes, los empleados y las pocas señoritas que se habían quedado se sentaban no según el rango, sino según sus aficiones.

La comida era bastante animada y alegre, pero a la mitad de ella, vino un empleado de telégrafos en busca de Capitán Tiago, trayendo un parte. Capitán Tiago pide naturalmente permiso para leerlo y naturalmente todos se lo suplican.

El digno Capitán frunce primero las cejas, después la levanta: su rostro palidece, se ilumina y, doblando precipitadamente el pliego y levantándose:

—¡Señores —dice azorado—, Su Excelencia, el Capitán General, viene esta tarde a honrar mi casa!

Y echa a correr llevándose el parte y la servilleta, pero sin sombrero, perseguido de exclamaciones y preguntas.

El anuncio de la venida de los tulisanes no habría producido más efecto.

—¡Pero oiga usted! ¿Cuándo viene? ¡Cuéntenos usted! ¡Su Excelencia!

Capitán Tiago ya estaba lejos.

—¡Viene Su Excelencia y se hospeda en casa de Capitán Tiago! —exclaman algunos, sin considerar que allí estaban la hija y el futuro yerno.

—¡La elección no podía ser mejor! —repuso éste.

Los frailes se miran unos a otros; la mirada quería decir: «El Capitán General comete una de las suyas; nos ofende, debía hospedarse en el convento», pero puesto que todos piensan así, se callan y nadie expresa su pensamiento.

—Ya me habían hablado de eso ayer —decía el alcalde—, pero entonces Su Excelencia no estaba aún decidido.

—¿Sabe Vuestra Excelencia, señor alcalde, cuánto tiempo piensa el Capitán General quedarse aquí? —pregunta inquieto el alférez.

—Con certeza no; a Su Excelencia le gusta dar sorpresas.

—¡Aquí vienen otros partes!

Eran para el alcalde, el alférez y el gobernadorcillo, anunciando lo mismo: los frailes notan bien que ninguno va dirigido al cura.

—¡Su Excelencia llegará a las cuatro de la tarde, señores! —dice el alcalde solemnemente—; ¡podemos comer con tranquilidad!

Mejor no podía haber dicho Leónidas en las Termopilas: «¡Esta noche cenaremos con Plutón!».

La conversación volvió a tomar su curso ordinario.

—¡Noto la ausencia de nuestro gran predicador! —dice tímidamente uno de los empleados, de aspecto inofensivo, que no había abierto la boca hasta el momento de comer y hablaba ahora por primera vez en toda la mañana.

Todos los que sabían la historia del padre de Crisóstomo hicieron un movimiento y un guiño que querían decir: «¡Ande usted! ¡Al primer tapón zurrapas!», pero algunos, más benévolos, contestaron:

—Debe de estar algo cansado…

—¿Qué algo? —exclama el alférez—, rendido debe de estar y, como dicen por aquí, malunqueado[153]. ¡Cuidado con la plática!

—¡Un sermón soberbio, gigante! —dice el escribano.

—¡Magnífico, profundo! —dice el corresponsal.

—Para poder hablar tanto, se necesita tener los pulmones que él tiene —observa el padre Manuel Martín.

El agustino no le concedía más que pulmones.

—Y la facilidad de expresarse —añade el padre Salví.

—¿Saben ustedes que el señor de Ibarra tiene el mejor cocinero de la provincia? —dice el alcalde cortando la conversación.

—Eso dicen, pero su hermosa vecina no quiere honrar la mesa, pues apenas prueba bocado —repuso uno de los empleados.

María Clara se ruborizó.

—Doy gracias al señor… se ocupa demasiado de mi persona —balbuceó tímidamente—, pero…

—Pero que la honra usted bastante con su sola asistencia —concluyó el galante alcalde, y volviéndose al padre Salví—: Padre cura —añadió en voz alta—, noto que todo el día está vuestra reverencia callado y pensativo…

—¡El señor alcalde es un terrible observador! —exclama el padre Sibyla en un tono particular.

—Ésa es mi costumbre —balbucea el franciscano—; me gusta más oír que hablar.

—¡Vuestra reverencia atiende siempre a ganar y no perder! —dice en tono de broma el alférez.

El padre Salví no tomó la cosa a broma: su mirada brilló un momento y replicó:

—¡Ya sabe el señor alférez que estos días no soy el que más gana o pierde!

El alférez disimuló el golpe con una falsa risa y no se dio por aludido.

—Pero, señores, yo no comprendo cómo se puede hablar de ganancias o pérdidas —interviene el alcalde—; ¿qué pensarían de nosotros esas amables y discretas señoritas que nos honran con su presencia? Para mí, las jóvenes son como las arpas eólicas en medio de la noche: hay que escucharlas y prestar atento oído, para que sus inefables armonías, que elevan el alma a las celestiales esferas de lo infinito y de lo ideal…

—¡Vuestra Excelencia está poetizando! —dice alegremente el escribano, y ambos apuran la copa.

—No puedo menos —dice el alcalde limpiándose los labios—; la ocasión, si no siempre hace al ladrón, hace al poeta. En mi juventud compuse versos, y por cierto, no malos.

—¡De modo que Vuestra Excelencia ha sido infiel a las musas por seguir a Themis![154] —dice enfáticamente nuestro mítico o mitológico corresponsal.

—¡Psch!, ¿qué quiere usted? Recorrer toda la escala social fue siempre mi sueño. Ayer recogía flores y entonaba cantos, hoy empuño la vara de la justicia y sirvo a la humanidad, mañana…

—Mañana arrojará Vuestra Excelencia la vara al fuego para calentarse con ella en el invierno de la vida y tomará una cartera de ministro —añade el padre Sibyla.

—¡Psch!, sí… no… ser ministro no es precisamente mi bello ideal: cualquier advenedizo lo llega a ser. Una villa en el norte para pasar el verano, un hotel en Madrid y unas posesiones en Andalucía para el invierno… Viviremos acordándonos de nuestra querida Filipinas… De mí no dirá Voltaire: Nous n’avons jamais eté chez ces peuples que pour nous y enrichir et pour les calomnier[155].

Los empleados creyeron que Su Excelencia había dicho una gracia y se echaron a reír celebrándola: los frailes los imitaron, pues no sabían que Voltaire era el Voltaire tantas veces maldecido por ellos y puesto en el infierno. Sin embargo, el padre Sibyla lo sabía y se puso serio, suponiendo que el alcalde había dicho una herejía o impiedad.

En el otro quiosco comían los niños, presididos por su maestro. Para ser chicos filipinos hacían bastante ruido, pues generalmente en la mesa y delante de otras personas pecan más de cortos que de sueltos. Tal que equivocaba el uso de los cubiertos era corregido por el vecino; de aquí surgía una discusión y ambos encontraban partidarios: quiénes decían la cuchara, quiénes el tenedor o el cuchillo, y como no consideraban a nadie como una autoridad, allí se armaba la de Dios es Cristo o, más claramente, una discusión de teólogos.

Los padres se guiñaban, se codeaban, se hacían señas y en sus sonrisas se podía leer que eran felices.

—¡Ya! —decía una campesina a un viejo que trituraba buyo en su kalikut[156]—, por más que mi marido no quiera, mi Andoy será sacerdote. Somos en verdad pobres, pero ya trabajaremos y, si fuere necesario, pediremos limosna. No falta quien dé dinero para que los pobres puedan ordenarse. ¿No dice el hermano Mateo, hombre que no miente, que el Papa Sixto era un pastor de carabaos en Batangas? ¡Pues, mirad a mi Andoy, miradle si no tiene ya la cara de san Vicente!

Y a la buena madre se le hacía agua la boca viendo a su hijo coger el tenedor con ambas manos.

—¡Dios ayude! —añade el viejo mascando el sapá—; si Andoy llega a ser Papa, nos iremos a Roma, ¡jejé!, todavía puedo andar. Y si me muero… ¡jejé!

—¡Perded cuidado, abuelo! Andoy no se olvidará de que le habéis enseñado a tejer cestos de caña y dikines[157].

—Tienes razón, Petra: yo también creo que tu hijo será gran cosa… cuando menos patriarca. ¡No he visto otro que en menos tiempo haya aprendido el oficio! Ya, ya se acordará de mí cuando, Papa u obispo, se entretenga en hacer cestos para su cocina. ¡Ya dirá misas por mi alma, jejé!

Y el buen anciano, con esta esperanza, cargó de lleno su kalikut con mucho buyo.

—Si Dios oye mis ruegos y mis esperanzas se cumplen, diré a Andoy: «Hijo, quítanos a todos los pecados y mándanos al Cielo». Ya no tendremos necesidad de rezar, ayunar, ni comprar bulas. ¡Quien tiene un hijo santo Papa ya puede cometer pecados!

—Envíale mañana a casa, Petra —dice entusiasmado el viejo—, ¡le voy a enseñar a labrar el nitó!

—¡Hmjn!, ¡abá! ¿Qué creéis, abuelo? ¿Pensáis que los papas mueven todavía las manos? El cura, con ser no más que cura, sólo trabaja en la misa… ¡cuando da vueltas! Él arzobispo ya no da vueltas, dice la misa sentado; con que el papa… ¡el Papa la dirá en la cama, con abanico! ¿qué os figurabais?

—No está de más, Petra, que él sepa cómo se prepara el nitó. Bueno, es que pueda vender salakots y petacas para no tener que pedir limosna, como lo hace aquí todos los años el cura en nombre del Papa. Me da compasión ver un santo pobre y doy siempre todo lo que economizo.

Acercóse otro campesino diciendo:

—¡Está decidido, aunare[158], mi hijo ha de ser doctor; no hay como ser doctor!

—¡Doctor! callaos, cumpare —contesta la Petra—; no hay como ser cura.

—¿Cura?, ¡prr!, ¿cura? ¡El doctor cobra mucho dinero; los enfermos lo veneran, cumare!

—¡Por favor! El cura, con dar tres o cuatro vueltas y decir déminos pabiscum[159], come a Dios y recibe dinero. ¡Todos, hasta las mujeres, le cuentan sus secretos!

—¿Y el doctor? Pues, ¿qué creéis que es el doctor? El doctor ve todo lo que tenéis las mujeres, toma el pulso a las dalagas… ¡Yo sólo quisiera ser doctor una semana!

—¿Y el cura?, ¿acaso el cura no ve también lo que vuestro doctor? ¡Y todavía mejor! Ya sabéis el refrán: ¡gallina gorda y pierna redonda para el cura!

—¿Pues qué?, ¿comen los médicos sardinas secas? ¿Se lastiman los dedos comiendo así?

—¿Se ensucia el cura la mano como vuestros médicos? ¡Para eso tiene grandes haciendas, y cuando trabaja, trabaja con música y lo ayudan los sacristanes!

—¿Y el confesar, cumare? ¿No es un trabajo?

—¡Vaya un trabajo! ¡Ya quisieran estar confesando a todo el mundo! ¡Con lo que trabajamos y sudamos para averiguar qué hacen los hombres y las mujeres, qué nuestros vecinos! El cura no hace más que sentarse, y todo le cuentan: ¡a veces se duerme, pero suelta dos o tres bendiciones y somos otra vez hijos de Dios! ¡Ya quisiera yo ser cura en una tarde de cuaresma!

—¿Y el… el predicar? Eso no me diréis que no es trabajo. ¡Ved, si no, cómo sudaba esta mañana el cura grande! —objetaba el hombre que sentía batirse en retirada.

—¿El predicar? ¿Un trabajo el predicar? ¿Dónde tenéis el juicio? ¡Ya quisiera yo estar hablando a medio día, desde el púlpito, regañando y riñendo a todos, sin que ninguno se atreva a replicar y pagándome por ello todavía! ¡Ya quisiera yo ser cura no más que una mañana, cuando estén oyendo misa los que me deben! ¡Ved, ved no más al padre Dámaso cómo engorda de tanto reñir y pegar!

En efecto, venía el padre Dámaso, con el andar de hombre gordo, medio sonriendo, pero de una manera tan maligna que Ibarra al verlo perdió el hilo de su discurso.

El padre Dámaso fue saludado, si bien con cierta extrañeza, pero con muestras de alegría por todos, menos por Ibarra. Estaban ya en los postres y el champaña espumaba en las copas.

La sonrisa del padre Dámaso se hizo nerviosa cuando vio a María Clara sentada a la derecha de Crisóstomo, pero, tomando una silla al lado del alcalde, preguntó en medio de un silencio significativo:

—¿Se hablaba de algo, señores? ¡Continúen ustedes!

—Se brindaba —contestó el alcalde—. El señor de Ibarra mencionaba a cuantos le habían ayudado en su filantrópica empresa y hablaba del arquitecto, cuando vuestra reverencia…

—Pues yo no entiendo de arquitectura —interrumpió el padre Dámaso—, pero me río de los arquitectos y de los bobos que a ellos acuden. Ahí está, yo tracé el plano de esa iglesia y está construida perfectamente: así me lo dijo un joyero inglés que se hospedó un día en el convento. ¡Para trazar un plano basta tener dos dedos de frente!

—Sin embargo —repuso el alcalde viendo que Ibarra se callaba—, cuando ya se trata de ciertos edificios, por ejemplo, como esta escuela, necesitamos un perito…

—¡Qué perito ni qué peritas! —exclama con burla el padre Dámaso—. ¡Quién necesite de peritos es un perrito! ¡Hay que ser más bruto que los indios, que se levantan sus propias casas, para no saber hacer construir cuatro paredes y ponerles un tapanco[160] encima, que es todo una escuela!

Todos miraron hacia Ibarra, pero éste, si bien se puso pálido, siguió como conversando con María Clara.

—Pero considere vuestra reverencia…

—Vea usted —continúa el franciscano no dejando hablar al alcalde—, vea usted cómo un lego nuestro, el más bruto que tenemos, ha construido un hospital bueno, bonito y barato. Hacía trabajar bien y no pagaba más que ocho cuartos diarios a los que tenían aún que venir de otros pueblos. Ése sabía tratarlos, no como muchos chiflados y mesticillos, que los echan a perder pagándole tres o cuatro reales.

—¿Dice vuestra reverencia que sólo pagaba ocho cuartos? ¡Imposible! —trata el alcalde de cambiar el curso de la conversación.

—Sí, señor, y eso debían imitar los que se precian de buenos españoles. Ya se ve, desde que el canal de Suez se ha abierto, la corrupción ha venido acá. ¡Antes, cuando teníamos que doblar el Cabo, ni venían tantos perdidos, ni iban allá otros a perderse!

—Pero ¡padre Dámaso…!

—Usted ya conoce lo que es el indio: tan pronto como aprende algo, se las echa de doctor. Todos esos mocosos que se van a Europa…

—Pero, oiga, vuestra reverencia… interrumpía el alcalde, que se inquietaba por lo agresivo de aquellas palabras.

—Todos van a acabar como merecen —continúa—; la mano de Dios se ve en medio, se necesita estar ciego para no verlo. Ya en esta vida reciben el castigo los padres de semejantes víboras… se mueren en la cárcel, ¡je!, ¡je!, como si dijéramos no tienen donde…

Pero no concluyó la frase. Ibarra, lívido, lo había estado siguiendo con la vista; al oír la alusión a su padre, se levantó y, de un salto, dejó caer su robusta mano sobre la cabeza del sacerdote, que cayó de espaldas atontado.

Llenos de sorpresa y terror, ninguno se atrevió a intervenir.

—¡Lejos! —gritó el joven con voz terrible y extendió su mano a un afilado cuchillo mientras sujetaba con el pie el cuello del fraile, que volvía de su atolondramiento—; ¡el que no quiera morir, que no se acerque!

Ibarra estaba fuera de sí: su cuerpo temblaba, sus ojos giraban en sus órbitas amenazadores. Fray Dámaso, haciendo un esfuerzo, se levantó, pero él, cogiéndole del cuello, lo sacudió hasta ponerle de rodillas y doblarle.

—¡Señor de Ibarra!, ¡señor de Ibarra! —balbucearon algunos.

Pero ninguno, ni el mismo alférez, se atrevía a acercarse viendo el cuchillo brillar; calculando la fuerza y el estado de ánimo del joven, todos se sentían paralizados.

—¡Vosotros, ahí!, vosotros os habéis callado, ahora me toca a mí. Yo lo he evitado, Dios me lo trae, ¡juzgue Dios!

El joven respiraba trabajosamente, pero con brazo de hierro seguía sujetando al franciscano, que en vano pugnaba por desasirse.

—Mi corazón bate tranquilo, mi mano va segura…

Y mirando alrededor suyo:

—Antes, ¿hay entre vosotros alguno que no haya amado a su padre, que haya odiado su memoria, alguno nacido en la vergüenza y la humillación…? ¿Ves?, ¿oyes ese silencio? Sacerdote de un Dios de paz, que tienes la boca llena de santidad y religión, y el corazón de miserias, tú no debiste de conocer lo que es un padre… ¡hubieras pensado en el tuyo! ¿Ves?, ¡entre esa multitud que tú desprecias no hay uno como tú! ¡Estás juzgado!

La gente que lo rodea, creyendo que iba a cometer un asesinato, hizo un movimiento.

—¡Lejos! —volvió a gritar con voz amenazadora—; ¿qué?, ¿teméis que manche mi mano en sangre impura? ¿No os he dicho que mi corazón bate tranquilo? ¡Lejos de nosotros! ¡Oíd, sacerdotes, jueces, que os creéis otros hombres y os atribuís otros derechos! Mi padre era un hombre honrado, preguntadlo a ese pueblo que venera su memoria. Mi padre era un buen ciudadano: se ha sacrificado por mí y por el bien de su país. ¡Su casa estaba abierta, su mesa dispuesta para el extranjero o el desterrado que acudía a él en su miseria! Era buen cristiano: ha hecho siempre el bien y jamás oprimió al desvalido ni acongojó al miserable… A éste le ha abierto las puertas de su casa, lo ha hecho sentarse en su mesa y lo ha llamado su amigo. ¿Cómo ha correspondido? Lo ha calumniado, perseguido, ha armado contra él a la ignorancia, valiéndose de la santidad de su cargo; ha ultrajado su tumba, deshonrado su memoria y lo ha perseguido en el mismo reposo de la muerte. Y, no contento con esto, ¡persigue al hijo ahora! Yo le he huido, he evitado su presencia… Vosotros lo oísteis esta mañana profanar el púlpito, señalarme al fanatismo popular, y yo me he callado. Ahora viene aquí a buscarme querella; he sufrido en silencio con sorpresa vuestra, pero insulta de nuevo la más sagrada memoria para todos los hijos… Vosotros los que estáis aquí, sacerdotes, jueces, ¿visteis a vuestro anciano padre desvelarse trabajando para vosotros, separarse de vosotros para vuestro bien, morir de tristeza en una prisión, suspirando por poderos abrazar, buscando un ser que lo consuele, solo, enfermo, mientras vosotros en el extranjero…? ¿Oísteis después deshonrar su nombre, hallasteis su tumba vacía cuando quisisteis orar sobre ella? ¿No? ¡Os calláis, luego lo condenáis!

Levantó el brazo; pero una joven, rápida como la luz, se puso en medio, y con sus delicadas manos detuvo el brazo vengador: era María Clara.

Ibarra la miró con una mirada que parecía reflejar la locura. Poco a poco se aflojaron los crispados dedos de sus manos, dejando caer el cuerpo del franciscano y el cuchillo y, cubriéndose la cara huyó abriéndose paso a través de la multitud.

Ir a la siguiente página

Report Page