Noli me tangere

Noli me tangere


XXXVI. Comentarios

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XXXVIComentarios

Pronto se divulgó el acontecimiento en el pueblo. Al principio nadie lo quería creer, pero, teniendo que ceder a la realidad, todos se deshacían en exclamaciones de sorpresa.

Cada uno, según el grado de su elevación moral, hacía sus comentarios.

—¡El padre Dámaso está muerto! —decían algunos—; cuando lo levantaron, tenía toda la cara bañada en sangre y no respiraba.

—¡Descanse en paz, pero no ha hecho más que saldar su deuda! —exclamaba un joven—. Mirad que lo que ha hecho esta mañana en el convento no tiene nombre.

—¿Qué ha hecho? ¿Ha vuelto a pegar al coadjutor?

—¿Qué ha hecho? ¡A ver! Cuéntanoslo.

—¿Habéis visto esta mañana un mestizo español salir por la sacristía durante el sermón?

—¡Sí!, sí que lo vimos. El padre Dámaso se fijó en él.

—Pues… después del sermón, lo hizo llamar y le preguntó por qué había salido. «No entiendo el tagalo, padre», contestó. «¿Y por qué te has burlado diciendo que aquello era griego?», le gritó el padre Dámaso dándole un bofetón. El joven contestó, anduvieron los dos a puñetazos hasta que los separaron.

—Si me pasaba eso… —murmuró entre dientes un estudiante.

—No apruebo la acción del franciscano —repuso otro—, pues la religión no se debe imponer a nadie como un castigo o una penitencia; pero casi lo celebro porque conozco a ese joven; sé que es de San Pedro Macati y habla bien el tagalo. Ahora quiere que lo tengan por recién venido de Rusia y se honra con aparentar ignorar el idioma de sus padres.

—Entonces, ¡Dios los cría y ellos se pegan!

—Sin embargo, debemos protestar contra el hecho —exclamaba otro estudiante—; callarse sería asentir y lo sucedido puede repetirse en cualquiera de nosotros. ¡Volvemos a los tiempos de Nerón!

—¡Te equivocas! —le replicaba otro—; ¡Nerón era un gran artista y el padre Dámaso, un pésimo predicador!

Los comentarios de las personas de edad eran otros.

Mientras esperaban la llegada del Capitán General en una casita fuera del pueblo, decía el gobernadorcillo.

—Decir quién tiene y quién no tiene razón, no es cosa fácil; sin embargo, si el señor Ibarra hubiese guardado más prudencia…

—¿Si el padre Dámaso hubiese tenido la mitad de prudencia del señor Ibarra, queríais decir probablemente? —interrumpió don Filipo—. El mal está en que se han trocado los papeles; el joven se ha mostrado como un viejo y el viejo como un joven.

—¿Y decís que ninguno se movió, ninguno acudió a separarlos, fuera de la hija de Capitán Tiago? —pregunta Capitán Martín—. ¿Ninguno de los frailes, ni el alcalde? ¡Hum! ¡Peor que te peor! No quisiera estar en el pellejo del joven. Nadie le podrá perdonar el haberle tenido miedo. Peor que te peor, ¡hum!

—¿Lo creéis? —pregunta con interés Capitán Basilio.

—Espero —dice don Filipo cambiando con éste una mirada— que el pueblo no lo ha de abandonar. Debemos pensar en lo que su familia ha hecho y en lo que está haciendo ahora. Y si acaso, acobardado, el pueblo se calla, sus amigos…

—Pero, señores —interrumpe el gobernadorcillo—, ¿qué podemos hacer nosotros?, ¿qué puede el pueblo? ¡Suceda lo que suceda, los frailes siempre tienen razón!

—Tienen siempre razón, porque nosotros siempre se la damos —contesta don Filipo con impaciencia, recargando el acento en la palabra «siempre»—; ¡démonosla una vez y entonces hablaremos!

El gobernadorcillo se rascó la cabeza y, mirando al techo, repuso con voz agria:

—¡Ay!, ¡el calor de la sangre! Parece que no sabéis aún en qué país estamos; no conocéis a nuestros paisanos. Los frailes son ricos y están unidos; y nosotros, divididos y pobres. ¡Sí!, tratad de defenderle y veréis cómo os dejan solo en el compromiso.

—¡Sí! —exclama don Filipo con amargura—, eso sucederá mientras se piense así, mientras miedo y prudencia sean sinónimos. Se atiende más a un mal eventual que al bien necesario; al instante se presenta el miedo y no la confianza; cada cual piensa en sí sólo, nadie en los demás. ¡Por eso todos somos débiles!

—¡Pues bien, pensad en los otros antes que en vos mismos y veréis cómo os dejan colgado! ¿No sabéis el refrán español: la caridad bien entendida empieza por sí mismo?

—¡Mejor diríais —contesta exasperado el teniente mayor— que la cobardía bien entendida empieza por el egoísmo y acaba por la vergüenza! Ahora mismo presento mi dimisión al alcalde; harto estoy de pasar por ridículo sin ser a nadie útil… ¡Adiós!

Las mujeres opinaban de otra manera.

—¡Ay! —suspiraba una mujer de expresión bondadosa—; ¡los jóvenes siempre serán así! Si viviese su buena madre, ¿qué diría? ¡Ay, Dios! Cuando pienso que otro tanto puede pasarle a mi hijo, que también tiene la cabeza caliente… ¡Ay, Jesús!, casi le tengo envidia a su difunta madre… ¡Me moriría de pena!

—Pues yo no —contestaba otra mujer—; no me daría pena si tal pasase a mis dos hijos.

—¿Qué decís, Capitana María? —exclamaba la primera juntando las manos.

—Me gusta que los hijos defiendan la memoria de sus padres, Capitana Tinay: ¿qué diríais si un día, viuda, oyeseis hablar mal de vuestro marido y vuestro hijo Antonio bajase la cabeza y se callase?

—¡Yo le negaría la bendición! —exclamaba una tercera, la hermana Rufa—, pero…

—¡Negarle la bendición, jamás! —interrumpe la bondadosa Capitana Tinay—, una madre no debe decir eso… pero, yo no sé lo que haría… no sé… creo que me moriría… le… ¡no! ¡Dios mío!, pero no querría verlo más… pero ¿qué pensamientos tenéis, Capitana María?

—Con todo —añadió la hermana Rufa—, no hay que olvidar que es un gran pecado poner la mano sobre una persona sagrada.

—¡La memoria de los padres es más sagrada! —replica Capitana María—. ¡Ninguno, ni el Papa, y menos el padre Dámaso, puede profanar tan santa memoria!

—¡Es verdad! —murmuraba Capitana Tinay admirando la sabiduría de ambas—; ¿de dónde sacáis tan buenas razones?

—Pero ¿y la excomunión y la condenación? —replicaba la Rufa—. ¿Qué son los honores y el buen nombre en esta vida si en la otra nos condenamos? Todo pasa pronto… pero la excomunión… ultrajar a un ministro de Jesucristo… ¡eso no lo perdona nadie más que el Papa!

—Lo perdonará Dios, que manda honrar padre y madre; ¡Dios no lo excomulgará! Y yo os digo: si ese joven viene a mi casa, yo lo recibo y hablo con él; si tuviese una hija, lo querría por yerno: el que es buen hijo será buen marido y buen padre, ¡creedlo, hermana Rufa!

—¡Pues yo no pienso así; decid lo que queráis, y aunque parezca que tengáis razón, siempre le creeré más al cura. Ante todo, salvo yo mi alma, ¿qué decís, Capitana Tinay?

—¡Ah! ¿qué queréis que diga? Ambas tenéis razón; el cura la tiene, ¡pero Dios también la debe tener! Yo no sé, no soy más que una tonta… ¡Lo que voy a hacer es decirle a mi hijo que no estudie más!; ¡dicen que los sabios mueren ahorcados! ¡María Santísima!, ¡mi hijo que quería ir a Europa!

—¿Qué pensáis hacer?

—Decirle que se quede a mi lado, ¿para qué saber más? Mañana o pasado morimos, muere el sabio como el ignorante… la cuestión es vivir en paz.

Y la buena mujer suspiraba y levantaba los ojos al cielo.

—Pues yo —decía gravemente la Capitana María—, si fuese rico como vos, dejaba que mis hijos viajasen; son jóvenes y deben un día ser hombres… yo ya he de vivir poco… nos veríamos en la otra vida… los hijos deben aspirar a ser algo más que sus padres, y en nuestros senos sólo les enseñamos a ser niños.

—¡Ay, qué pensamientos tan raros tenéis! —exclamaba espantada la Capitana Tinay, juntando las manos—; ¡parece que no habéis parido con dolor a vuestros gemelos!

—Por lo mismo que los he parido con dolor, criado y educado a pesar de nuestra pobreza, no quiero que, después de tantas fatigas como me han costado, sean no más que medio hombres…

—¡Me parece que no amáis a vuestros hijos como Dios manda! —dice en tono algo severo la hermana Rufa.

—Perdonad, cada madre ama a sus hijos a su manera: unas los aman para sí, otras por sí, y algunas para ellos mismos. Yo soy de estas últimas; mi marido así me lo ha enseñado.

—Todos vuestros pensamientos, Capitana María —dice la Rufa como predicando—, son poco religiosos; ¡haceos hermana del santísimo Rosario, de san Francisco, de santa Rita o santa Clara!

—¡Hermana Rufa, cuando sea digna hermana de los hombres trataré de ser hermana de los santos! —contestaba sonriendo.

Para acabar con este capítulo de comentarios, y para que los lectores vean siquiera de paso qué pensaban del hecho los sencillos campesinos, nos iremos a la plaza, donde bajo el entoldado conversan algunos, uno de los cuales, conocido nuestro, es el hombre que soñaba en los doctores en Medicina.

—¡Lo que más siento —decía éste— es que la escuela ya no se termina!

—¿Cómo?, ¿cómo? —preguntan los circunstantes con interés.

—¡Mi hijo ya no será doctor sino carretero! ¡Nada! ¡Ya no habrá escuela!

—¿Quién dijo que ya no habrá escuela? —pregunta un rudo y robusto aldeano de anchas quijadas y estrecho cráneo.

—¡Yo! Los padres blancos han llamado a don Crisóstomo plibastiero[161]. ¡Ya no hay escuela!

Todos se quedaron preguntándose con la mirada. El nombre era nuevo para ellos.

—¿Y es malo ese nombre? —se atreve al fin a preguntar el rudo aldeano.

—¡Lo peor que un cristiano puede decir a otro!

—¿Peor que tarantado y saragate[162]?

—¡Si no fuese más que eso! Me han llamado varias veces así y ni siquiera me ha dolido el estómago.

—¡Vamos, no será peor que indio que dice el alférez!

El que va a tener un hijo carretero se pone más sombrío; el otro se rasca la cabeza y piensa.

—¡Entonces será como betelapora[163] que dice la vieja del alférez! Peor que eso es escupir la hostia.

—Pues, peor que escupir la hostia en Viernes Santo —contestaba gravemente—. Ya os acordáis de la palabra ispichoso[164], que bastaba aplicar a un hombre para que los civiles de Villa-Abrille se lo llevasen al destierro o a la cárcel; pues plibastiero es mucho peor. Según decían el telegrafista y el directorcillos plibastiero dicho por un cristiano, un cura o un español a otro cristiano como nosotros, parece santusdeus con requimternam; si te llaman una vez plibastiero, ya puedes confesarte y pagar tus deudas pues no te queda más remedio que dejarte ahorcar. Ya sabes si el directorcillo y el telegrafista deben estar enterados: el uno habla con alambres y el otro sabe español y no maneja más que la pluma.

Todos estaban aterrados.

—¡Que me obliguen a ponerme zapatos y no beber en toda mi vida más que esa orina de caballo que llaman cerveza, si alguna vez me dejo llamar pelbistero! —jura cerrando sus puños de aldeano—. ¿Quién? ¡Yo rico como don Crisóstomo, sabiendo el español como él, y pudiendo comer aprisa con cuchillo y cuchara, me río de cinco curas!

—¡Al primer civil que vea yo robando gallinas le llamo palabistiero… y me confesaré enseguida! —murmuró en voz baja, alejándose del grupo, uno de los campesinos.

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