Noli me tangere

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XXXVII. La primera nube

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XXXVIILa primera nube

En casa de Capitán Tiago no reinaba menos confusión que en la imaginación de la gente. María Clara no hacía más que llorar y no escuchaba las palabras de consuelo de su tía y de Andeng, su hermana de leche. Le había prohibido su padre que hablase con Ibarra hasta tanto los sacerdotes no le absolviesen de la excomunión.

Capitán Tiago, que estaba muy ocupado preparando su casa para recibir dignamente al Capitán General, había sido llamado al convento.

—No llores hija —decía tía Isabel pasando la gamuza sobre las brillantes lunas de los espejos—; ya le retirarán la excomunión, ya escribirán al santo Papa… haremos una gran limosna… El padre Dámaso no ha tenido más que un desmayo… ¡no ha muerto!

—No llores —le decía Andeng en voz baja—; ya haré yo que le hables: ¿para qué han hecho los confesionarios, si no es para pecar? ¡Todo se perdona con decirlo al cura!

¡Por fin, Capitán Tiago llegó! Ellas buscaron en su cara la respuesta a muchas preguntas; pero la cara de Capitán Tiago anunciaba el desaliento. El pobre hombre sudaba, se pasaba la mano por la frente y no conseguía articular una palabra.

—¿Qué hay, Santiago? —pregunta ansiosa la tía Isabel.

Éste contesta con un suspiro, enjugándose una lágrima.

—¡Por Dios, habla! ¿Qué pasa?

—¡Lo que yo ya me temía! —prorrumpe al fin medio llorando—. ¡Todo está perdido! ¡El padre Dámaso manda que rompa el compromiso, de lo contrario me condeno en esta vida y en la otra! ¡Todos me dicen lo mismo, hasta el padre Sibyla! Debo cerrarle las puertas de mi casa y… ¡le debo más de cincuenta mil pesos! He dicho esto a los padres, pero no han querido hacerme caso: ¿Qué prefieres perder, cincuenta mil pesos o tu vida y tu alma? ¡Ay, san Antonio!, ¡si lo hubiese sabido, si lo hubiese sabido!

María Clara sollozaba.

—No llores, hija mía —añadía volviéndose a ésta—; tú no eres como tu madre, que no lloraba nunca… no lloraba más que por antojos… El padre Dámaso me ha dicho que ha llegado ya un pariente suyo de España… y te lo destina por novio…

María Clara se tapó los oídos.

—Pero, Santiago, ¿estás loco? —le gritó tía Isabel—; ¡hablarle de otro novio ahora! ¿Crees que tu hija muda de novios como de camisa?

—Eso mismo pensaba yo, Isabel; don Crisóstomo es rico… los españoles sólo se casan por amor al dinero… pero ¿qué quieres que haga? Me han amenazado con otra excomunión… dice que corre gran peligro no sólo mi alma sino también el cuerpo… el cuerpo, ¿oyes?, ¡el cuerpo!

—¡Pero tú no haces más que desconsolar a tu hija! ¿No es amigo tuyo el arzobispo? ¿Por qué no le escribes?

—El arzobispo también es fraile, el arzobispo no hace más que lo que los frailes dicen. Pero, María, no llores; vendrá el Capitán General, querrá verte y tus ojos están encarnados… ¡Ay!, yo que pensaba pasar una tarde feliz… sin esta gran desgracia sería el más feliz de los hombres y todos me tendrían envidia… ¡Cálmate, hija mía: yo soy más desgraciado que tú y no lloro! Tú puedes tener otro novio mejor, pero yo, ¡yo pierdo cincuenta mil pesos! ¡Ay, virgen de Antipolo, si esta noche al menos tuviese suerte!

Detonaciones, rodar de coches, galope de caballos, la música de la marcha real, anunciaron la llegada de Su Excelencia el Gobernador General de las Islas Filipinas. María Clara corrió a esconderse en su alcoba… ¡Pobre joven!, juegan con tu corazón groseras manos que no conocen sus delicadas fibras.

Mientras la casa se llenaba de gente y fuertes pasos, voces de mando, ruidos de sables y espuelas resonaban, por todas partes, la atribulada joven yacía medio arrodillada delante de la estampa de la Virgen, que la representaba en aquella actitud de dolorosa soledad, sólo sentida por Delaroche[165], como si la hubiese sorprendido al volver del sepulcro de su hijo. María Clara no pensaba en el dolor de aquella madre, pensaba en el suyo propio. Con la cabeza doblada sobre el pecho y las manos apoyadas contra el suelo, parecía el tallo de una azucena doblada por la tempestad. ¡Un porvenir soñado y acariciado durante años, cuyas ilusiones, nacidas en la infancia y crecidas con la juventud, daban forma a las células de su organismo, querer borrarlo ahora, con una sola palabra, de la mente y del corazón! ¡Tanto valía paralizar los latidos de uno y privar a la otra de su luz!

María Clara era tan buena y piadosa cristiana como amante hija. No sólo le arredraba la excomunión: el mandato y la amenazada tranquilidad de su padre le exigen ahora el sacrificio de sus amores. Sentía ella toda la fuerza de aquel efecto que hasta entonces no sospechaba. Era una vez un río que se deslizaba mansamente; fragantes flores alfombraban sus orillas, y su lecho lo formaba fina arena. Su corriente apenas rizaba el viento; habríase dicho al verle que se remansaba. Pero de repente se estrechaba el cauce, ásperas rocas le cierran el paso, añosos troncos se atraviesan formando dique, ¡ah!, ¡entonces ruge el río, se levanta, hierven las olas, sacude penachos de espuma, bate las rocas y se lanza al abismo!

Quería orar, pero ¿quién ora en la desesperación? Se ora cuando se espera y cuando no, y nos dirigimos a Dios, sólo exhalamos quejas. «¡Dios mío! —gritaba su corazón—, ¿por qué separar así a un hombre, por qué negarle el amor de los demás? Tú no le niegas tu sol, ni tu aire, ni le ocultas la vista de tu cielo, ¿por qué negarle el amor, cuando sin cielo, sin aire y sin sol se puede vivir; pero sin amor, jamás?».

¿Llegarían al trono de Dios esos gritos que no oyen los hombres? ¿Los oiría la Madre de los desgraciados?

¡Ay!, la pobre joven, que no había conocido una madre, se atrevía a confiar estos pesares que causan los amores de la tierra a aquel corazón purísimo que sólo había conocido el amor de hija y el de madre: ella, en sus tristezas, acudía a esa imagen divinizada de la mujer, la idealización más hermosa de la más ideal de las criaturas, a esa creación poética del cristianismo, que reúne en sí los dos más bellos estados de la mujer, virgen y madre, sin tener sus miserias, y a la que llamamos María.

—¡Madre, madre! —gemía.

Tía Isabel vino a sacarla de su dolor. Habían llegado algunas amigas y el Capitán General deseaba hablarle.

—¡Tía, decid que estoy enferma! —suplicó la joven espantada—; ¡me van a hacer tocar el piano y cantar.

—Tu padre lo ha prometido, ¿vas a poner feo a tu padre?

María Clara se levantó, miró a su tía, retorciose los hermosos brazos y balbuceó:

—¡Oh!, si tuviese yo…

Pero no concluyó su frase y empezó a arreglarse.

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