Noli me tangere

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XXXIX . La procesión

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XXXIX La procesión

A la noche y encendidos ya todos los faroles de las ventanas, salió por cuarta vez la procesión al repique de las campanas y las consabidas detonaciones.

El Capitán General, que había salido a pie en compañía de sus dos ayudantes, Capitán Tiago, el alcalde, el alférez e Ibarra, precedidos por guardias civiles y autoridades que abrían paso y despejaban el camino, fue invitado a ver pasar la procesión en casa del gobernadorcillo, que había hecho levantar delante un tablado, para que se recitara una loa en honor del Santo Patrón.

Ibarra hubiera renunciado gustoso a oír esta composición poética y preferido ver la procesión en casa de Capitán Tiago, donde María Clara se había quedado con sus amigas, pero Su Excelencia quería oír la loa y no tuvo más remedio que consolarse con la idea de verla en el teatro.

Principiaba la procesión con los ciriales de plata, llevados por tres enguantados sacristanes; seguían los chicos de la escuela, acompañados del maestro; después los muchachos con los faroles de papel, de forma y colores varios, puestos en el extremo de una caña más o menos larga y adornada según el capricho del muchacho, pues que esta iluminación la costeaba la niñez de los barrios. Cumplen gustosos con este deber impuesto por el matanda sa náyon[166], cada cual imagina y compone su farol, su fantasía lo adorna con más o menos perendengues y banderitas, atendiendo también al estado del bolsillo, y lo ilumina con un cabo de vela si tiene un amigo o pariente sacristán, o compra una candelita roja que los chinos usan ante sus altares.

En medio iban y venían alguaciles, tenientes de justicia, para cuidar de que las filas no se rompieran ni se aglomerara la gente, y para ello se valían de sus varas, con cuyos golpes, dados convenientemente y con cierta fuerza, procuraban contribuir a la gloria y brillantez de las procesiones, para edificación de las almas y lustre de las pompas religiosas.

A la vez que los alguaciles repartían gratis estos santificadores bejucazos, otros, para consolar a los azotados, distribuían cirios y velas de diferentes tamaños, gratis también.

—Señor alcalde —decía Ibarra en voz baja—, ¿se dan esos golpes en castigo de los pecados o sólo por gusto?

—¡Tiene usted razón, señor Ibarra! —contestó el Capitán General, que había oído la pregunta—; este espectáculo… bárbaro extraña a todo el que viene de otros países. Convendría prohibirlo.

Sin poderse explicar el porqué, el primer santo que aparece es San Juan Bautista. Al verlo se diría que la fama del primo de Nuestra Señora no andaba muy bien puesta entre la gente; verdad es que tenía pies y piernas de doncella y cara de anacoreta, pero iba en unas viejas andas de madera y le oscurecían unos cuantos chicos, armados de sus faroles de papel sin encender, pegándose disimuladamente unos a otros.

« ¡Desgraciado! —murmuró el filósofo Tasio, que presenciaba la procesión desde la calle—, ¡no te vale ser el precursor de la Buena Nueva, ni el haberse Jesús inclinado ante ti!, no te vale tu gran fe ni tu austeridad, ni el morir por la verdad y tus convicciones: ¡todo esto lo olvidan los hombres, cuando no se cuenta más que con los méritos propios! Más vale predicar mal en las iglesias que ser la elocuente voz que clama en el desierto, esto te enseña Filipinas. Si hubieses comido pavo en vez de langostas, vestido seda en vez de pieles y te hubieses afiliado a una corporación…».

Pero el viejo suspendió su apostrofe, pues venía San Francisco.

«¿No lo decía? —continuó sonriendo sarcásticamente—, éste va en carro y, ¡santo Dios, qué carro!, ¡cuántas luces y cuántos faroles de cristal!, ¡nunca te viste rodeado de tantas lumbreras, Giovanni Bernardone[167]! Y ¡qué música! ¡Otras melodías dejaron de oír tus hijos después de tu muerte! Pero, venerable y humilde fundador, si resucitas ahora, no verás sino degenerados Eliases de Cortona, y si te reconocen tus hijos, te encierran ¡y acaso participes de la suerte de Cesario de Speyer[168]!».

Detrás de la música venía el estandarte que representaba al mismo santo pero con siete alas, llevado por los hermanos terceros, vistiendo el hábito de guingón y rezando en alta y lastimera voz. Sin saberse la causa de ello, venía santa María Magdalena, hermosísima imagen con abundante cabellera, pañuelo de piña bordado entre los dedos cubiertos de anillos y traje de seda adornada de planchas de oro. Luces e incienso, la rodeaban; veíanse sus lágrimas de vidrio reflejar los colores de las luces de Bengala, que daban a la procesión aspecto fantástico, así que la santa pecadora lloraba ora verde, ora rojo, ora azul, etcétera. Las casas no principiaban a encender estas luces sino cuando pasaba San Francisco; San Juan Bautista no gozaba de estos honores y pasaba de prisa, avergonzado de ir el único vestido de pieles entre tanta gente cubierta de oro y piedras preciosas.

—¡Allí va nuestra santa! —dice la hija del gobernadorcillo a sus visitas—: le he prestado mis anillos, pero es para ganar el cielo.

Los alumbrantes deteníanse alrededor del tablado para oír la loa, los santos hacían lo mismo: ellos o sus portadores querían oír versos. Los que cargaban a san Juan, cansados de esperar, se sentaron en cuclillas y convinieron en dejarlo en el suelo.

—Puede enojarse el alguacil —objetó uno.

—¡Jes!, ¡en la sacristía lo dejan en un rincón entre telarañas…!

Y san Juan, una vez en el suelo, llegó a ser como gente del pueblo.

A partir de la Magdalena venían las mujeres, sólo que en vez de empezar por las niñas, como entre los hombres, venían primero las viejas, y las solteronas cerraban la procesión hasta el carro de la Virgen, detrás del cual venía el cura bajo su palio. Esta costumbre la tenían del padre Dámaso, que decía: «A la Virgen le gustan los jóvenes y no las viejas», lo que hacía poner mala cara a muchas beatas, pero no cambiar el gusto de la Virgen.

San Diego seguía a la Magdalena, aunque no parecía alegrarse de ello, pues continuaba compungido, como esta mañana cuando iba detrás de san Francisco. Tiran de su carro seis hermanas terceras por no sé qué promesa o enfermedad: es el caso que tiran, y con afán. San Diego se detiene delante del tablado y aguarda a que lo saluden.

Pero hay que esperar el carro de la Virgen precedido de gente vestida de fantasma, que asusta a los chicos, por eso se oye el llorar y chillar de los bebés imprudentes. Sin embargo, en medio de aquella masa oscura de hábitos, capuchones, cordones y tocas, al son de aquel rezo monótono y gangoso, vense, como blancos jazmines, como frescas sampagas entre trapos viejos, doce niñas vestidas de blanco, coronadas de flores, el cabello rizado, de miradas brillantes como sus collares; parecían geniecillos de la luz prisioneros de los espectros. Iban cogidas a dos anchas cintas azules sujetas al carro de la Virgen, recordando a las palomas que arrastran el de la Primavera.

Ya todas las imágenes estaban atentas, pegadas unas a otras para escuchar los versos; todo el mundo tenía los ojos fijos en la entreabierta cortina: al fin un «¡aaah!» de admiración se escapó de todos los labios.

Y lo merecía: era un jovencito con alas, botas de montar, banda, cinturón y sombrero con plumajes.

—¡El Señor Alcalde Mayor! —gritó uno, pero el prodigio de la creación empezó a recitar una poesía como él y no se dio por ofendido de la comparación.

¿Para qué trasladar aquí lo que dijo en latín, tagalo y castellano, todo versificado, la pobre víctima del gobernadorcillo? Nuestros lectores han saboreado ya el sermón del padre Dámaso de esta mañana, y no queremos mimarlos con tantas maravillas, además de que el franciscano puede tenemos mal corazón si le buscamos un competidor, y esto es lo que no queremos, gente pacífica como tenemos la fortuna de ser.

Continuó después la procesión: san Juan siguió su calle de amarguras.

Al pasar la Virgen por delante de la casa de Capitán Tiago, un canto celestial la saludó con las palabras del arcángel. Era una voz tierna, melodiosa, suplicante, llorando el Ave María de Gounod, acompañándose del piano que oraba con ella. La música de la procesión enmudeció, el rezo cesó y el mismo padre Salví se detuvo. La voz estremecía y arrancaba lágrimas: expresaba, más que una salutación, una plegaria, una queja.

Ibarra oyó la voz desde la ventana donde estaba y el terror y la melancolía descendieron sobre su corazón. Comprendió lo que aquella alma sufría y expresaba en un canto y temió preguntarse la causa de aquel dolor.

Sombrío, pensativo, lo encontró el Capitán General.

—Me acompañará usted en la mesa; allí hablaremos de esos niños que han desaparecido —le dijo.

—¿Seré yo la causa? —murmuraba el joven mirando sin ver a Su Excelencia, a quien siguió maquinalmente.

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