Noli me tangere

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XL. Doña Consolación

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XLDoña Consolación

¿Por qué están cerradas las ventanas de la casa del alférez?, ¿dónde estaban, mientras pasaba la procesión, la cara masculina y la camisa de franela de la Medusa o la Musa de la guardia civil? ¿Habrá comprendido Doña Consolación lo desagradables que eran su frente surcada de gruesas venas, conductoras, al parecer, no de sangre sino de vinagre y hiel el grueso tabaco, digno adorno de sus morados labios; y su envidiosa mirada, y, cediendo a un generoso impulso, no ha querido turbar con su aparición siniestra las alegrías de la multitud?

¡Ay!, ¡para ella los impulsos generosos, vivieron en la Edad de Oro!

La casa está triste porque el pueblo se alegra, como decía Sinang; no tiene ni faroles ni banderas. Si el centinela no se pasease delante de la puerta, se diría que la casa está deshabitada.

Una débil luz alumbra la desarreglada sala, y pone transparentes las sucias conchas[169] en que se ha agarrado la telaraña e incrustado el polvo. La señora, según su costumbre de estar mano sobre mano, dormita en un ancho sillón. Viste como todos los días, es decir, mal y horriblemente: por todo tocado, un pañuelo atado a la cabeza que deja escapar delgados y cortos mechones de cabellos enmarañados; la camisa de franela azul, sobre otra que debió de haber sido blanca, y una falda desteñida que modela los delgados y aplanados muslos, colocados uno sobre otro y agitándose febrilmente. De su boca van saliendo bocanadas de humo, que arroja con fastidio al espacio hacia donde mira cuando abre los ojos. Si en aquel momento la hubiese visto don Francisco de Cañamaque[170], la habría tomado por un cacique del pueblo o el mankukúlam[171], y habría adornado después su descubrimiento con comentarios en lengua de tienda, inventada por él para su uso particular.

Aquella mañana, la señora no había oído misa, no porque no hubiese querido; al contrario, quería enseñarse a la multitud y oír el sermón, pero el marido no se lo había permitido y la prohibición iba acompañada, como siempre, de dos o tres insultos, juramentos y amenazas de puntapiés. El alférez comprendía que su hembra vestía ridículamente, que olía a eso que llaman «querida de soldados», y que no convenía exponerla a las miradas de los personajes de la cabecera ni de los forasteros.

Pero ella no lo entendía así. Sabía que era hermosa, atractiva, que tenía aires de reina y vestía mucho mejor y con más lujo que la misma María Clara: ésta iba de tápis; ella, de saya suelta. Fue necesario que el alférez le dijese: «¡0 te callas o te envío a puntapiés a tu p. pueblo!».

Doña Consolación no quería volver a puntapiés a su pueblo, pero pensó en la venganza.

Jamás fue propia para infundir confianza en nadie la faz oscura de la señora, ni cuando se pintaba, pero aquella mañana inquietó grandemente, sobre todo cuando la vieron recorrer la casa de un extremo a otro, silenciosa y como meditando algo terrible o maligno: su mirada tenía el reflejo que brotaba de la pupila de una serpiente cuando, cogida, va a ser aplastada: era fría, luminosa, penetrante y tenía algo de viscoso, asqueroso, cruel.

La más pequeña falta, el más insignificante e inusitado ruido, le arrancaban un torpe e infame insulto que abofeteaba el alma; pero nadie respondía: excusarse era otro crimen.

Así se pasó el día. No encontrando un obstáculo que se le pusiese delante —el marido estaba convidado—, se saturaba de bilis; creeríase que las células de su organismo se cargaban de electricidad y amenazaban estallar en una infame tormenta. Todo a su alrededor se plegaba, como las espigas al primer soplo del huracán; no encontraba resistencia, no hallaba ninguna punta o eminencia para descargar su mal humor: soldados y criados se arrastraban a su lado.

Para no oír el regocijo exterior, mandó cerrar las ventanas; encargó al centinela no dejara pasar a nadie. Atose un pañuelo a la cabeza, como para evitar que estallara, y a pesar de que el sol brillaba aún, mandó encender luces.

Sisa, como vimos, fue detenida por perturbadora del orden y conducida al cuartel. El alférez no estaba entonces, y la infeliz tuvo que pasar la noche sentada en un banco, con la mirada indiferente. Al siguiente día, viola el alférez; temiendo por ella en aquellos días de algarabía y no queriendo dar un espectáculo desagradable, encargó a sus soldados la tuviesen custodiada, la tratasen con piedad y le diesen de comer. Así pasó la demente dos días.

Esta noche, sea que la vecindad de la casa de Capitán Tiago haya llevado hasta ella el triste canto de María Clara, sea que otros acordes despertasen sus antiguos cantos, sea la causa que fuere, Sisa empezó también a cantar con su voz dulce y melancólica los kundiman de su juventud. Los soldados la oían y se callaban; ¡ay!, aquellos aires despertaban antiguos recuerdos, los recuerdos del tiempo en que aún no se habían corrompido.

Doña Consolación la oyó también en su aburrimiento, y enterada de la persona que cantaba:

—¡Que suba al instante! —mandó después de algunos segundos de meditación. Una especie de sonrisa, vagaba por sus secos labios.

Trajeron a Sisa, quien se presentó sin turbarse, sin manifestar extrañeza ni temor: parecía no ver a ninguna señora. Esto hirió la vanidad de la Musa, que pretendía infundir respeto y espanto.

La alféreza tosió, hizo señas a los soldados para que se fuesen y, descolgando el látigo de su marido, dijo con acento siniestro a la loca:

—¡Vamos, magcantar icau[172]!

Sisa, naturalmente, no la comprendió, y esta ignorancia aplacó sus iras.

Una de las bellas cualidades de esta señora era el procurar ignorar el tagalo, o al menos aparentar no saberlo, hablándolo lo peor posible: así se daría aires de una verdadera orofea[173], como ella solía decir. ¡Y hacía bien!, porque si martirizaba el tagalo, el castellano no salía mejor librado ni en cuanto se refería a la gramática, ni a la pronunciación. ¡Y sin embargo su marido, las sillas y los zapatos, cada cual había puesto de su parte cuanto podía para enseñarla! Una de las palabras que le costaron más trabajo aún que a Champollion los jeroglíficos era la palabra Filipinas.

Cuéntase que al día siguiente de su boda, hablando con su marido, que entonces era cabo, había dicho Pilipinas; el cabo creyó deber suyo corregirla y le dijo, dándole un coscorrón: «¡Di Filipinas, mujer!, no seas bruta. ¿No sabes que se llama así a tu puñetero país por venir de Felipe?». La mujer, que soñaba en su luna de miel, quiso obedecer y dijo: «Felepinas». Al cabo le pareció que ya se acercaba, aumentó los coscorrones y la increpó: «Pero, mujer, ¿no puedes pronunciar: Felipe? No lo olvides, sabe que el rey don Felipe… quinto… ¡Di Felipe, y añádele nas, que en el latín significa islas de indios, y tienes el nombre de tu repuñetero país!».

La Consolación, lavandera entonces, palpándose el chichón o los chichones, repitió empezando a perder la paciencia:

—Fe… lipe, Felipe… nas, Felipenas, ¿así ba?

El cabo se quedó viendo visiones. ¿Por qué resultó Felipenas en vez de Felipinas? Una de dos: o se dice Felipenas o hay que decir Felipi.

Aquel día tuvo por prudente callarse; dejó a su mujer y fue a consultar cuidadosamente los impresos. Aquí su admiración llegó al colmo; restregose los ojos: «¡A ver… despacio!». Filipinas decían todos los impresos bien deletreados: ni él ni su mujer tenían razón.

—¿Cómo? —murmuraba—, ¿puede mentir la Historia? ¿No dice ese libro que Alonso Saavedra había dado este nombre al país en obsequio al infante don Felipe? ¿Cómo se corrompió este nombre? ¿Si será un indio el tal Alonso Saavedra…?

Consultó sus dudas al sargento Gómez, que en su mocedad había deseado ser cura. Éste, sin dignarse mirarle y arrojando una bocanada de humo, le contestó con la mayor prosopopeya:

—En los tiempos antiguos decíase Filipi en vez de Felipe; nosotros los modernos, como nos volvemos franchutes, no podemos tolerar dos ies seguidas. Por esto la gente culta, en Madrid sobre todo, ¿no has estado en Madrid?, la gente culta, digo, ya empieza a decir: menistro, enritación, embitación, endino, etcétera, que es lo que se llama montarse a la moderna.

El pobre cabo no había estado en Madrid; he aquí por qué ignoraba el busilis. ¡Qué cosas se aprenden en Madrid!

—¿De modo que hoy se debe decir…?

—¡A la antigua, hombre! Este país aún no es culto. ¡A la antigua: Filipinas! —contestó Gómez con desprecio.

El cabo, si era mal filólogo, era en cambio buen marido: lo que acababa de aprender, su mujer debía saberlo también, y continuó la educación.

—Consola, ¿cómo llamas a tu puñetero país?

—¿Cómo lo he de llamar? Como me lo enseñaste: ¡Felipenas!

—¡Te tiro la silla, puta! Ayer ya lo pronunciabas algo mejor, a la moderna, pero ahora hay que pronunciarlo a la antigua ¡Feli, digo, Filipinas!

—¡Mira que yo no soy ninguna antigua! ¿Qué te has creído?

—¡No importa! ¡Di Filipinas!

—¡No me da la gana! Yo no soy ningún trasto viejo… ¡Apenas treinta añitos! —contestó remangándose, como disponiéndose al combate.

—¡Dilo, reputa, o te tiro la silla!

Consolación vio el movimiento, reflexionó y balbuceó respirando fuertemente:

—Feli… Fele… File…

—¡Pum!, ¡crrac!, la silla concluyó con la palabra.

Y la lección terminó a puñetazos, arañazos, bofetones. El cabo la cogió del cabello, ella a él de la perilla y de otra parte del cuerpo —morder no podía, que los dientes se le movían todos—, el cabo dio un grito, soltola, pidiole perdón, brotó la sangre, hubo un ojo más rojo que el otro, una camisa hecha jirones, salieron muchos órganos de sus escondites, pero Filipinas no salió.

Aventuras parecidas sucedían cada vez que se trataba del lenguaje. El cabo, que veía los progresos lingüísticos de ella, calculaba con dolor que en diez años su hembra perdería por completo el uso de la palabra. En efecto, así sucedió. Cuando se casaron, ella entendía aún el tagalo y se hacía entender en español; ahora, en la época de nuestra narración, ya no hablaba ningún idioma: se había aficionado tanto al lenguaje de los gestos, y de éstos escogía los más ruidosos y contundentes, que daba quince y falta al inventor del Volapük[174].

Sisa, pues, tuvo la fortuna de no comprenderla. Desarrugáronse un poco sus cejas, una sonrisa de satisfacción animó su cara: indudablemente, ella ya no sabía el tagalo: era ya orofea.

—¡Asistente, di a ésta en tagalo que cante! No me comprende, ¡no sabe el español!

La loca comprendió al asistente y cantó la «Canción de la Noche».

Doña Consolación oía al principio con risa burlona, pero la risa desapareció poco a poco de sus labios, se puso atenta, después seria y algo pensativa. La voz, el sentido de los versos y el canto mismo la impresionaban: aquel corazón árido y seco estaba tal vez sediento de lluvia. Ella lo comprendía bien: La tristeza, el frío y la humedad que descienden del cielo envueltos en el manto de la noche, según el kundiman, le parecía que descendían también sobre su corazón; la flor mustia y marchita que durante el día había ostentado sus galas, deseosa de aplauso y llena de vanidad, al caer la tarde, arrepentida y desengañada, hace un esfuerzo para levantar sus ajados pétalos al cielo, pidiendo un poco de sombra para ocultarse y morir sin la burla de la luz que la vio en su pompa, sin ver la vanidad de su orgullo, un poco de rocío también que llore sobre ella. El ave nocturna deja su solitario retiro, el hueco del añoso tronco y turba la melancolía de las selvas…

—¡No, no cantes! —exclamó la alféreza en perfecto tagalo, levantándose agitada—, ¡no cantes! ¡Me hacen daño esos versos!

La loca se calló; el asistente soltó un «¡Abá!, sabe palá tagalog[175]» y quedóse mirando a la señora lleno de admiración.

Ésta comprendió que se había delatado: avergonzose y, como su naturaleza no era la de una mujer, la vergüenza tomó el aspecto de rabia y odio. Señaló la puerta al imprudente y, de un puntapié, la cerró detrás de él. Dio unas cuantas vueltas por el aposento, retorciendo entre sus nervudas manos el látigo y, parándose de repente delante de la loca, le dijo en español:

—¡Baila!

Sisa no se movió.

—¡Baila, baila! —repitió con voz siniestra.

La loca la miraba con ojos vagos, sin expresión; la alféreza le levantó un brazo, después otro, sacudiéndoselos: inútil, Sisa no comprendía.

Púsose a saltar, a agitarse, estimulando a la otra para que la imitara. Oíase de lejos la música de la procesión tocar una marcha grave y majestuosa, pero la señora saltaba furiosamente siguiendo otro compás, otra música: la que resonaba en su interior. Sisa la miraba inmóvil: algo como curiosidad se pintó en sus labios y una débil sonrisa movió sus pálidos labios: le hacía gracia el baile de la señora.

Parose ésta como avergonzada, levantó el látigo, aquel terrible látigo conocido de los ladrones y soldados, hecho de Ulangó[176] y perfeccionado por el alférez con alambres retorcidos, y dijo:

—¡Ahora te toca a ti bailar… baila!

Y empezó a azotar débilmente los pies descalzos de la locura, cuya cara se contrajo de dolor, y se vio obligada a defenderse con las manos.

—¡Ajá!, ¡ya empiezas! —exclamó con salvaje alegría, y del lento pasó a un allegro vivace.

La infeliz lanzó un quejido de dolor y levantó vivamente el pie.

—¿Has de bailar, puta india? —decía la señora, y el látigo vibraba y silbaba.

Sisa dejóse caer al suelo, llevándose ambas manos a las piernas y mirando a su verdugo con ojos desencajados. Dos fuertes latigazos a la espalda la hicieron levantarse: ya no fue un quejido, fueron dos aullidos lo que la desgraciada exhaló. Rasgose la fina camisa, la piel se abrió y brotó la sangre.

La vista de la sangre entusiasma al tigre; la sangre de su víctima exaltó a doña Consolación.

—¡Baila, baila, condenada maldita! ¡Malhaya la madre que te parió! —gritaba—, ¡baila o te mato a latigazos!

Y ella misma, cogiéndola con una mano y azotándola con la otra, empezó a saltar y a bailar.

La loca la comprendió al fin y siguió moviendo descompasadamente los brazos. Una sonrisa de satisfacción contrajo los labios de la maestra, sonrisa de un Mefistófeles hembra que consigue sacar un gran discípulo; había odio, desprecio, burla y crueldad: más no habría dicho una carcajada.

Y, absorta en el goce de su espectáculo, no oyó llegar a su marido hasta que se abrió estrepitosamente la puerta de un puntapié.

Apareció el alférez, pálido y sombrío; vio lo que allí pasaba y lanzó una terrible mirada a su mujer. Ésta no se movió de su sitio y quedóse sonriendo cínicamente.

El alférez puso lo más dulcemente que pudo la mano sobre el hombro de la extraña bailarina y la hizo parar. La loca respiró y sentóse poco a poco en el suelo, manchado de su sangre.

El silencio continuó: el alférez respiraba con fuerza; la hembra, que lo observaba con ojos interrogadores, recogió el látigo y le preguntó con voz tranquila y lenta:

—¿Qué te pasa? ¡No me has dado las buenas noches!

El alférez, sin contestar, llamó al asistente.

—¡Llévate a esta mujer! —dijo—, ¡que la Marta le dé otra camisa y la cure! ¡Tú le darás bien de comer, una buena cama… cuidado con que se la trate mal! ¡Mañana se la conducirá a casa del señor Ibarra!

Después cerró cuidadosamente la puerta, puso el cerrojo y se acercó a su señora.

—¡Tú estás buscando que yo te reviente! —le dijo cerrando los puños.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella, levantándose y retrocediendo.

—¿Qué me pasa? —gritó con voz de trueno soltando una blasfemia, y enseñándole un papel lleno de garabatos, continuó—: ¿No has escrito tú esta carta al alcalde diciendo que se me paga para permitir el juego, so puta? ¡Yo no sé cómo no te machaco!

—¡A ver!, ¡a ver si te atreves! —díjole ella riendo burlonamente—: ¡el que me ha de machacar ha de ser mucho más hombre que tú!

Él oyó el insulto, pero vio el látigo. Cogió un plato de los que estaban sobre una mesa y se lo arrojó a la cabeza; la mujer, acostumbrada a estas luchas, se baja rápidamente y el plato se estrella contra la pared; igual suerte les cupo a una taza y a un cuchillo.

—¡Cobarde! —le grita ella—, no te atrevas a acercarte.

Y lo escupe para exasperarlo más. El hombre se ciega y, bramando, se arroja sobre ella, pero ésta, con una rapidez asombrosa, le cruza la cara a latigazos, échase a correr atropelladamente, y se encierra en su cuarto, cuya puerta cierra con violencia. Rugiendo de ira y de dolor, persíguela el alférez y sólo consigue darse contra la puerta, lo que lo hace vomitar blasfemias.

—¡Maldita sea tu descendencia, marrana! ¡Abre, puta, puta; abre; si no, te rompo la crisma! —aullaba golpeando la puerta con sus puños y pies.

Doña Consolación no contestaba. Oíase un crujir de sillas y baúles, como quien quiere levantar una barricada con muebles caseros. La casa cimbraba a los puntapiés y juramentos del marido.

—¡No entres, no entres! —decía la voz agria de la mujer—; si te asomas, te pego un tiro.

Él pareció calmarse poco a poco y se contentó con pasearse de un extremo a otro de la sala como una fiera en su jaula.

—¡Vete a la calle a refrescarte la cabeza! —continuaba burlándose la mujer, que parecía haber concluido ya sus preparativos de defensa.

—¡Te juro que como te coja, no te ve ni Dios, so cochina puta!

—¡Sí!, ya puedes decir lo que quieras… ¡no querías que fuese a misa!, ¡no me dejabas cumplir con Dios! —decía con sarcasmo, como ella sola lo sabía hacer.

El alférez cogió su capacete, arreglose un poco y se marchó a grandes pasos, pero al cabo de algunos minutos volvió sin hacer ruido: se había quitado las botas. Los criados, acostumbrados a estos espectáculos, solían aburrirse, pero la novedad de las botas llamó la atención y unos a otros se guiñaron.

Sentóse el alférez en una silla, al lado de la sublime puerta, y tuvo la paciencia de esperar más de media hora.

—¿Has salido de veras o estás ahí, cabrón? —preguntaba la voz de tiempo en tiempo, cambiando de epítetos, pero subiendo el tono.

Por fin ella comenzó a retirar poco a poco los muebles: él oía el ruido y se sonreía.

—¡Asistente!, ¿ha salido el señor? —gritó doña Consolación.

El asistente, a una señal del alférez, contestó:

—Sí, señora, ha salido…

Oyósela reír alegremente y descorrió el cerrojo.

Despacio se levantó el marido; entreabriose la puerta…

Un grito, el ruido de un cuerpo que cae, juramentos, aullidos, maldiciones, golpes, voces roncas… ¿Quién describe lo que pasó en la oscuridad de la alcoba?

El asistente, saliendo a la cocina, hizo una seña muy significativa al cocinero.

—¡Y lo vas a pagar tú! —díjole éste.

—¿Yo?, ¡en todo caso el pueblo! Ella me preguntó si ha salido, no si ha vuelto.

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