Noli me tangere

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XLIII. Los esposos de Espadaña

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XLIIILos esposos de Espadaña

Ya ha pasado la fiesta; los vecinos del pueblo hallan otra vez, como todos los años, que la caja está más pobre; que han trabajado, sudado y desvelado mucho sin divertirse, sin adquirir nuevos amigos; en una palabra, han comprado caro el bullicio y los dolores de cabeza. Pero no importa; el año que viene se hará lo mismo, lo mismo la venidera centuria, pues ésta ha sido hasta ahora la costumbre.

En casa del Capitán Tiago reina bastante tristeza; todas las ventanas está cerradas, la gente apenas hace ruido al andar y sólo en la cocina se atreve a hablar en voz alta. María Clara, el alma de la casa, yace enferma en el lecho; su estado se lee en todos los semblantes, como se leen las dolencias del espíritu en las facciones de un individuo.

—¿Qué te parece, Isabel: hago la limosna a la cruz de Tunasan o a la cruz de Matahong? —pregunta en voz baja el atribulado padre—. La cruz de Tunasan crece, pero la de Matahong suda; ¿cuál crees tú que sea la más milagrosa?

Tía Isabel piensa, mueve la cabeza y murmura:

—Crecer… crecer es mayor milagro que sudar: todos sudamos, pero no crecemos todos…

—Es verdad, sí, Isabel, pero advierte que sudar…, sudar la madera que hacían para pie de banco no es poco milagro… Vamos, lo mejor será dar limosna a ambas cruces, así ninguna se resiente y María Clara sanará más pronto… ¿Están bien los cuartos? Ya sabes que viene con los doctores un nuevo señor medio pariente del padre Dámaso; es menester que nada falte.

En el otro extremo del comedor están las dos primas, Sinang y Victoria, que vienen a acompañar a la enferma. Andeng les ayuda a limpiar un servicio de plata para tomar el té.

—¿Conocéis al doctor Espadaña? —pregunta con interés a Victoria la hermana de leche de María Clara.

—¡No! —contesta la interpelada—; lo único que sé de él es que cobra muy caro, según Capitán Tiago.

—¡Entonces debe de ser muy bueno! —dice Andeng—; el que agujereó el vientre de doña María cobraba caro, por eso era sabio.

—¡Tonta! —exclama Sinang—, no todo el que cobra caro es sabio. Mírale al doctor Guevara; después que no supo ayudar al parto, cortándole la cabeza al niño, le cobra cincuenta pesos al viudo… Lo que sabe es cobrar.

—¿Qué sabes tú? —le pregunta su prima dándole un codazo.

—¿No lo he de saber? El marido, que es un aserrador de maderas, después de perder su esposa, tuvo también que perder su casa, porque el alcalde, que es amigo del doctor, lo obligó a pagar… ¿No lo he de saber? Mi padre le prestó el dinero para hacer el viaje a Santa Cruz.

Un coche, parándose delante de la casa, cortó todas las conversaciones.

Capitán Tiago, seguido de la tía Isabel, bajó corriendo las escaleras para recibir a los recién llegados. Éstos eran el doctor don Tiburcio de Espadaña, su señora, la doctora doña Victorina de los Reyes de de Espadaña y un joven español de fisonomía simpática y agradable aspecto.

Ella vestía una bata de seda bordada de flores y un sombrero con un gran papagayo, medio machacado entre cintas azules y rojas; el polvo del camino, mezclándose con los polvos de arroz en sus mejillas, parecían aumentar sus arrugas; como cuando la vimos en Manila, hoy lleva también del brazo a su marido cojo.

—¡Tengo el gusto de presentarle a usted a nuestro primo don Alfonso Linares de Espadaña! —dijo doña Victorina señalando al joven—; el señor es ahijado de un pariente del padre Dámaso, secretario particular de todos los ministros…

El joven saludó con gracia; Capitán Tiago por poco le besa la mano.

Mientras suben las numerosas maletas y sacos de viaje, mientras Capitán Tiago los conduce a sus aposentos, digamos algo acerca de este matrimonio, cuyo conocimiento hemos hecho tan ligeramente en los primeros capítulos.

Doña Victorina era una señora de unos cuarenta y cinco agostos, equivalentes a treinta y dos abriles según sus cálculos aritméticos. Había sido bonita en su juventud, tuvo buenas carnes —así solía decirlo ella—, pero extasiada en la contemplación de sí misma, había mirado con gran desdén a muchos adoradores filipinos que tuvo, pues sus aspiraciones eran de otra raza. Ella no había querido otorgar a nadie su blanca y diminuta mano, pero no por desconfianza, pues no pocas veces había entregado alhajas y joyas de inestimable valor a varios aventureros extranjeros y nacionales.

Seis meses antes de la época de nuestra historia, vio realizado su más hermoso sueño, el sueño de toda su vida, por el cual despreciara los halagos de la juventud y hasta las promesas de amor de Capitán Tiago, arrulladas en otro tiempo en sus oídos o cantadas en alguna serenata. Tarde, es verdad, se ha realizado el sueño; pero doña Victorina, que, aunque hablaba mal el español, era más española que la Agustina de Zaragoza, sabía el refrán «más vale tarde que nunca» y consolábase con decírselo a sí misma. «No hay felicidad completa en la tierra» era su otro íntimo refrán, porque ambos no salían jamás de sus labios delante de otras personas.

Doña Victorina, que ha pasado su primera, segunda, tercera y cuarta juventud tendiendo redes para pescar en el mar del mundo el objeto de sus insomnios, tuvo al fin que contentarse con lo que la suerte le quiso deparar. La pobrecita, si en vez de tener treinta y dos abriles, no hubiese tenido más que treinta y uno —la diferencia para su aritmética era muy grande—, habría devuelto al Destino la presa que le ofrecía, para esperar otra más en conformidad con sus gustos. Pero como el hombre propone y la necesidad dispone, ella, que tenía ya mucha necesidad de marido, viose obligada a contentarse con un pobre hombre que arrojó de sí Extremadura, y que después de vagar por el mundo seis o siete años, Ulises moderno, encontró al fin en la Isla de Luzón hospitalidad, dinero y una Calipso trasnochada, su media naranja… ¡ay!, y la naranja era agria. Llamábase el infeliz Tiburcio Espadaña, y aunque tenía treinta y cinco años y parecía viejo, era sin embargo más joven que doña Victorina, que sólo tenía treinta y dos. El porqué de esto es fácil de comprender, pero peligroso de decir.

Había ido a Filipinas de oficial quinto de Aduanas, pero tuvo tan mala suerte que, además de marearse mucho y fracturarse una pierna durante la navegación, encontrose a los quince días de su llegada con la cesantía que oportunamente le trajo el «Salvadora»[181] cuando ya se encontraba sin un cuarto.

Escarmentado del mar, no quiso volver a España sin haber hecho fortuna, y pensó dedicarse a algo. El orgullo español no le permitía ningún trabajo corporal: el pobre hombre hubiera trabajado con gusto para vivir honradamente, pero el prestigio de los españoles no se lo hubiera consentido y este prestigio no lo salvaba de las necesidades.

Al principio vivía a costa de algunos paisanos, pero como Tiburcio era honrado, sabíale amargo el pan y, en vez de engordar, enflaquecía. No teniendo ni ciencia ni dinero ni recomendaciones, aconsejáronle sus paisanos, para desprenderse de él, fuese a provincias y se hiciese pasar por doctor en Medicina. El hombre se resistía al principio, pues si bien había sido mozo en el hospital de San Carlos, no había aprendido nada de la ciencia de curar: su oficio era sacudir el polvo de los bancos, encender los braseros, y esto fue por poco tiempo. Pero como la necesidad apremiaba y sus amigos disipaban sus escrúpulos, dioles oídos al fin, fuese a provincias y empezó por visitar algunos enfermos, cobrando módicamente, como su conciencia se lo decía. Mas, a semejanza del joven filósofo de que habla Samaniego, concluyó cobrando caro y poniendo gran precio a sus visitas; de aquí pronto lo tuvieron por gran médico y hubiera hecho probablemente fortuna si el Protomedicato de Manila no hubiese tenido noticia de sus exorbitantes honorarios y de la competencia que hacía a los otros.

Intercedieron por él particulares y profesores. «¡Hombre!», le decían al celoso doctor C…, «déjele usted hacer su capitalito, que en cuanto tenga seis o siete mil pesitos, se podrá volver a su tierra y vivir allí en paz. Total, ¿qué le hace a usted eso? ¿Que engaña a los incautos indios? Pues que sean más listos. ¡Es un infeliz; no lo quite usted el pan de su boca; sea usted buen español!».

El doctor era un buen español y consintió en hacer la vista gorda; pero, como la noticia llegó a oídos del pueblo, empezose a desconfiar de él y en poco don Tiburcio Espadaña perdió su clientela y se vio de nuevo obligado a mendigar el pan de cada día. Por entonces supo de un amigo suyo, íntimo que fue de doña Victorina, el apuro en que se encontraba esta señora, su patriotismo y buen corazón. Don Tiburcio vio allí un pedazo de cielo y pidió ser presentado.

Doña Victorina y don Tiburcio se vieron. ¡Tarde venientibus ossa[182] habría exclamado él si hubiese sabido latín! Ella no era ya pasable, era pasada; su abundante cabellera se había reducido a un moño, al decir de su criada, grande como la cabeza de un ajo; arrugas surcaban su cara y empezaban a movérsele los dientes; los ojos habían sufrido también, y considerablemente; tenía que entornarlos con frecuencia para mirar a cierta distancia: su carácter era lo único que había quedado.

Al cabo de media hora de conversación, comprendiéronse y se aceptaron. Ella hubiera preferido un español menos cojo, menos tartamudo, menos calvo, menos mellado, que arrojase menos saliva al hablar y tuviese más «brío y categoría», como ella solía decir; pero esta clase de españoles no se dirigieron jamás a ella para pedirle su mano. Había oído más de una ver decir que «a la ocasión la pintan calva» y creyó honradamente que don Tiburcio era la misma ocasión, pues gracias a sus noches negras padecía de una prematura calvicie. ¿Qué mujer no es prudente a los treinta y dos años?

Don Tiburcio, por su parte, sintió vaga melancolía al pensar en su luna de miel. Sonriose con resignación y evocó en su auxilio el fantasma del hambre. Jamás había tenido ambición ni pretensiones; sus gustos eran sencillos, sus pensamientos limitados; pero su corazón, virgen hasta entonces, había soñado en muy diferente divinidad. Allá en su juventud, cuando, cansado de trabajar después de una frugal cena, iba a acostarse en una mala cama para digerir el gazpacho, se dormía pensando en una imagen sonriente, acariciadora. Después, cuando los disgustos y las privaciones aumentaron, pasaron los años y la poética imagen no vino, pensó sencillamente en una buena mujer, hacendosa, trabajadora, que pudiese aportar una pequeña dote, consolidarlo de las fatigas del trabajo y reñirle de cuando en cuando, ¡sí, él pensaba en las riñas como en una felicidad! Pero, cuando, obligado a vagar de país en país en busca no ya de fortuna, sino de alguna comodidad para vivir los días que le restaban; cuando, ilusionado por las relaciones de sus paisanos que venían de Ultramar, embarcose para Filipinas, el realismo cedió el puesto a una arrogante mestiza, a una hermosa india de grandes ojos negros, envuelta en sedas y tejidos transparentes, cargada de brillantes y oro, que le brindara su amor, sus coches, etcétera. Llegó a Filipinas y creyó que realizaba su sueño, pues las jóvenes que en plateados coches acudían a la Luneta y al Malecón lo habían mirado con cierta curiosidad. Mas, una vez cesante, la mestiza o la india desapareció, y con trabajo se forjó la imagen de una viuda, pero una viuda agradable. Así que cuando vio su sueño tomar cuerpo en parte, se puso triste, pero, como teñía cierta dosis de filosofía natural, se dijo:«¡Aquello era un sueño y en el mundo no se vive soñando!». Así resolvía él sus dudas: ella gasta polvos de arroz, ¡pshé!, cuando se casen, ya hará que se los quite; tiene muchas arrugas, pero su levita tiene más roturas y zurcidos; es una vieja pretenciosa, imponente y varonil, pero el hambre es más varonil, más imponente y más pretencioso todavía. Y luego, para eso ha nacido él dulce de genio, y, ¿quién sabe?, el amor modifica los caracteres; habla muy mal el castellano, él tampoco lo habla bien, según dijo el jefe del negociado al notificarle su cesantía, y además, ¿qué importa? ¿Es una vieja fea y ridícula?, ¡él era cojo, desdentado y calvo! Don Tiburcio prefería cuidar que no ser cuidado por enfermo de hambre. Cuando algún amigo se burlaba de él, respondía: «Dame pan y llámame tonto».

Don Tiburcio era lo que vulgarmente se dice: un hombre que no hacía mal a una mosca: modesto e incapaz de abrigar un mal pensamiento, se hubiera hecho misionero en los antiguos tiempos. Su estancia en el país no le había podido dar ese convencimiento de alta superioridad, de gran valor y de elevada importancia que a las pocas semanas adquieren la mayor parte de sus paisanos. Su corazón no ha podido nunca abrigar odio; todavía no ha podido encontrar un solo filibustero; únicamente veía infelices a quienes convenía desplumar, si no quería ser más infeliz que ellos. Cuando se trató de formarle causa por hacerse pasar como médico, no se resintió, no se quejó; reconocía la justicia y sólo contestaba: «¡Pero es menester vivir!».

Casáronse o cazáronse, pues, y fueron a Santa Ana para pasar la luna de miel; pero en la noche de bodas, doña Victorina tuvo una terrible indigestión y don Tiburcio dio gracias a Dios y mostróse solícito y cuidadoso. A la segunda noche, sin embargo, se portó como hombre honrado y, al día siguiente, al mirarse en el espejo, sonrió con melancolía descubriendo sus desprovistas encías: había envejecido lo menos diez años.

Muy contenta doña Victorina de su marido, hizo que le arreglaran una buena dentadura postiza, le vistieran y le equiparan los mejores sastres de la ciudad; encargó arañas[183] y calesas, pidió a Batangas y Albay los mejores troncos y hasta le obligó a tener dos caballos para las próximas carreras.

Mientras transformaba a su marido, no se olvidaba de su propia persona: dejó la saya de seda y la camisa de pifia por el traje europeo; sustituyó el sencillo tocado de las filipinas por los falsos flequillos, y con sus trajes que le sentaban divinamente mal turbó la paz de todo el tranquilo y ocioso vecindario.

El marido que no salía nunca a pie —ella no quería que se viese su cojera— la llevaba de paseo por los sitios más solitarios con gran pesar de ella, que quería lucir su marido en los paseos más públicos, pero se callaba por respeto a la luna de miel.

El cuarto menguante empezó cuando él quiso hablarle de los polvos de arroz, diciendo que aquello era falso, no natural; doña Victorina frunció las cejas y le miró la dentadura postiza. Él se calló y ella comprendió su flaco.

Pronto creyose madre y anunciolo así a todos sus amigos:

—El mes que viene, yo y de Espadaña nos vamos a la Península; no quiero que nuestro hijo nazca aquí y le llamen revolucionario.

Puso un de al apellido de su marido; el de no costaba nada y daba categoría al nombre. Cuando firmaba, poníase: Victorina de los Reyes de de Españada; este de de Espadaña era su manía; ni el que le litografió sus tarjetas ni su marido pudieron quitárselo de la cabeza.

—¡Si no pongo más que un de, puede creerse que no lo tienes, tonto! —decía a su marido.

Hablaba continuamente de sus preparativos de viaje, aprendiose de memoria de los nombres de los puntos de escala, y era un gusto oírla hablar: «Voy a ver el istmo en el Canal de Suez; de Espadaña cree que es lo más bonito y de Espadaña ha recorrido todo el mundo». «Probablemente no volveré más a este país de salvajes». «No he nacido para vivir aquí; me convendría más Aden o Port Said; desde niña lo he creído así», etcétera. Doña Victorina, en su geografía, dividía el mundo en Filipinas y España, a diferencia de los chulos que lo dividen en España y América, o China por otro nombre.

El marido sabía que algunas de estas cosas eran barbaridades pero se callaba para que no le chillase y le echase en cara su tartamudez. Hízose la antojadiza para aumentar sus ilusiones de madre, y le dio por vestirse de colores, llenarse de flores y cintas y pasearse en bata por la Escolta, pero ¡oh desencanto!, pasaron tres meses y el sueño se evaporó, y no habiendo ya motivo para que el hijo no fuese revolucionario, se desistió del viaje. Diose por consultar médicos, comadronas, viejas y otros, pero inútil; ella, que con gran descontento de Capitán Tiago se burlaba de san Pascual Bailón, no quería recurrir a ningún santo ni santa, por lo que le dijo un amigo de su marido:

—¡Créame usted, señora, es usted el único espíritu fuerte en este aburrido país!

Sonriose ella sin comprender lo que era espíritu fuerte, y a la noche, a la hora de dormir, se lo preguntó al marido.

—Hija —contestó éste—, el e… espíritu más fuerte que conozco es el amoníaco: mi amigo habrá hablado por re… retórica.

Desde entonces ella decía siempre que podía:

—Soy el único amoníaco en este aburridísimo país, hablando por retórica, así lo ha dicho el señor N. de N., peninsular de muchísima categoría.

Cuanto decía, se tenía que hacer; había llegado a dominar completamente a su marido, que por su parte no ofreció gran resistencia, llegando a convertirse en una especie de perrito faldero para ella. Si la incomodaba, no lo dejaba pasear, y cuando se enfurecía de veras, le arrancaba la dentadura dejándolo horrible por uno o más días, según.

Se le ocurrió que su marido debía ser doctor en Medicina y Cirugía, y así se lo manifestó:

—¡Hija!, ¿quieres que me prendan? —preguntó espantado.

—¡No seas tonto y déjame arreglarlo! —contestó—; no irás a curar a nadie, pero quiero que te llamen doctor y a mí doctora, ¡ea!

Y al día siguiente, Rodoreda[184] recibía el encargo de grabar en una losa de mármol negro: DR. DE ESPADAÑA, ESPECIALISTA EN TODA CLASE DE ENFERMEDADES.

Toda la servidumbre les ha de dar los nuevos títulos y, a consecuencia de esto, se aumentó el número de los flequillos, la capa de polvo de arroz, las cintas y encajes, y miró con más desdén que nunca a sus pobres y poco afortunadas paisanas, cuyos maridos eran de menos categoría que el suyo. Cada día sentía dignificarse y elevarse más, y a seguir este camino, al cabo de un año se creería de origen divino.

Estos sublimes pensamientos no impedían, sin embargo, que cada día fuese más vieja y ridícula. Toda vez que Capitán Tiago se encontraba con ella y se acordaba de haberle hecho en vano el amor, mandaba acto continuo un peso a la iglesia para una misa en acción de gracias. A pesar de esto, Capitán Tiago respetaba mucho al marido por el título de especialista en toda clase de enfermedades y escuchaba con atención las pocas frases que él, en su tartamudez, conseguía pronunciar. Por esto y porque este doctor no visitaba a todo el mundo como los otros médicos, lo escogió Capitán Tiago para asistir a su hija.

En cuanto al joven Linares, ya era otra cosa. Cuando se disponía el viaje para España, doña Victorina pensó en un administrador peninsular, pues no confiaba en los filipinos; el marido acordose de un sobrino en Madrid, que estudiaba para abogado y era considerado el más listo de la familia; escribiéronle pues, pagándole de antemano el pasaje, y cuando el sueño se desvaneció, el joven ya estaba navegando.

Éstos son los tres personajes que acaban de llegar.

Mientras tomaban el segundo almuerzo, llegó el padre Salví, y los esposos, que ya lo conocían, le presentaron con todos sus títulos al joven Linares, que se ruborizó.

Se hablo de María Clara, como era natural; la joven descansaba y dormía. Se habló del viaje; doña Victorina lució su verbosidad criticando las costumbres de los provincianos, sus casas de nipa, los puentes de caña, sin olvidarse decir al cura sus amistades con el segundo cabo, con el alcalde tal, con el oidor cual, con el intendente…, personas todas de categoría que le guardaban mucha consideración.

—Hubiera usted venido dos días antes, doña Victorina —repuso Capitán Tiago en una pequeña pausa—, habría usted encontrado a Su Excelencia el Capitán General: allí estaba sentado.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Estuvo aquí Su Excelencia? ¿Y en su casa? ¡Mentira!

—¡Le digo a usted que allí se sentaba! Hubiera usted venido dos días antes…

—¡Ah!, ¡qué lástima que Clarita no se haya enfermado antes! —exclamó ella con verdadero pesar, y dirigiéndose a Linares—: ¿Oyes, primo? ¡Aquí estaba Su Excelencia! ¿Ves si tenía razón, de Espadaña, cuando te decía que no ibas a casa de un miserable indio? Porque usted sabrá, don Santiago, que nuestro primo era en Madrid amigo de ministros y duques, y comía en casa del conde del Campanario.

—Del duque de La Torre[185], Victorina —le corrige su marido.

—Lo mismo da, ¡si me dirás tú a mí…!

—¿Encontraría yo este día al padre Dámaso en su pueblo? —interrumpió Linares dirigiéndose al padre Salví—; me han dicho que está cerca de aquí.

—Precisamente está aquí y vendrá dentro de poco —contestó el cura.

—¡Cuánto me alegro!, tengo una carta para él —exclamó el joven—, y si no fuera por esta feliz casualidad que me trae aquí, habría venido expresamente para visitarle.

La feliz casualidad entretanto se había despertado.

—¿De Espadaña? —dice doña Victorina terminando el almuerzo—, ¿vamos a ver a Clarita? —Y a Capitán Tiago—: ¡Por usted sólo, don Santiago, por usted sólo! Mi marido no cura más que a las personas de categoría, ¡y aun, aun! Mi marido no es como los de aquí… en Madrid no visitaba más que a los personajes de categoría.

Pasaron al cuarto de la enferma.

La habitación estaba casi a oscuras, las ventanas cerradas por miedo a la corriente de aire, y la poca luz que la iluminaba partía de dos cirios que ardían delante una imagen de la virgen de Antipolo.

Ceñida la cabeza con un pañuelo empapado en agua de Colonia, envuelto cuidadosamente el cuerpo en blancas sábanas de abundantes pliegues, que velaban sus formas virginales, yacía la joven en su catre de kamagon[186] entre cortinajes de júsi y piña. Sus cabellos, formando un marco alrededor de su ovalado semblante, aumentaban aquella transparente palidez, animada únicamente por sus grandes ojos, llenos de tristeza. A su lado estaban las dos amigas y Andeng, con un ramo de azucenas.

De Espadaña tomole el pulso, examinó la lengua, hizo unas cuantas preguntas, y dijo moviendo la cabeza a un lado y otro:

—¡E… está enferma, pero se puede curar!

Doña Victorina miró con orgullo a los circunstantes.

—¡Liquen con leche por la mañana, jarabe de altea, dos píldoras de cinoglosa! —ordenó de Espadaña.

—Cobra ánimo, Clarita —decía doña Victorina acercándose—; hemos venido para curarte… ¡Te voy a presentar a nuestro primo!

Linares estaba absorto, contemplando aquellos elocuentes ojos que parecían buscar a alguien y no oyó a doña Victorina que le llamaba.

—Señor Linares —díjole el cura arrancándolo de su éxtasis—, aquí viene el padre Dámaso.

En efecto, venía el padre Dámaso, pálido y algo triste; al dejar la cama, su primera visita fue para María Clara. No era ya el padre Dámaso de antes, tan robusto y decidor; ahora marcha silencioso y algo vacilante.

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