Noli me tangere

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XLIV. Proyectos

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Sin cuidarse de nadie, se fue derecho a la cama de la enferma y, tomándola de la mano:

—¡María! —dijo con indecible ternura, y brotaron lágrimas de sus ojos—. ¡María, hija mía, no te has de morir!

María abrió los ojos y le miró con cierta extrañeza.

Ninguno de los que conocían al franciscano sospechaban en él tiernos sentimientos; bajo aquel rudo y grosero aspecto nadie creía que existiese un corazón.

El padre Dámaso no pudo seguir más y se alejó de la joven, llorando como un niño. Fuese a la caída para dar rienda suelta a su dolor, bajo las favoritas enredaderas del balcón de María Clara.

«¡Cómo ama a su ahijada!», pensaban todos.

Fray Salví le contemplaba inmóvil y silencioso, mordiéndose ligeramente los labios.

Sosegado algún tanto, le fue presentado por doña Victorina el joven Linares, que se le acercó con respeto.

Fray Dámaso lo contempló en silencio, de pies a cabeza, tomó la carta que aquél le alcanzaba y la leyó sin comprenderla al parecer, pues le preguntó:

—¿Y quién es usted?

—Alfonso Linares, el ahijada de su cuñado… —balbuceó el joven.

El padre Dámaso echó el cuerpo hacia atrás, examinó de nuevo al joven y, animándose su fisonomía, se levantó.

—¡Conqué eres tú el ahijado de Carlicos! —exclamó abrazándole—, ven que yo te abrace… Hace unos días recibí carta suya… ¡conque eres tú! No te reconocí… Ya se ve, aún no habías nacido cuando dejé el país; ¡no te conocí!

Y el padre Dámaso estrechaba en sus robustos brazos al joven, que se ponía rojo, no se sabe si de vergüenza o de una asfixia. El padre Dámaso parecía haber olvidado por completo su dolor.

Pasados los primeros momentos de efusión y hechas las primeras preguntas acerca de Carlicos y de la Pepa, preguntó el padre Dámaso:

—¡Y vamos!, ¿qué quiere Carlicos que haga por ti?

—En la carta creo que dice algo… —volvió a balbucear Linares.

—¿En la carta? A ver… ¡Es verdad! ¡Y quiere que te procure un empleo y una mujer! ¡Humm! Empleo… empleo, es fácil; ¿sabes leer y escribir?

—¡Me he recibido de abogado en la Universidad Central!

—¡Carambas! ¿Conque eres un picapleitos?, pues no tienes facha… Pareces una madamisela, pero ¡tanto mejor! Pero darte una mujer… ¡hum! ¡hum! una mujer…

—Padre, no tengo tanta prisa —dice Linares confuso.

Pero el padre Dámaso se paseaba de un extremo a otro de la caída murmurando: «¡Una mujer, una mujer!».

Su rostro ya no estaba triste ni alegre; ahora expresaba la mayor seriedad y parecía que estaba cavilando. El padre Salví miraba toda esta escena desde lejos.

—¡Yo no creía que la cosa me diese tanta pena! —murmuró el padre Dámaso con voz llorosa—; pero de dos males, el menor.

Y levantando la voz y acercándose a Linares:

—Ven acá, mozo —dijo—: vamos a hablar con Santiago.

Linares palideció y se dejó arrastrar por el sacerdote, que marchaba pensativo.

Entonces le tocó a su vez al padre Salví el turno de pasearse, meditabundo como siempre.

Una voz que le daba los buenos días lo sacó de su monótono paseo; levantó la cabeza y se encontró con Lucas, el cual lo saludaba humildemente.

—¿Qué quieres? —preguntaron los ojos del cura.

—¡Padre, soy el hermano del que murió el día de la fiesta! —contestó en tono lacrimoso Lucas.

El padre Salví retrocedió.

—¿Y qué? —murmuró en voz imperceptible.

Lucas hacía esfuerzos para llorar y se enjugaba los ojos con el pañuelo.

—Padre —decía lloriqueando—, he estado en casa de don Crisóstomo para pedir la indemnización… Primero me recibió a puntapiés, diciendo que él no quería pagar nada, pues había corrido peligro de morir por culpa de mi querido e infeliz hermano. Ayer volví para hablarle, pero ya se había marchado a Manila, dejándome, como por caridad, quinientos pesos ¡y encargándome que no volviese jamás! ¡Ah! Padre, quinientos pesos por mi pobre hermano, quinientos pesos, ¡ah!, padre…

El cura lo escuchaba al principio con sorpresa y atención, y lentamente se reflejó en sus labios una sonrisa tal de desprecio y sarcasmo a la vista de aquella comedia que, si Lucas lo hubiese visto, se habría escapado a todo correr.

—¿Y qué quieres ahora tú? —le preguntó volviéndole las espaldas.

—¡Ay! Padre, decidme por el amor de Dios qué debo hacer: el padre ha dado siempre buenos consejos.

—¿Quién te lo ha dicho? Tú no eres de aquí…

—¡Al padre lo conocen en toda la provincia!

El padre Salví se le acercó con ojos irritados y, señalándole la calle, dijo al espantado Lucas:

—¡Vete a tu casa y dale gracias a don Crisóstomo que no te haya enviado a la cárcel! ¡Largo de aquí!

Lucas se olvidó de su farsa y murmuró:

—Pues yo creía…

—¡Largo de aquí! —gritó con nervioso acento el padre Salví.

—¡Quisiera ver al padre Dámaso…!

—El padre Dámaso tiene qué hacer… ¡largo de aquí! —volvió a mandar con imperio el cura.

Lucas bajó las escaleras murmurando:

—Éste es también otro… ¡como no pague bien…! El que pague mejor…

A las voces del cura habían acudido todos, hasta el padre Dámaso, Capitán Tiago y Linares.

—¡Un insolente vagabundo que viene a pedir limosna y no quiere trabajar! —dice el padre Salví cogiendo el sombrero y bastón para dirigirse al convento.

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