Noli me tangere

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XLVI. Los perseguidos

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XLVILos perseguidos

A favor de la débil claridad que difunde la luna a través de las espesas ramas de los árboles, un hombre vaga por el bosque con paso lento y reposado. De tiempo en tiempo y como para orientarse, silba una melodía particular, a la que suele responder otra lejana entonando el mismo aire. El hombre escucha atento, y después prosigue su camino en la dirección del lejano sonido.

Por fin, al través de mil dificultades que ofrece de noche una selva virgen, llega a un pequeño claro, bañado por la luna en su primer cuarto. Elevadas rocas, coronadas de árboles, se levantan alrededor formando una especie de derruido anfiteatro; árboles recién cortados, troncos carbonizados llenan el medio, confundidos con enormes peñascos, que la naturaleza cubre a medias con su manto de verde follaje.

Apenas el desconocido hubo llegado, cuando otra figura, saliendo repentinamente detrás de una gran roca, avanza y, sacando un revólver:

—¿Quién eres? —pregunta en tagalo con voz imperiosa, amartillando el gatillo de su arma.

—¿Está entre vosotros el viejo Pablo? —preguntó el primero con voz tranquila, sin contestar a la pregunta ni intimidarse.

—¿Hablas del capitán? Sí, está.

—Dile entonces que aquí le busca Elías —dijo el hombre, que no era otro que el misterioso piloto.

—¿Sois vos Elías? —preguntó el hombre con cierto respeto y acercándose, sin dejar por eso de apuntarle con su revólver—; entonces… venid.

Elías le siguió.

Penetraron en una especie de caverna, que se hundía en las profundidades de la tierra. El guía, que sabía el camino, le advertía al piloto cuándo debía descender, inclinarse o arrastrarse; sin embargo, no tardaron mucho y llegaron a una especie de sala, alumbrada miserablemente por antorchas de brea, ocupada por doce o quince individuos armados, de fisonomías sucias y trajes siniestros, sentados unos, acostados otros, hablando entre sí apenas. Apoyados los codos sobre una piedra que hacía el oficio de mesa y contemplando meditabundo la luz que difundía tan poca claridad para tanto humo, se veía un anciano de fisonomía, la cabeza envuelta en una venda ensangrentada; si no supiéramos que aquélla era una caverna de tulisanes, diríamos, al leer la desesperación en el rostro del anciano, que era la Torre del Hambre en la víspera de devorar Ugolino a sus hijos.

A la llegada de Elías y de su guía, los hombres medio se incorporaron, pero a una señal del último se tranquilizaron y se contentaron con examinar al piloto, que estaba completamente sin armas.

El anciano volvió lentamente la cabeza y se encontró con la seria figura de Elías, que lo contemplaba descubierto, lleno de tristeza e interés.

—¿Eras tú? —preguntó el anciano, cuya mirada, al reconocer al joven, se animó algún tanto.

—¡En qué estado os encuentro! —murmuró Elías a media voz y moviendo la cabeza.

El anciano bajó la mirada en silencio, hizo una seña a los hombres, los cuales se levantaron y se alejaron, no sin dirigir antes una mirada para medir la estatura y los músculos del piloto.

—¡Sí! —dijo el anciano a Elías luego que se encontraron solos—; hace seis meses, cuando te di abrigo en mi casa, era yo el que me compadecía de ti; ahora la suerte ha cambiado y eres tú quien me compadeces. Pero siéntate, y dime cómo has llegado hasta aquí.

—Hace unos quince días que me han hablado de vuestra desgracia —contestó el joven lentamente en voz baja, mirando hacia la luz—; púseme al instante en camino y os he estado buscando de monte en monte: he recorrido casi dos provincias.

—Por no derramar sangre inocente, he tenido que huir; mis enemigos temían presentarse y sólo me ponían delante unos infelices, que no me han hecho el más pequeño mal.

Después de una corta pausa, que Elías empleó para leer los pensamientos en el sombrío semblante del anciano, repuso:

—He venido para proponeros una cosa. Habiendo buscado inútilmente algún resto de la familia que ha causado la desgracia de la mía, he decidido dejar la provincia en donde vivo, para emigrar hacia el norte y vivir entre las tribus infieles e independientes; ¿queréis dejar la vida que comenzáis y veniros conmigo? Seré vuestro hijo, pues que habéis perdido los que teníais, y yo, que no tengo familia, tendré en vos un padre.

El anciano movió la cabeza negativamente, y dijo:

—A mi edad, cuando se toma una resolución desesperada, es porque no hay otra. Un hombre que, como yo, ha pasado su juventud y su edad madura trabajando para el propio porvenir y el de sus hijos; un hombre que ha sido sumiso a todas las voluntades de sus superiores, que ha desempeñado a conciencia pesados cargos, sufrido todo para vivir en paz y en una tranquilidad posible; cuando este hombre, cuya sangre ha enfriado el tiempo, renuncia a todo su pasado y a todo su porvenir en los bordes mismos de la tumba, ¡es porque ha juzgado maduramente que la paz ni existe ni es el supremo bien! ¿A qué vivir miserables días en tierra extranjera? Yo tenía dos hijos, una hija, un hogar, una fortuna; gozaba de consideración y aprecio; ahora estoy como un árbol despojado de sus ramas, vago fugitivo, cazado como una fiera en el bosque, y todo ¿por qué? Porque un hombre ha deshonrado a mi hija, porque los hermanos pidieron cuenta de la infamia a ese hombre, y porque ese hombre está colocado por encima de los demás con el título de ministro de Dios. Con todo, yo, padre, yo, deshonrado en mi vejez, he perdonado la injuria, indulgente con las pasiones de la juventud y las debilidades de la carne, y ante un mal irreparable, ¿qué debía yo hacer sino callarme y salvar lo que me ha quedado? Pero el criminal ha tenido miedo ante una venganza más o menos próxima, y buscó la perdición de mis hijos. ¿Sabes qué ha hecho? ¿No? ¿Sabes que se fingió un robo en el convento, y entre los acusados figuró uno de mis hijos? Al otro no se le pudo incluir porque estaba ausente. ¿Sabes las torturas a que fueron sometidos? ¡Las conoces porque son las de todos los pueblos! Yo, yo vi a mi hijo colgado de los cabellos, yo oí sus gritos, yo oí que me llamaba, y yo, cobarde y acostumbrado a la paz, ¡no he tenido el valor ni de matar ni de morir! ¿Sabes que el robo no se probó, que se vio la calumnia y que en castigo el cura fue trasladado a otro pueblo, y mi hijo murió a consecuencia de las torturas? El otro, el que me quedaba, no era cobarde como su padre y, temiendo el verdugo que vengara en él la muerte del hermano, so pretexto de no tener cédula de vecindad, que momentáneamente había olvidado, ¡fue preso por la guardia civil, maltratado, irritado y provocado a fuerza de injurias hasta obligarle al suicidio! ¡Y yo, yo he sobrevivido después de tanta vergüenza, pero si no he tenido el valor de padre para defender a mis hijos, quédame un corazón para una venganza, y me vengaré! ¡Los descontentos se van reuniendo bajo mi mando, mis enemigos aumentan mi campo, y el día en que me considere fuerte, bajaré al llano y extinguiré en el fuego mi venganza y mi propia existencia! ¡Y ese día llegará o no hay Dios!

Y el anciano se levantó agitado y, con la mirada centelleante y la voz cavernosa, añadió mesándose sus largos cabellos:

—¡Maldición, maldición sobre mí que he contenido la mano vengadora de mis hijos! ¡Yo los he asesinado! ¡Hubiera dejado que el culpable muriese, hubiese creído menos en la justicia de Dios y en la de los hombres, ahora tendría a mis hijos, fugitivos tal vez, pero los tendría y no habrían muerto entre torturas! ¡Yo no había nacido para ser padre, por eso no los tengo! ¡Maldición sobre mí, que no he aprendido con mis años a conocer el medio en que vivía! ¡Pero en fuego y sangre y en mi muerte propia sabré vengarlos!

El desgraciado padre, en el paroxismo de su dolor, se había arrancado la venda, abriéndose una herida que tenía en la frente, de la cual brotó un surco de sangre.

—Respeto vuestro dolor —repuso Elías— y comprendo vuestra venganza; yo también soy como vos y, sin embargo, por temor de herir a un inocente, prefiero olvidar mis desdichas.

—¡Tú puedes olvidar porque eres joven y porque no perdiste ningún hijo, ninguna última esperanza! Pero yo te aseguro, no heriré a ningún inocente. ¿Ves esta herida? Por no matar a un pobre cuadrillero que cumplía con su deber, me la he dejado hacer.

—Pero ved —dijo Elías después de un momento de silencio—; ved en qué espantosa hoguera vais a sumir a nuestros desgraciados pueblos. Si cumplís vuestra venganza por vuestra mano, vuestros enemigos tomarán terribles represalias, no contra vos, no contra los que están armados, sino contra el pueblo, que suele ser el acusado según la costumbre y, entonces, ¡cuántas injusticias!

—¡Que el pueblo aprenda a defenderse, que cada cual se defienda!

—¡Sabéis que eso es imposible! Señor, os he conocido en otra época, cuando erais feliz, entonces me dabais sabios consejos; ¿me permitiréis…?

El anciano se cruzó de brazos y pareció atender.

—Señor —continuó Elías midiendo bien sus palabras—; yo he tenido la fortuna de haber podido prestar un servicio a un joven rico, de buen corazón, noble y que ama el bien de su país. Dicen que este joven tiene amigos en Madrid, no lo sé, pero sí os puedo asegurar que es amigo del Capitán General. ¿Qué decís si le hacemos portador de las quejas del pueblo, si lo interesamos en la causa de los infelices?

El anciano sacudió la cabeza.

—¿Dices que es rico? Los ricos no piensan más que en aumentar sus riquezas; el orgullo y la pompa los ciega, y como generalmente están bien, sobre todo cuando tienen poderosos amigos, ninguno de ellos se molesta por los desgraciados. ¡Lo sé todo, porque fui rico!

—Pero el hombre de que os hablo no se parece a los otros; es un hijo que ha sido insultado en la memoria de su padre; es un joven que, como ha de tener dentro de poco familia, piensa en el porvenir, en un buen porvenir para sus hijos.

—Entonces es un hombre que va a ser feliz; nuestra causa no es la de los hombres felices.

—¡Pero es la de los hombres de corazón!

—¡Sea! —repuso el anciano sentándose—; supón que consienta en llevar nuestra voz hasta el Capitán General, supón que se encuentre en la Corte diputados que aboguen por nosotros, ¿crees que se nos hará justicia?

—Intentémoslo antes de tomar una sangrienta medida —contestó Elías—. Os debe extrañar que yo, otro desgraciado, joven y robusto, os proponga a vos, anciano y débil, medidas pacíficas; pero es que yo he visto tantas miserias, causadas por nosotros como por los tiranos: el inerme es el que paga.

—¿Y si no conseguimos nada?

—Algo se conseguirá, creedme; no todos los que gobiernan son injustos. Y si nada conseguimos, si desoye nuestras voces, si el hombre se ha vuelto sordo al dolor de sus semejantes, ¡entonces vos me tendréis a vuestras órdenes!

El anciano, lleno de entusiasmo, le abrazó al joven:

—Acepto tu proposición, Elías; sé que cumples tu palabra. Vendrás a mí y yo te ayudaré a vengar a tus antepasados; tú me ayudarás a vengar a mis hijos, ¡mis hijos que eran como tú!

—Entretanto evitaréis, señor, toda medida violenta.

—Expondrás las quejas del pueblo, tú las conoces ya. ¿Cuándo sabré la contestación?

—Dentro de cuatro días, enviadme un hombre a la playa de San Diego, y le diré la que me dé la persona en quien espero… Si acepta, nos harán justicia, y si no, seré el primero que caerá en la lucha que emprenderemos.

—Elías no morirá, Elías será el jefe cuando el Capitán Pablo caiga satisfecho de su venganza —dijo el anciano.

Y él mismo acompañó al joven hasta salir fuera.

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