Noli me tangere

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XLIX. El enigma

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XLIXEl enigma

Volverán las oscuras golondrinas…

(Bécquer)

Como había anunciado Lucas, Ibarra llegó al día siguiente. Su primera visita fue para la familia de Capitán Tiago con el objeto de ver a María Clara y referir que Su Ilustrísima ya lo había reconciliado con la Religión: traía una carta de recomendación para el cura, escrita del puño mismo del Arzobispo. No poco se alegró de ello tía Isabel, que quería al joven y no veía con tan buenos ojos el casamiento de su sobrina con Linares. Capitán Tiago no estaba en casa.

—Pase usted —decía la tía en su medio castellano—; María, don Crisóstomo está otra vez en gracia de Dios; el arzobispo le ha descomulgado.

Pero el joven no pudo avanzar; la sonrisa se heló en sus labios y la palabra huyó de su memoria. Junto al balcón, de pie, al lado de María Clara, estaba Linares, tejiendo ramilletes con las flores y las hojas de las enredaderas; en el suelo yacían esparcidas rosas y sampagas. María Clara, recostada en su sillón, pálida, pensativa, la mirada triste, jugaba con un abanico de marfil, no tan blanco como sus afilados dedos.

A la presencia de Ibarra, Linares se puso pálido y las mejillas de María Clara se tiñeron de carmín. Trató de levantarse pero, faltándole las fuerzas, bajó los ojos y dejó caer el abanico.

Un embarazoso silencio reinó por algunos segundos. Al fin Ibarra pudo adelantarse y murmurar tembloroso:

—Acabo de llegar y he venido corriendo para verte… Hallo que estás mejor de lo que yo creía.

María Clara parecía que se había vuelto muda; no profería una palabra y continuaba con los ojos bajos.

Ibarra miró a Linares de pies a cabeza, mirada que el vergonzoso joven sostuvo con altivez.

—Vamos, veo que mi llegada no era esperada —repuso lentamente—. María, perdóname que no me haya hecho anunciar; otro día podré daré explicaciones sobre mi conducta… Todavía nos veremos… con seguridad.

Estas últimas palabras fueron acompañadas de una mirada para Linares. La joven levantó hacia él los hermosos ojos, llenos de pureza y melancolía, tan suplicantes y elocuentes que Ibarra se detuvo confuso.

—¿Podré venir mañana?

—Sabes que para mí siempre eres bienvenido —contestó ella apenas.

Ibarra se alejó tranquilo en apariencia, pero con una tempestad en la cabeza y el frío en el corazón. Lo que acababa de ver y de sentir era incomprensible. ¿Qué era aquello: duda, desamor, traición?

—¡Oh, mujer al fin! —murmuraba.

Llegó, sin notarlo, al sitio donde se construía la escuela. Las obras estaban muy adelantadas. Ñor Juan, con su metro y su plomada, iba y venía entre los numerosos trabajadores. Al verle, corrió a su encuentro.

—Don Crisóstomo —dijo—, al fin ha llegado usted; todos lo esperábamos; mire usted cómo están los muros: ya tienen un metro diez de alto; dentro de dos días tendrán la altura de un hombre. No he admitido más que molava, dungon, ipil, langil; he pedido tíndalo, malatapay, pino y narra[197] para las obras muertas. ¿Quiere usted visitar los subterráneos?

Los trabajadores saludaban respetuosos.

—¡Aquí está la canalización que me he permitido añadir! —decía ñor Juan—; estos canales subterráneos conducen a una especie de depósito que hay a treinta pasos. Servirá para el abono del jardín; de esto no había en el plano. ¿Le disgusta a usted?

—Todo lo contrario. Lo apruebo y le felicito por su idea; usted es un verdadero arquitecto: ¿con quién aprendió usted?

—Conmigo, señor —contestaba el viejo modestamente.

—¡Ah! Antes que se me olvide: que sepan los escrupulosos, por si alguno teme hablar conmigo, que ya no estoy excomulgado; el Arzobispo me ha invitado a comer.

—¡Abá, señor, no hacemos caso de las excomuniones! Todos estamos ya excomulgados; el mismo padre Dámaso lo está y sin embargo sigue tan gordo.

—¿Cómo?

—Ya lo creo; hace un año dio un bastonazo al coadjutor y el coadjutor es tan sacerdote como él. ¿Quién hace caso de excomuniones, señor?

Ibarra divisó a Elías entre los trabajadores; éste lo saludó como los demás, pero con una mirada le dio a entender que tenía que decirle.

—Ñor Juan —dijo Ibarra—, ¿quiere usted traerme la lista de los trabajadores?

Ñor Juan desapareció, e Ibarra se acercó a Elías, que levantaba solo una gruesa piedra y la cargaba en un carro.

—Si me podéis conceder, señor, algunas horas de conversación, paseaos luego la tarde a orillas del lago y embarcaos en mi banca, pues tengo que hablaros de graves asuntos —dijo Elías alejándose después de ver el movimiento de cabeza del joven.

Ñor Juan trajo la lista, pero en vano la leyó Ibarra; el nombre de Elías no figuraba allí.

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