Noli me tangere

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L. La voz de los perseguidos

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LLa voz de los perseguidos

Antes de ocultarse el sol, ponía Ibarra el pie en la banca de Elías a la orilla del lago. El joven parecía contrariado.

—Perdonad, señor —dijo Elías con cierta tristeza al verle—; perdonad que me haya atrevido a daros esta cita; quería hablaros en libertad y aquí no tendremos testigos: dentro de una hora podemos volver.

—Os equivocáis, amigo Elías —contestó Ibarra procurando sonreír—; me tenéis que conducir a ese pueblo cuyo campanario vemos desde aquí. La fatalidad me obliga a ello.

—¿La fatalidad?

—Sí, figuraos que al venir me encuentro con el alférez, que se esfuerza en ofrecerme su compañía; yo que pensaba en vos y sabía que él os conocía, para alejarle le he dicho que me iba a ese pueblo, en donde tendré que estar todo el día, pues el hombre me quiere buscar mañana a la tarde.

—Os agradezco esta atención, pero le hubierais dicho sencillamente que os acompañara —contestó Elías con naturalidad.

—¿Cómo? ¿Y vos?

—No me habría reconocido, pues la única vez que me vio no podía pensar en hacer mi filiación.

—¡Este día estoy de malas! —suspiró Ibarra pensando en María Clara—. ¿Qué teníais que decirme?

Elías miró alrededor suyo. Estaban ya lejos de la orilla; el sol se había ocultado y, como en estas latitudes el crepúsculo apenas dura, comenzaban las sombras a extenderse, y hacían brillar el disco de la luna en su lleno.

—Señor —repuso Elías con voz grave—, soy portador de los deseos de muchos desgraciados.

—¿De los desgraciados? ¿Qué queréis decir?

Elías le refirió en pocas palabras la conversación que había tenido con el jefe de los tulisanes, omitiendo las dudas que éste abrigaba y sus amenazas. Ibarra lo escuchaba atentamente, y cuando Elías concluyó su relato, reinó un largo silencio, que Ibarra fue el primero en romper.

—¿De modo que desean…?

—Reformas radicales en la fuerza armada, en los sacerdotes, en la administración de justicia, es decir, piden una mirada paternal por parte del gobierno.

—Reformas, ¿en qué sentido?

—Por ejemplo: más respeto a la dignidad humana, más seguridades al individuo, menos fuerza a la fuerza ya armada, menos privilegios para este cuerpo que fácilmente abusa de ellos.

—Elías —contestó el joven—, yo no sé quién sois, pero adivino que no sois un hombre vulgar: pensáis y obráis de otra manera que los otros. Vos me comprenderéis si os digo que si bien el estado actual de las cosas es defectuoso, más lo sería si se cambiase. Yo podría hacer hablar a los amigos que tengo en Madrid, pagándolos, podría hablar al Capitán General, pero ni aquéllos conseguirán nada, ni éste tiene tanto poder para introducir tantas novedades, ni yo daría jamás un paso en este sentido, porque comprendo muy bien que si es verdad que estas Corporaciones tienen sus defectos, son ahora necesarias, son lo que se llama un mal necesario.

Elías, muy sorprendido, levantó la cabeza y lo miró atónito.

—¿Creéis vos también, señor, en el mal necesario? — preguntó con voz ligeramente temblorosa—; ¿creéis que para hacer el bien se necesita hacer el mal?

—No; creo en él como en un remedio violento de que nos valemos cuando queremos curar una enfermedad. Ahora bien, el país es un organismo que padece una enfermedad crónica, y para sanarlo, el Gobierno se ve precisado a usar medios, duros y violentos si queréis, pero útiles y necesarios.

—Mal médico es, señor, aquel que sólo busca corregir los síntomas y sofocarlos, sin tratar de indagar el origen del mal, o conociéndolo, teme atacarlo. La guardia civil tiene no más que este fin: represión del crimen por el terror y la fuerza, fin que no se llena ni se cumple más que por casualidad y hay que tener en cuenta que la sociedad sólo tiene derecho de ser severa con los individuos, cuando les han ilustrado y suministrado los medios necesarios para su perfectibilidad moral. En nuestro país, como no hay sociedad, pues no forman una unidad el pueblo y el gobierno, éste debe ser indulgente, no sólo porque necesita indulgencia, sino porque el individuo, descuidado y abandonado por él, tiene menos responsabilidad por lo mismo que ha recibido menos luces. Además, siguiendo vuestra comparación, el tratamiento que se aplica a los males del país es tan destructor que sólo se deja sentir en el organismo sano, cuya vitalidad debilita y prepara al mal. ¿No sería más razonable fortalecer el organismo enfermo y minorar un poco la violencia del medicamento?

—Debilitar a la Guardia Civil sería poner en peligro la seguridad de los pueblos.

—¡La seguridad de los pueblos! —exclamó Elías con amargura—. Pronto hará quince años que estos pueblos tienen su Guardia Civil y ved: aún tenemos tulisanes, aún oímos que se saquean pueblos, aún se ataca en los caminos; los robos continúan y no se averiguan los autores; el crimen existe y vaga libre el verdadero criminal, pero no así el pacífico habitante del pueblo. Preguntad a cada honrado vecino si mira esta institución como un bien, una protección del Gobierno y no como una imposición, un despotismo cuyas demasías hieren más que las violencias de los criminales. Éstas suelen ser en verdad grandes, pero raras, y contra ellas está uno facultado para defenderse; contra las vejaciones de la fuerza legal no se permite ni la protesta, y si bien no son a veces tan grandes, son, sin embargo, continuas y sancionadas. ¿Qué efecto produce esta institución en la vida de nuestros pueblos? Paraliza las comunicaciones, porque todos temen ser maltratados por fútiles causas; se fija más en formalidades que en el fondo de las cosas, primer síntoma de la incapacidad; porque uno se ha olvidado su cédula de vecindad ha de ser maniatado y maltratado, no importa si es una persona decente y bien considerada; los jefes tienen por primer deber el hacerse saludar de grado o por fuerza, aun en la oscuridad de la noche, en lo que los imitan los inferiores so pena de maltratar y despojar a los pobres campesinos, y pretextos no les faltan; no existe el sagrado del hogar: hace poco en Calamba asaltaron, pasando por la ventana, la casa de un pacífico habitante a quien el jefe debía favores; no hay la seguridad del individuo: cuando necesitan limpiar el cuartel o la casa, salen y prenden a todo el que no se resiste, para hacerle trabajar durante el día. ¿Queréis más? Durante estas fiestas han continuado los juegos prohibidos, pero han turbado brutalmente los regocijos permitidos por la autoridad; visteis qué pensaba el pueblo acerca de ellos, ¿qué ha sacado con deponer sus iras y esperar en la justicia de los hombres? ¡Ah, señor, si a eso llamáis conservar el orden…!

—Convengo en que hay males —replicó Ibarra—, pero aceptemos estos males por los bienes que los acompañan. Esta institución puede ser imperfecta, pero, creedlo, impide por el terror que inspiran el que el número de los criminales aumente.

—Decid más bien que por este terror aumenta el número —rectificó Elías—. Antes de la creación de este cuerpo, todos los malhechores casi, con excepción de muy pocos, eran criminales por el hambre; pillaban y robaban para vivir, pero pasaba la carestía y los caminos se veían otra vez libres; bastaban para ahuyentarlos, con sus imperfectas armas, los pobres pero valientes cuadrilleros, los tan calumniados por los que han escrito sobre nuestro país, los que tienen por derecho el morir, por deber el luchar, y por recompensa la burla. Ahora hay tulisanes y lo son para toda su vida. Una falta, un crimen inhumanamente castigado, la resistencia contra las demasías de este poder, el temor a atroces suplicios, los arrojan para siempre de la sociedad y los condenan a matar o a morir. El terrorismo de la Guardia Civil les cierra las puertas y como un tulisán lucha y se defiende en la montaña mejor que un soldado de quien se burla, resulta que no somos capaces de extinguir el mal que hemos creado. Acordaos de lo que ha hecho la prudencia del Capitán General de la Torre[198]. El indulto concedido por él a esos infelices, ha probado que en esos montes late aún el corazón del hombre y sólo espera el perdón. El terrorismo es útil cuando el pueblo es esclavo, cuando el monte no tiene cavernas, cuando el poder pone apostado detrás de cada árbol un centinela y cuando en el cuerpo del esclavo sólo hay estómago y tripas; pero, cuando el desesperado que lucha por la vida siente su brazo fuerte, latir su corazón y su ser llenarse de bilis, ¿podrá el terrorismo apagar el incendio al que libra combustibles?

—Me confundís, Elías, al oíros hablar así; creería que tenéis razón si no tuviese yo mis propias convicciones. Pero notad un hecho, no os deis por ofendido, pues os excluyo y os miro como una excepción; ¡ved quiénes son los que piden esa reforma! ¡Casi todos criminales o gentes que están para serlo!

—Criminales o futuros criminales, pero ¿por qué lo son? Porque se les ha turbado la paz, arrancado la felicidad, herido en sus más caras afecciones, y al pedir protección a la Justicia, se han convencido de que sólo la podían esperar de sí mismos. Pero os equivocáis, señor, si creéis que sólo la piden los criminales; id de pueblo en pueblo, de casa en casa; escuchad los secretos suspiros de las familias y os convenceréis de que los males que la Guardia Civil corrige son iguales, si no menores, a los que ella continuamente causa. ¿Deduciríamos por esto que son criminales todos los vecinos? Entonces, ¿para qué defenderlos de los otros? ¿Por qué no destruirlos a todos?

—Algún error existe aquí que se me escapa ahora, algún error en la teoría que deshace la práctica, pues en España, en la Madre Patria, este cuerpo presta y ha prestado muy grandes utilidades.

—No lo dudo: quizás esté allá mejor organizado, el personal más selecto; acaso también porque España lo necesite, pero no Filipinas. Nuestras costumbres, nuestro modo de ser, que siempre se invocan cuando se nos quiere negar un derecho, se olvidan totalmente cuando algo se nos quiere imponer. Y decidme, señor: ¿por qué no han adoptado esta institución las otras naciones, que por su vecindad a España debían parecérsele más que Filipinas? ¿Será por esto que tienen menos robos en sus ferrocarriles, menos motines, menos asesinatos y se dan menos puñaladas en sus grandes capitales?

Ibarra bajó la cabeza como meditando, después la levantó y contestó:

—Esta cuestión, amigo mío, necesita un serio estudio; si mis indagaciones me dicen que esas quejas están fundadas, escribiré a mis amigos de Madrid, puesto que no tenemos diputados. Entretanto, creed que el Gobierno necesita de un cuerpo que tenga fuerza ilimitada para hacerse respetar, y autoridad para imponer.

—Eso, señor, cuando el Gobierno está en guerra con el país; pero para bien del Gobierno, no debemos hacer creer al pueblo que está en oposición contra el poder. Mas, si así fuese, si preferimos la fuerza al prestigio, debíamos mirar bien a quién damos esta fuerza ilimitada, esta autoridad. Tanta fuerza en manos de hombres, y hombres ignorantes, llenos de pasiones, sin educación moral, sin honradez probada, es un arma en manos de un loco entre una multitud inerme. Concedo y quiero creer con vos que el Gobierno necesita este brazo, pues que escoja bien su brazo, que escoja los más dignos; y puesto que prefiere darse autoridad a que el pueblo se la conceda, al menos que haga ver que sabe dársela.

Elías hablaba con pasión, con entusiasmo; sus ojos brillaban y el timbre de su voz resonaba vibrante. Siguió una solemne pausa: la banca, no impelida por el remo, parecía mantenerse tranquila sobre las aguas; la luna resplandecía majestuosa en un cielo de zafiro; algunas luces brillaban a lo lejos en la ribera.

—¿Y qué más piden? —preguntó Ibarra.

—Reforma del sacerdocio —respondió con voz desalentada y triste Elías—; los desgraciados piden más protección contra…

—¿Contra las órdenes religiosas?

—Contra sus opresores, señor.

—¿Habrá olvidado Filipinas lo que a estas órdenes debe? ¿Habrá olvidado la inmensa deuda de gratitud a los que la han sacado del error para darle la fe, a los que la han amparado contra las tiranías del poder civil? ¡He aquí el mal de no enseñarse la historia patria!

Elías, sorprendido, apenas podía dar crédito a lo que oía.

—Señor —repuso con voz grave—, acusáis de ingratitud al pueblo, permitid que yo, uno del pueblo que sufre, lo defienda. Los favores que se hacen, para que tengan derecho al reconocimiento, necesitan ser desinteresados. Hagamos caso omiso de la misión, de la caridad cristiana, tan manoseada; prescindamos de la Historia; no preguntemos qué ha hecho España del pueblo judío, que ha dado a toda Europa un libro, una religión y un Dios; qué ha hecho del pueblo árabe, que le ha dado cultura, ha sido tolerante con su religión y ha despertado su amor propio nacional, aletargado, destruido casi durante la dominación romana y goda. ¿Decís que nos han dado la fe y nos han sacado del error? ¿Llamáis fe a esas prácticas exteriores; religión a ese comercio de correas y escapularios, verdad a esos milagros y cuentos que oímos todos los días? ¿Es ésta la ley de Jesucristo? Para esto no necesitaba un Dios dejarse crucificar ni nosotros obligamos a una gratitud eterna: la superstición existía mucho antes, sólo necesitaba perfeccionarla, y subir el precio de las mercancías. Me diréis que por imperfecta que fuese nuestra religión de ahora, es preferible a la que teníamos; lo creo y convengo en ello, pero es demasiado cara, pues por ella hemos renunciado a nuestra nacionalidad, a nuestra independencia; por ella hemos dado a sus sacerdotes nuestros mejores pueblos, nuestros campos y damos aún nuestras economías con la compra de objetos religiosos. Se nos ha introducido un artículo de industria extranjera, lo pagamos bien y estamos en paz. Si me habláis de la protección dada contra los [199], os podría contestar que por ellos caímos bajo el poder de estos encomenderos; pero no, reconozco que una verdadera fe y un verdadero amor a la Humanidad guiaban a los primeros misioneros que vinieron a nuestras playas; reconozco la deuda de gratitud hacia aquellos nobles corazones; sé que la España de entonces abundaba en héroes de todas clases así en lo religioso como en lo político, en lo civil y en lo militar. Pero porque los antepasados fueron virtuosos, ¿consentiríamos el abuso en sus degenerados descendientes? Porque se nos ha hecho un gran bien, ¿seríamos culpables por impedir que nos hagan un mal? El país no pide la abolición, sólo pide reformas que exigen las nuevas circunstancias y las nuevas necesidades.

—Yo amo a nuestra patria como la podéis amar vos, Elías; comprendo algo lo que desea, he oído con atención lo que dijisteis y con todo, amigo mío, creo que vemos un poco con los ojos de la pasión: aquí menos que en otra parte veo la necesidad de las reformas.

—¿Será posible, señor? —preguntó Elías extendiendo con desaliento las manos—, ¿no veis la necesidad de reformas, vos cuyas desgracias de familia…?

—¡Ah!, ¡yo me olvido de mí y olvido mis propios males ante la seguridad de Filipinas, ante los intereses de España! —interrumpió vivamente Ibarra—. Para conservar a Filipinas, es menester que continúen como son los frailes, y en la unión con España está el bien de nuestro país.

Ibarra había concluido ya de hablar, y Elías escuchaba aún; su fisonomía estaba triste, sus ojos habían perdido su brillo.

—Los misioneros han conquistado el país, es verdad —repuso—; ¿creéis que por los frailes se conservará Filipinas?

—Sí, sólo por ellos, así lo creen cuantos han escrito sobre Filipinas.

—¡Oh! —exclamó Elías arrojando con desaliento el remo en la banca—; no creía que tuvieseis tan pobre idea del Gobierno y del país. ¿Por qué no despreciáis a uno y otro? ¿Qué diríais de una familia que sólo vive en paz por la intervención de una extraña? ¡Un país que obedece porque se le engaña, un Gobierno que manda porque se vale del engaño, un gobierno que no sabe hacerse amar ni respetar por sí mismo! ¡Perdonad, señor, pero creo que vuestro gobierno es torpe y suicida cuando se alegra de que tal se crea! Os doy gracias por vuestra amabilidad. ¿A dónde queréis que os conduzca ahora?

—No —repuso Ibarra—, discutamos, es menester saber quién tiene la razón en materia tan importante.

—Perdonad, señor —contestó Elías sacudiendo la cabeza—, no soy bastante elocuente para convenceros; si bien he tenido alguna educación, soy un indio, mi existencia para vos es dudosa, y mis palabras os parecerán siempre sospechosas. Los que han expresado la opinión contraria son españoles, y como tales, aunque digan trivialidades o simplezas, el tono, los títulos y el origen las consagran, les dan tal autoridad que desisto para siempre de combatirlos. Además, cuando veo que vos que amáis vuestro país, vos cuyo padre descansa debajo de estas tranquilas olas, vos que os habéis visto provocado, insultado y perseguido, conserváis tales opiniones a pesar de todo y de vuestra ilustración, empiezo a dudar de mis convicciones y admito la posibilidad de que el pueblo se equivoque. He de decir a esos desgraciados que han puesto su confianza en los hombres que la pongan en Dios o en sus brazos. Os doy de nuevo las gracias y mandad a dónde os debo conducir.

—Elías, vuestras amargas palabras llegan hasta mi corazón y me hacen también dudar. ¿Qué queréis? No me he educado en medio del pueblo, cuyas necesidades desconozco tal vez; he pasado mi niñez en el colegio de los jesuitas, he crecido en Europa, me he formado en los libros y he leído sólo lo que los hombres han podido traer a la luz: lo que permanece entre las sombras, lo que no dicen los escritores, eso lo ignoro. Con todo, amo como vos nuestra patria, no sólo porque es deber de todo hombre amar el país a quien debe el ser y a quien deberá acaso el último asilo; no sólo porque mi padre me lo ha enseñado así, porque mi madre era india, y porque todos mis más hermosos recuerdos viven en él. ¡Le amo además porque le debo y le deberé mi felicidad!

—Y yo porque le debo mi desgracia —murmuró Elías.

—Sí, amigo mío, sé que sufrís. Sois desgraciado y esto os hace ver oscuro el porvenir e influye en vuestra manera de pensar; por esto escucho con cierta prevención vuestras quejas. Si pudiese yo apreciar los motivos, parte de ese pasado…

—Mis desgracias reconocen otro origen; si supiese que iban a ser de alguna utilidad, os la referiría, pues aparte de que no hago de ellas ningún misterio, son bastante conocidas de muchos.

—Acaso el saberlas rectifique mis juicios; sabéis que desconfío mucho de las teorías, me guío más por los hechos.

Elías permaneció pensativo algunos instantes.

—Si es así, señor —repuso después—, os referiré brevemente su historia.

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