Noli me tangere

Noli me tangere


LII. Cambios

Página 59 de 74

LIICambios

El pudibundo Linares está serio y lleno de inquietud; acaba de recibir una carta de doña Victorina que dice así:

«Estimado primo: Dentro de tres días espero saber de ti ci ya te a matado el alféres o tu hael no qiero que pase un día mas cin que eze animal tenga su castigo si pasa este plazo iaun no leas desafiao haese le digo ha don Santiago que jamás fuiste segretario ni dabas bromas a Canobas ni ivas de golgorio con el general don arseño Martines le digo ha Clarita que todo es bola ino te doy ni un quarto mas si le desafias te prometo todo lo que qieras con que haver si le deza fiaste prebengo que no hay es qucas ni motibos.

»Tu prima que te qiere decoracon

»Victorina de los Reyes de De Espadaña

»Sampaloc lunes a las 7 de la Noche».

El asunto era serio: Linares conocía el carácter de doña Victorina y sabía de qué era capaz; hablarle de razón era hablar de honradez y urbanidad a un carabinero de Hacienda cuando se propone encontrar contrabando donde no lo hay; suplicar era inútil; engañar, peor; no había más remedio que desafiar.

—Pero ¿cómo? —decía paseándose solo—; ¿si me recibe a cajas destempladas? ¿Si me encuentro con su señora? ¿Quién querrá ser mi padrino? ¿El cura? ¿Capitán Tiago? ¡Maldita sea la hora en que he dado oídos a sus consejos! ¡Latera[202]! ¿Quién me obligaba a darme pisto, contar bolas, engatusar fanfarronadas? ¿Qué va a decir de mí esa señorita…? ¡Ahora me pesa haber sido secretario de todos los ministros!

En este triste soliloquio estaba el buen Linares cuando el padre Salví llegó. El franciscano estaba en verdad más flaco y pálido que de costumbre, pero sus ojos brillaban con una luz singular y en sus labios se asomaba una extraña sonrisa.

—Señor Linares, ¿tan sólo? —saludó dirigiéndose a la sala por cuya entreabierta puerta se escapaban algunas notas de piano.

Linares quiso sonreír.

—¿Y don Santiago? —añadió el cura.

Capitán Tiago se presentó en el momento mismo, besó la mano al cura, lo desembarazó de su sombrero y bastón, sonriendo como un bendito.

—¡Vamos, vamos! —decía el cura entrando en la sala seguido de Linares y Capitán Tiago—; tengo buenas noticias que participar a todos. He recibido cartas de Manila que me confirman la que ayer me trajo el señor Ibarra… de modo, don Santiago, que el impedimento desaparece.

María Clara, que estaba sentada al piano entre sus dos amigas, medio se levanta, pero pierde las fuerzas y vuelve a sentarse. Linares palidece y mira a Capitán Tiago, que baja los ojos.

—Ese joven me va pareciendo muy simpático —continúa el cura—; al principio lo juzgué mal… Es un poco vivo de genio, pero después sabe tan bien arreglar sus faltas que no se le puede guardar rencor. Si no fuera por el padre Dámaso… —Y el cura dirigió una rápida mirada a María Clara, que escuchaba, pero sin apartar los ojos del papel del música, a pesar de los pellizcos disimulados de Sinang, que así expresaba su alegría; a estar a solas, habría bailado.

—¿El padre Dámaso? —preguntó Linares.

—Sí, el padre Dámaso ha dicho —continuó el cura sin separar su vista de María Clara— que como… padrino de bautismo, no podía él permitir… pero en fin, yo creo que si el señor Ibarra le pide perdón, lo que no dudo, todo se arreglará.

María Clara se levantó, dio una excusa y se retiró a su cuarto, acompañada de Victoria.

—¿Y si el padre Dámaso no lo perdona? —pregunta a voz baja Capitán Tiago.

—Entonces… María Clara verá… El padre Dámaso es su padre… espiritual; pero yo creo que se entenderán.

En aquel instante oyéronse pasos y apareció Ibarra, seguido de la tía Isabel: su presencia produjo una impresión muy variada. Saludó con afabilidad a Capitán Tiago, que no supo si sonreír o llorar; a Linares con una profunda inclinación de cabeza. Fray Salví se levantó y le tendió tan afectuosamente la mano que Ibarra no pudo contener una mirada de sorpresa.

—No le extrañe a usted —dice fray Salví—; ahora mismo lo alababa a usted.

Ibarra dio las gracias y se acercó a Sinang.

—¿Dónde has estado todo el día? —inquirió ésta con su charla juvenil—; nos preguntábamos y decíamos: «¿A dónde habrá ido esa alma redimida del Purgatorio?». Y cada una de nosotras decía una cosa.

—¿Y se puede saber qué decíais?

—No, eso es un secreto, pero ya te lo diré a solas. Ahora dinos dónde has estado, para ver quién ha podido adivinar.

—No, eso es también un secreto, pero yo te lo diré a solas, si los señores lo permiten.

—¡Ya lo creo, ya lo creo! ¡No faltaba más! —dijo el padre Salví.

Sinang llevó a Crisóstomo a un extremo de la sala; ella estaba muy alegre con la idea de saber un secreto.

—Dime, amiguita —preguntó Ibarra—; ¿está María enfadada conmigo?

—No lo sé, pero dice que es mejor que la olvides y se pone a llorar. Capitán Tiago quiere que se case con aquel señor, el padre Dámaso también, pero ella no dice ni sí ni no. Esta mañana, cuando preguntábamos por ti y yo decía «¿Si habrá ido a hacer el amor a alguna?», ella me contestó: «¡Ojalá!», y se puso a llorar.

Ibarra estaba serio.

—Dile a María que quiero hablarle a solas.

—¿A solas? —preguntó Sinang frunciendo las cejas y mirándolo.

—Enteramente a solas, no; pero que no esté aquél delante.

—Es difícil; pero pierde cuidado, se lo diré.

—¿Y cuándo sabré la contestación?

—Mañana vete a casa temprano. María no quiere jamás estar sola, la acompañamos; Victoria duerme una noche a su lado y yo otra; mañana me toca el turno. Pero oye, ¿y el secreto? ¿Te vas sin decirme lo principal?

—¡Es verdad! Estuve en el pueblo de Los Baños; voy a explotar los cocales, pues pienso levantar una fábrica; tu padre será mi socio.

—¿Nada más que eso? ¡Vaya un secreto! —exclamó Sinang en voz alta con el tono de un usurero estafado—; yo creía…

—¡Cuidado!, ¡no te permito que lo publiques!

—¡Ni ganas! —contestó Sinang arrugando la nariz—. Si fuera algo más importante, lo diría a mis amigas; pero ¡comprar cocos! ¡Cocos! ¿Quién se interesa por los cocos?

Y más que de prisa fue a buscar a sus amigas.

Momentos después, Ibarra se despidió viendo que la reunión no podía menos de languidecer; Capitán Tiago tenía una cara agridulce, Linares estaba callado y observaba; el cura, aparentando alegría, hablaba de cosas extrañas. Ninguna de las jóvenes había vuelto a salir.

Ir a la siguiente página

Report Page