Noli me tangere

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LIII. La carta de los muertos y las sombras

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LIIILa carta de los muertos y las sombras

El nublado cielo oculta a la luna; un viento frío, presagio del próximo diciembre, barre algunas hojas secas y el polvo en el estrecho sendero, que conduce al cementerio.

Tres sombras se hablan en voz baja debajo de la puerta.

—¿Le has hablado a Elías? —pregunta una voz.

—No, ya sabes que es muy raro y circunspecto, pero debe de ser de nosotros: don Crisóstomo le ha salvado la vida.

—Por eso también acepté —dice la primera voz—; ¡don Crisóstomo hace que curen a mi mujer en casa de un médico en Manila! Me he encargado del convento para arreglar mis cuentas con el cura.

—Y nosotros, del cuartel, para decir a los civiles que nuestro padre tenía hijos.

—¿Cuántos seréis?

—Cinco, con cinco hay bastante. El criado de don Crisóstomo dice que seremos veinte.

—¿Y si no salís bien?

—¡St! —dijo uno y todos se callaron.

Veíase a favor de la semioscuridad venir una sombra, deslizarse siguiendo el cerco: de tiempo en tiempo se detenía como si volviese la cara hacia atrás.

Y no le faltaba motivo. Detrás, a unos veinte pasos, venía otra sombra, mayor, y que parecía más sombra que la primera: tan ligeramente pisaba el suelo, desaparecía con rapidez como si le tragase la tierra cada vez que la primera se detenía y volvía.

—¡Me siguen! —murmuró ésta—; ¿será la Guardia Civil? ¿Mentirá el sacristán mayor?

—Dicen que es aquí la cita —decía en voz baja la segunda sombra—; de algo malo se debe tratar cuando me lo ocultan los dos hermanos.

La primera sombra llegó al fin a la puerta del cementerio. Las tres primeras se adelantaron.

—¿Sois vosotros?

—¿Sois vos?

—¡Separémonos, que me han seguido! Mañana tendréis las armas y a la noche será. El grito es: «¡Viva don Crisóstomo!». ¡Idos!

Las tres sombras desaparecieron detrás de las tapias. El recién llegado se ocultó en el hueco de la puerta y esperó silencioso.

—¡Veamos quién me sigue! —murmuró.

La segunda sombra llegó con mucha precaución y se detuvo como para mirar en torno suyo.

—¡He llegado tarde! —dijo a media voz—; pero acaso vuelvan.

Y como empezaba a caer una lluvia fina y menuda que amenazaba durar, pensó guarecerse debajo de la puerta.

Naturalmente, se encontró con el otro.

—¡Ah!, ¿quién sois? —preguntó el recién llegado con una voz varonil.

—¿Y quién sois vos? —contestó el otro tranquilamente.

Un momento de pausa; ambos trataban de reconocerse por el timbre de la voz y distinguirse las facciones.

—¿Qué esperáis aquí? —preguntó el de la voz varonil.

—Que den las ocho para tener la carta de los muertos. Quiero ganar esta noche una cantidad —contestó el otro con voz natural—; y vos, ¿a qué venís?

—A… lo mismo.

—¡Abá!, me alegro: así no estaré sin compañero. Traigo cartas; a la primera campanada les pongo albur; a la segunda, gallo; las que se muevan son las cartas de los muertos y hay que disputárselas a tajos. ¿Traéis también cartas?

—¡No!

—¿Entonces?

—Sencillamente; así como les ponéis banca, espero que ellos me la pondrán.

—¿Y si los muertos no la ponen?

—¿Qué hacer? El juego no se ha hecho aún obligatorio entre los muertos…

Hubo un momento de silencio.

—¿Venís armado? ¿Cómo vais a luchar con los muertos?

—Con mis puños —contestó el más grande de los dos.

—¡Ah, diablo, ahora me acuerdo! Los muertos no apuntan cuando hay más de un vivo, y somos dos.

—¿De veras? Pues yo no quiero irme.

—Ni yo, me hace falta dinero —contestó el más pequeño—; pero hagamos una cosa: juguemos entre los dos, y el que pierda que se aleje.

—Sea… —contestó el otro con cierto disgusto.

—Entonces entremos… ¿tenéis fósforos?

Entraron y buscaron en aquella semioscuridad un lugar a propósito; pronto encontraron un nicho sobre el que se sentaron. El más bajo sacó de su salakot unas cartas y el otro encendió un fósforo.

A la luz miráronse el uno al otro, pero a juzgar por la expresión de sus rostros, no se conocían. No obstante, nosotros reconoceremos en el más alto y de voz varonil a Elías, y en el menor a Lucas, con su cicatriz en la mejilla.

—¡Cortad! —dijo éste, sin dejar de observarle.

Apartó algunos huesos que encontró sobre el nicho, y sacó un as y un caballo. Elías encendía fósforos uno tras otro.

—¡Al caballo! —dijo y para señalar la carta puso una vértebra encima.

—¡Juego! —dijo Lucas y a las cuatro o cinco cartas sacó un as.

—Habéis perdido —añadió—; ahora dejadme solo que me busque la vida.

Elías, sin decir una palabra, se alejó perdiéndose en la oscuridad.

Algunos momentos después dieron las ocho en el reloj de la iglesia y la campana anunció la hora de las ánimas; pero Lucas no invitó a jugar a nadie; no evocó a los muertos como manda la superstición, sino que se descubrió y murmuró algunas oraciones, santiguándose y persignándose con el mismo fervor que lo haría en aquel momento el jefe de la cofradía del Santísimo Rosario.

Toda la noche siguió lloviznando. A las nueve las calles estaban ya oscuras y solitarias; los faroles de aceite, que cada vecino debe colgar, apenas iluminaban una esfera de un metro de radio; parecían encendidos para hacer ver las tinieblas.

Dos guardias civiles se pasean de un extremo a otro de la calle, cerca de la iglesia.

—¡Hace frío! —decía uno en tagalo con acento visaya[203]—; no cogeremos ningún sacristán; no hay quien componga el gallinero del alférez… Con la muerte del otro se han escarmentado; esto me aburre.

—Y a mí —contesta el otro—; nadie roba ni alborota; pero, gracias a Dios, dicen que ese Elías está en el pueblo. Dice el alférez que el que lo coja estará libre de azotes durante tres meses.

—¡Aa! ¿Sabes de memoria las señas? —preguntó el visaya.

—¡Ya lo creo! Estatura, alta según el alférez, regular según el padre Dámaso; color, moreno; ojos, negros; nariz, regular; barba, ninguna; pelo, negro…

—¡Aa!, ¿y señas particulares?

—Camisa negra, pantalón negro, leñador…

—¡Aa!, no se escapará; me parece ya verlo.

—No le confundo con otro, aunque se le parezca.

Y ambos soldados siguen su ronda.

A la luz de los faroles vemos otra vez dos sombras ir una detrás de otra con gran cautela. Un enérgico «¿Quién vive?» detiene a ambas, y la primera contesta «¡España!» con voz temblorosa.

Los soldados lo arrastran y lo llevan a un farol para reconocerle. Era Lucas, pero los soldados dudan y se consultan con la mirada.

—¡El alférez no ha dicho que tenga cicatriz! —dice el visaya en voz baja—. ¿A dónde vas?

—A mandar una misa para mañana.

—¿No has visto a Elías?

—¡No lo conozco, señor! —contesta Lucas.

—¡No te pregunto si le conoces, tonto! Tampoco le conocemos; te pregunto si le has visto.

—No, señor.

—Oye bien, te diré sus señas. Estatura a veces alta, a veces regular; pelo y ojos, negros; todo lo demás es regular —dice el visaya—. ¿Lo conoces ahora?

—¡No, señor! —contestó Lucas atontado.

—Entonces, ¡sulung! ¡Bruto! ¡Burro! —y le dieron y empellón.

—¿Sabes tú por qué para el alférez es alto Elías y para el cura regular? —pregunta pensativo el tagalo al visaya.

-No.

—Porque el alférez estaba hundido en el charco cuando lo observó y el cura de pie.

—¡Es verdad! —exclama el visaya—; tienes talento… ¿Cómo eres guardia civil?

—No siempre lo fui; yo era contrabandista —contesta el tagalo con jactancia.

Pero otra sombra los distrajo: le dieron el «¿Quién vive?» y la llevaron a la luz. Esta vez era el mismo Elías el que se presentaba.

—¿A dónde vas?

—A perseguir, señor, a un hombre que pegó y amenazó a mi hermano; tiene una cicatriz en la cara y se llama Elías…

—¿Ah? —exclaman los dos y se miran espantados.

Y acto continuo echan a correr con dirección a la iglesia, donde minutos antes había desaparecido Lucas.

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