Noli me tangere

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LIV. Il buon dí si conosce da mattina

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LIVIl buon dí si conosce da mattina[204]

Temprano se esparcía por el pueblo la noticia de que la noche anterior se habían visto muchas luces en el cementerio.

El jefe de la V.O.T. hablaba de velas encendidas y describía sus formas y tamaños; no pudo decir a punto fijo el número, pero había contado más de veinte. Hermana Sipa, de la cofradía del Santísimo Rosario, no debía tolerar que se jacte sólo de haber visto esta gracia de Dios uno de la Hermandad enemiga: hermana Sipa, aunque no vive cerca, oyó lamentos y gemidos, y hasta creyó reconocer en las voces ciertas personas, con quienes ella en otro tiempo… pero por caridad cristiana, no solamente perdonaba sino oraba y callaba sus nombres, por lo cual todos la declaraban santa incontinenti. Hermana Rufa no tiene en verdad tan fino el oído, pero no debe sufrir que hermana Sipa lo haya oído y ella no; por esto ha tenido un sueño y se le han presentado muchas almas, no sólo de personas muertas sino también vivas; las almas en pena pedían parte de sus indulgencias, apuntadas en toda regla y atesoradas. Ella podrá decir los nombres a las familias interesadas y sólo pide una pequeña limosna para socorrer al Papa en sus necesidades.

Un muchachuelo, pastor de oficio, que se atrevió a asegurar no haber visto más que una luz y dos hombres con salakot, a duras penas escapó de palos e insultos. En vano juró; estaban sus carabaos que venían con él y podían hablar.

—¿Vas a saber más que el celador y las hermanas, paracmasón[205], hereje? —le decían y lo miraban con malos ojos.

El cura subió al púlpito y volvió a predicar sobre el purgatorio, y los pesos volvieron a salir de sus escondites para pagar una misa.

Pero dejemos a las almas en pena y oigamos la conversación de don Filipo y del viejo Tasio, enfermo, en su casa solitaria. Hacía días que el filósofo o el loco no dejaba la cama, postrado por una debilidad que progresaba rápidamente.

—En verdad que no sé si felicitaros porque os hayan admitido la dimisión; antes, cuando el gobernadorcillo desoyó tan descaradamente el parecer de la mayoría, el solicitarla era justo; pero ahora, que estáis en lucha con la Guardia Civil, es inconveniente. En tiempo de guerra se debe permanecer en su puesto.

—Sí, pero no cuando el general se vende —contestó don Filipo—; ya sabéis que a la siguiente mañana puso el gobernadorcillo en libertad a los soldados que he conseguido prender y se ha negado a dar un solo paso. Sin el consentimiento de mi superior, no puedo nada.

—Vos, solo, nada, pero con los demás mucho. Hubierais aprovechado esta ocasión para dar un ejemplo a los otros pueblos. Sobre la ridícula autoridad del gobernadorcillo está el derecho del pueblo; era el comienzo de una buena lección y la perdisteis.

—Y ¿qué hubiera podido yo contra el representante de las preocupaciones? Ahí tenéis al señor Ibarra, se ha plegado a las creencias de la multitud. ¿Pensáis que él cree en la excomunión?

—No estáis en la misma situación: el señor Ibarra quiere sembrar, y para sembrar hay que bajarse y obedecer a la materia; vuestra misión era sacudir, y para sacudir se pide fuerza e impulso. Además, la lucha no se debía plantar contra el gobernadorcillo; la frase debía ser: contra el que abusa de su fuerza, contra el que turba la tranquilidad pública, contra el que falta a su deber; y no hubierais estado solo, pues que el país de ahora no es ya el mismo de hace veinte años.

—¿Lo creéis? —preguntó don Filipo.

—¿Y no lo sentís? —contestó el anciano medio incorporándose en el lecho—; ¡ah!, es porque no habéis visto el pasado, no habéis estudiado el efecto de la inmigración europea, de la venida de nuevos libros y de la marcha de la juventud a Europa. Estudiad y comparad: es cierto que existe aún la Real y Pontificia Universidad de Santo Tomás con su sapientísimo claustro, y se ejercitan todavía algunas inteligencias en formular distingos y ultimar las sutilezas del escolasticismo, pero ¿dónde encontraréis ahora aquella juventud metafísica de nuestros tiempos, de instrucción arqueológica, que, torturado el encéfalo, moría sofisticando en un rincón de provincias, sin acabar de comprender los atributos del ente, sin resolver la cuestión de la esencia y existencia, elevadísimos conceptos que nos hacían olvidar de lo esencial: de nuestra existencia y propia entidad? ¡Ved ahora la niñez! Llena de entusiasmo a la vista de más amplios horizontes, estudia Historia, Matemáticas, Geografía, Literatura, Ciencias Físicas, Lenguas, materias todas que en nuestro tiempo oíamos con horror, como si fuese herejías; el más librepensador de mi época las declaraba inferiores a las categorías de Aristóteles y a las leyes del silogismo. El hombre ha comprendido al fin que es hombre; renuncia al análisis de su Dios, a penetrar en lo impalpable, en lo que no ha visto, a dar leyes a los fantasmas de su cerebro; el hombre comprende que su herencia es el vasto mundo cuyo dominio está a su alcance; cansado de un trabajo inútil y presuntuoso, baja la cabeza y examina cuanto le rodea. Ved ahora cómo nacen nuestros poetas; las Musas de la Naturaleza nos abren poco a poco sus tesoros y empiezan a sonreímos para alentarnos al trabajo. Las ciencias experimentales han dado ya sus primeros frutos: falta ahora que el tiempo los perfeccione. Los nuevos abogados se forman en los nuevos moldes de la filosofía del Derecho; algunos empiezan a brillar en medio de las tinieblas que rodean a nuestra tribuna y advierten un cambio en la marcha de los tiempos. Oíd cómo habla la juventud, visitad los centros de enseñanza, y otros nombres resuenan en las paredes de los claustros, allí donde sólo oíamos los de santo Tomás, Suárez, Amat, Sánchez y otros, ídolos de mis tiempos. ¡En vano claman desde el púlpito los frailes contra la desmoralización, como claman los vendedores de pescado contra la avaricia de los compradores, sin notar que su mercancía está pasada e inservible! En vano extienden los conventos sus prolongaciones y raíces para ahogar en los pueblos la corriente nueva; los dioses se van; las raíces del árbol pueden enflaquecer a las plantas que en él se apoyan, pero no quitar la vida a los otros seres, que, como el ave, se remontan a los cielos.

El filósofo hablaba con animación; sus ojos brillaban.

—Sin embargo, el germen nuevo es pequeño; si todos se lo proponen, el progreso, que tan caro compramos, se puede ahogar —objetó don Filipo, incrédulo.

—Ahogarle, ¿quién? ¿El hombre, ese enano enfermo, ahogar al Progreso, al poderoso hijo del tiempo y de la actividad? ¿Cuándo lo pudo? El dogma, el cadalso y la hoguera, tratando de suspenderlo, lo empujan. E pur si muove decía Galileo cuando los dominicos lo obligaban a declarar que la tierra no se movía; la misma frase se aplica al progreso humano. Se violentarán algunas voluntades, se sacrificarán algunos individuos, pero no importa: el progreso seguirá su camino, y de la sangre de los que caigan brotarán nuevos y vigorosos retoños. ¡Ved!, la prensa misma, por más retrógrada que quisiese ser, da también sin quererlo un paso hacia adelante; los mismos dominicos no escapan a esta ley e imitan a los jesuitas, sus enemigos irreconciliables: dan fiestas en sus claustros, levantan teatritos, componen poesías, porque, como no les falta inteligencia a pesar de creerse en el siglo XV, comprenden que los jesuitas tienen razón y tomarán aún parte en el porvenir de los pueblos jóvenes que han educado.

—Según vos, ¿los jesuitas van con el progreso? —preguntó admirado don Filipo—; ¿por qué, pues, se les combate en Europa?

—Os contestaré como un antiguo escolástico —contestó el filósofo, volviéndose a acostar y recobrando su fisonomía burlona—; de tres maneras se puede ir con el progreso: delante, al lado y detrás; los primeros le guían, los segundos se dejan llevar, los últimos son arrastrados, y a éstos pertenecen los jesuitas. Ellos ya quisieran dirigirlo, pero, como lo ven fuerte y con otras tendencias, capitulan, prefieren seguir que no ser aplastados o quedarse en medio del camino entre sombras. Ahora bien, nosotros, en Filipinas, vamos lo menos tres siglos detrás del carro; apenas empezamos a salir de la Edad Media; por esto los jesuitas, que son retroceso en Europa, vistos desde aquí representan al progreso; Filipinas les debe su naciente instrucción, las Ciencias Naturales, alma del siglo XIX, como a los dominicos el Escolasticismo, muerto ya a pesar de León XIII: no hay Papa que resucite lo que el sentido común ha ajusticiado… Pero ¿adónde hemos ido? —preguntó cambiando el tono—; ¡ah!, hablábamos del estado actual de Filipinas… Sí, ahora entramos en el período de lucha, digo, vosotros: nuestra generación pertenece a la noche, nos vamos. La lucha está entre el pasado, que se aferra y agarra con maldiciones al vacilante feudal castillo, y el porvenir, cuyo canto de triunfo se oye a lo lejos a los resplandores de una naciente aurora, trayendo la buena nueva de otros países… ¿Quiénes caerán y se sepultarán en las ruinas de lo que se desmorone?

El anciano calló, y viendo que don Filipo lo miraba pensativo, sonriose y repuso.

—Casi adivino lo que pensáis.

—¿De veras?

—Pensáis que muy bien puedo equivocarme —dijo sonriendo con tristeza—, hoy tengo fiebre y no soy infalible: homo sum et nihil humani a me alienum puto[206], decía Terencio; pero si alguna vez me permite soñar, ¿por qué no soñar agradablemente en las últimas horas de la vida? Y luego, ¡no he vivido más que de sueños! Tenéis razón; ¡sueño!, nuestros jóvenes no piensan más que en amoríos y placeres: más tiempo gastan y trabajan más para engañar y deshonrar a una joven que para pensar en el bien de su país; nuestras mujeres, por cuidar de la casa y la familia de Dios, se olvidan de las propias; nuestros hombres sólo son activos para el vicio y heroicos en la vergüenza; la niñez despierta en tinieblas y rutina, la juventud vive sus mejores años sin ideal, y la edad madura, estéril, tan sólo sirve para corromper con su ejemplo a la juventud… Me alegro de morir… claudite iam rivos, pueri[207].

—¿Queréis alguna medicina? —preguntó don Filipo para cambiar el giro de la conversación que había puesto sombrío el semblante del enfermo.

—Los que mueren no necesitan medicinas; los que os quedáis. Decid a don Crisóstomo que me visite mañana, pues tengo cosas muy importantes que decirle. Dentro de algunos días me voy. ¡Filipinas está en tinieblas!

Don Filipo, después de algunos minutos más de conversación, dejó, grave y pensativo, la casa del enfermo.

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