Noli me tangere

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LVI. La catástrofe

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LVILa catástrofe

Allá en el comedor cenan Capitán Tiago, Linares y la tía Isabel; desde la sala se oye el ruido de platos y cubiertos. María Clara ha dicho que no tenía ganas y se ha sentado al piano, acompañada de la alegre Sinang, que le murmura al oído misteriosas frases, mientras el padre Salví se pasea inquieto de un extremo a otro de la sala.

No es que la convaleciente no sienta hambre, no: es que espera la llegada de una persona y ha aprovechado el momento en que su Argos[209] no puede estar presente: la hora de cenar para Linares.

—Verás cómo el fantasma ése se queda hasta las ocho —murmura Sinang señalando al cura—, a las ocho debe él venir. Ése está enamorado, como Linares.

María Clara miró con espanto a su amiga. Ésta, sin notarlo, continuó con su charla terrible:

—¡Ah!, ya sé yo por qué no sale a pesar de mis indirectas: ¡no quiere gastar luz en el convento!, ¿sabes? Desde que caíste enferma, las dos lámparas que hacía encender se han vuelto a apagar… Pero ¡mírale qué ojos pone y qué cara!

En aquel momento en el reloj de la casa dieron las ocho. El cura se estremeció y fue a sentarse en un rincón.

—¡Ya viene! —dijo Sinang pellizcando a María Clara—. ¿Oyes?

La campana de la iglesia dio el toque de las ocho y todos se levantaron para rezar; el padre Salví, con voz débil y temblorosa, ofreció, pero, como cada uno tenía sus propios pensamientos, nadie paró atención en ello.

Terminado el rezo apenas, se presentó Ibarra. El joven llevaba luto no sólo en el traje sino también en la cara, de tal manera que al verlo, María Clara se levantó dando un paso hacia él como para preguntarle qué tenía, pero en el mismo instante una descarga de fusilería se dejó oír. Ibarra se detiene, sus ojos giran, pierde la palabra. El cura se esconde detrás de un pilar. Nuevos tiros, nuevas detonaciones se oyen del lado del convento, seguidos de gritos y carreras. Capitán Tiago, tía Isabel y Linares entran precipitadamente gritando «¡Tulisán, tulisán!». Andeng los sigue blandiendo el asador y corriendo hacia su hermana de leche.

Tía Isabel cae de rodillas y llora y reza el kyrie eleyson; Capitán Tiago, pálido y tembloroso, lleva en un tenedor el hígado de una gallina, que ofrece llorando a la virgen de Antipolo; Linares tiene la boca llena y está armado de una cuchara; Sinang y María Clara se abrazan; el único que permanece inmóvil, como petrificado, es Crisóstomo, cuya palidez es indescriptible.

Los gritos y los golpes continuaban, las ventanas se cerraban con estrépito, se oía pitar, un tiro de cuando en cuando.

¡Christe eleyson! Santiago, que se cumple la profecía… ¡cierra las ventanas! —gemía tía Isabel.

—¡Cincuenta bombas grandes con dos misas de gracia! —contestaba Capitán Tiago—. ¡Ora pro nobis!

Poco a poco volvía un terrible silencio… Se oye la voz del alférez, que grita corriendo:

—¡Padre cura! ¡Padre Salví! ¡Venga usted!

¡Miserere! ¡El alférez pide confesión! —grita tía Isabel.

—¿Está herido el alférez? —pregunta al fin Linares—. ¡Ah!

Y ahora nota que no ha deglutido aún lo que tiene en la boca.

—¡Padre cura, venga usted! ¡Ya no hay nada que temer! —continuaba gritando el alférez.

Fray Salví, pálido, se decide al fin, sale de su escondite y desciende las escaleras.

—¡Los tulisanes han muerto al alférez! ¡María, Sinang, al cuarto, trancad bien la puerta! ¡Kyrie eleyson!

Ibarra se dirigió también a las escaleras a pesar de la tía Isabel, que decía:

—¡No salgas, que no te has confesado: no salgas!

La buena anciana había sido muy amiga de su madre.

Pero Ibarra dejó la casa; le parecía que todo giraba en torno suyo, que le faltaba el suelo. Sus oídos le zumbaban, sus piernas se movían pesadamente y con irregularidad; olas de sangre, luz y tinieblas se sucedían en su retina.

A pesar de que la luna brillaba espléndida en el cielo, el joven tropezaba con las piedras y maderos que había en la calle solitaria y desierta.

Cerca del cuartel vio soldados con la bayoneta calada hablar vivamente, por lo cual pasó inadvertido.

En el tribunal se oían golpes, gritos, ayes, maldiciones: la voz del alférez sobresalía y dominaba todo.

—¡Al cepo!, ¡esposas en las manos! ¡Dos tiros al que se mueva! ¡Sargento, montará usted guardia! ¡Hoy nadie se pasea, ni Dios! ¡Capitán, no hay que dormir!

Ibarra apresuró el paso hacia su casa; sus criados lo esperaban inquietos.

—¡Ensillad el mejor caballo e idos a dormir! —les dijo.

Entró en su gabinete, y aprisa quiso preparar una maleta. Abrió una caja de hierro, sacó todo el dinero que allí se encontraba y lo metió en un saco. Recogió sus alhajas, descolgó un retrato de María Clara y, armándose de un puñal y dos revólveres, se dirigió a un armario, donde tenía herramientas.

En aquel instante tres golpes secos y fuertes resonaron en la puerta.

—¿Quién va? —preguntó Ibarra con voz lúgubre.

—¡Abra en nombre del Rey, abra enseguida o echamos la puerta abajo! —contestó una voz imperiosa en español.

Ibarra miró hacia la ventana; brillaron sus ojos y amartilló su revólver; pero, cambiando de idea, dejó las armas y fue a abrir él mismo en el momento en que acudían los criados.

Tres guardias lo cogieron al instante.

—¡Dése usted preso en nombre del Rey! —dijo el sargento.

—¿Por qué?

—Allá se lo dirán a usted, nos está prohibido el decirlo.

El joven reflexionó un momento y, no queriendo tal vez que los soldados descubriesen sus preparativos de huida, cogió un sombrero y dijo:

—¡Estoy a su disposición! Supongo que será por breves horas.

—Si usted promete no escaparse, no le maniataremos: el alférez le hace esta gracia; pero si usted huye…

Ibarra siguió, dejando consternados a sus criados.

Entretanto, ¿qué había sido de Elías?

Al dejar la casa de Crisóstomo, como un enajenado corría sin saber a dónde iba. Atravesó los campos, llegó al bosque en una agitación violenta; huía de la población, huía de la luz, la luna le molestaba, se metió en la misteriosa sombra de los árboles. Allí, ya deteniéndose, ya andando por desconocidas sendas, apoyándose en los seculares troncos, enredándose entre sus malezas, miraba hacia el pueblo, que allá a sus pies se bañaba a la luz de la luna, se extendía en el llano, recostado a orillas del mar. Las aves, despertadas de su sueño, volaban; gigantescos murciélagos, lechuzas, búhos, pasaban de una rama a otra con estridentes gritos y mirándolo con sus redondos ojos. Elías ni los oía ni se fijaba en ellos. Se creía seguido por las irritadas sombras de sus antepasados; veía en cada rama el fatídico cesto con la ensangrentada cabeza de Bálat, tal como se lo refiriera su padre; creía tropezar al pie de cada árbol con la anciana muerta; le parecía ver entre sombras balancearse el infecto esqueleto del abuelo infame… y el esqueleto y la anciana y la cabeza le gritaban: «¡Cobarde, cobarde!».

Elías abandonó el monte, huyó y descendió al mar, a la playa que recorría agitado; pero allá a lo lejos, en medio de las aguas, donde la luz de la luna parecía levantar una niebla, creyó ver elevarse y mecerse una sombra, la sombra de su hermana con el pecho ensangrentado, la cabellera suelta esparcida al aire.

Elías cayó de rodillas en la arena.

—¡Tú también! —murmuró extendiendo los brazos.

Mas, con la mirada fija en la niebla, se levantó lentamente, adelantose y entró en el agua como si siguiese a alguien. Caminaba por aquella suave pendiente que forma la barra; ya estaba lejos de la orilla, el agua le llegaba a la cintura y seguía, seguía como fascinado por un espíritu seductor. El agua le llega ya al pecho… pero la descarga de fusilería resuena, la visión desaparece y el joven vuelve a la realidad. Merced a la tranquilidad de la noche y a la mayor densidad del aire, llegan hasta él claras y distintas las detonaciones. Detiénese, reflexiona, nota que está en el agua; el lago está tranquilo y divisa aún las luces en las cabañas de los pescadores.

Volvió a la orilla y se dirigió al pueblo, ¿para qué? Él mismo no lo sabía.

El pueblo parecía deshabitado; las casas estaban todas cerradas; los animales mismos, los perros, que suelen ladrar durante la noche, se han ocultado medrosos. La plateada luz de la luna aumentaba la tristeza y la soledad.

Temiendo encontrarse con los guardias civiles, internose en las huertas y jardines, en uno de los cuales creyó percibir dos formas humanas; pero prosiguió su camino y, saltando cercos y tapias, llegose con mucho trabajo al otro extremo de la población, dirigiéndose hacia la casa de Crisóstomo. En la puerta estaban los criados, comentando y lamentando la prisión de su señor.

Enterado de lo que había pasado, Elías se alejó, dio la vuelta a la casa, saltó la tapia, trepó por la ventana y penetró en el gabinete, donde aún ardía la vela que había dejado Ibarra.

Elías vio los papeles y los libros; encontró las armas y los saquitos que contenían el dinero y las alhajas. Reconstruyó en su imaginación lo que allí había pasado, y viendo tantos papeles que podían comprometer, pensó recogerlos, arrojarlos por la ventana y enterrarlos.

Lanzó una mirada al jardín, y a la luz de la luna vio dos guardias civiles que venían con un auxiliante: las bayonetas y los capacetes relucían.

Entonces tomó una resolución: amontonó ropas y papeles en medio del gabinete, vació encima una lámpara de petróleo y prendió fuego. Ciñose precipitadamente las armas, vio el retrato de María Clara, vaciló… lo guardó en uno de los saquitos, y, llevándoselos, saltó por la ventana.

Ya era tiempo: los guardias civiles forzaban la entrada.

—¡Dejadnos subir para coger los papeles de vuestro amo! —decía el directorcillo.

—¿Tenéis permiso? Si no, no subiréis —decía un viejo.

Pero los soldados lo apartaron a fuerza de culatazos, subieron las escaleras… pero un espeso humo llenaba toda la casa y gigantescas lenguas de fuego salieron de la sala, lamiendo puertas y ventanas.

—¡Incendio! ¡Incendio! ¡Fuego! —gritaron todos.

Todos se precipitan para salvar cada cual lo que pueda, pero el fuego ha llegado al pequeño laboratorio y estallan las materias inflamables. Los guardias civiles tienen que retroceder; les cierra el paso el incendio, que brama y barre cuanto encuentra. En vano se saca agua del pozo; todos gritan, todos piden auxilio, pero están aislados. El fuego gana los demás aposentos y se eleva al cielo levantando gruesas espirales de humo. Ya toda la casa es presa de las llamas, el viento, caldeado, arrecia; vienen desde lejos algunos campesinos, pero llegan para ver la espantosa hoguera, el fin de aquel viejo edificio tanto tiempo respetado por los elementos.

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