Noli me tangere

Noli me tangere


LVIII. ¡Vae victis!

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LVIII¡Vae victis![213]

Mi gozo en un pozo.

Guardias civiles se pasean con aire siniestro delante del tribunal, amenazando con la culata de su fusil a los atrevidos chicuelos que se levantan de puntillas o se cargan unos a otros para ver algo a través de las rejas.

La sala no presenta ya aquel aspecto alegre de cuando se discutía el programa de la fiesta; ahora es sombrío y poco tranquilizador. Los guardias civiles y cuadrilleros que la ocupan hablan apenas y aun en voz baja y pronunciando breves palabras. Sobre la mesa emborronan papeles el directorcillo, dos escribientes y algunos soldados; el alférez se pasea de un lado a otro, mirando de cuando en cuando con aire feroz hacia la puerta; más orgulloso no habría aparecido Temístocles en los juegos olímpicos después de la batalla de Salamina. Doña Consolación bosteza en un rincón, enseñando unas negras fauces y una accidentada dentadura; su mirada se fija fría y siniestra en la puerta de la cárcel, cubierta de figuras indecentes. Ella había conseguido del marido, a quien la victoria había hecho amable, le dejase presenciar el interrogatorio y acaso las torturas consiguientes. La hiena olía el cadáver, se relamía y la aburría el retardo del suplicio.

El gobernadorcillo está muy compungido: su sillón, aquel gran sillón colocado debajo del retrato de Su Majestad, está vacío y parece destinado a otra persona.

Cerca de las nueve, el cura llega, pálido y cejijunto.

—¡Pues no se ha hecho usted esperar! —le dice el alférez.

—Preferiría no asistir —contesta el padre Salví en voz baja, sin hacer caso de aquel tono amargo—; soy muy nervioso.

—Como no ha venido nadie por no dejar el puesto, juzgué que su presencia de usted… Ya sabe usted que esta tarde salen.

—¿El joven Ibarra y el teniente mayor…?

El alférez señaló hacia la cárcel.

—Ocho están allí —dijo—; el Bruno murió a medianoche, pero su declaración ya consta.

El cura saludó a doña Consolación, que respondió con un bostezo y un «¡aah!», y ocupó el sillón debajo del retrato de Su Majestad.

—¡Podemos empezar! —repuso.

—¡Sacad a los dos que están en el cepo! —mandó el alférez con voz que procuró hacer lo más terrible que pudo, y volviéndose al cura, añadió cambiando el tono:

—¡Están metidos saltando dos agujeros!

Para los que no están enterados de estos instrumentos de tortura, les diremos que el cepo es uno de los más inocentes. Los agujeros en que se introducen las piernas de los detenidos distan ente sí poco más o menos de un palmo; saltando dos agujeros, el preso se encontraría en una posición un poco forzada, con una singular molestia en los tobillos y una abertura de las extremidades inferiores de más de una vara: no mata al instante, como muy bien se puede imaginar.

El carcelero, seguido de cuatro soldados, retiró el cerrojo y abrió la puerta. Un olor nauseabundo y un aire espeso y húmedo se escaparon de la densa oscuridad, a la vez que se oyeron algunos lamentos y sollozos. Un soldado encendió un fósforo, pero la llama se apagó en aquella atmósfera viciada y corrompida, y tuvieron que esperar a que el aire se renovase.

A la vaga claridad de una bujía se columbraron algunas formas humanas: hombres, abrazados a sus rodillas y ocultando la cabeza entre ellas, acostados boca abajo, de pie, vueltos a la pared, etcétera. Oyose un golpear y rechinar, acompañados de juramentos: se abría el cepo.

Doña Consolación estaba medio inclinada hacia adelante, tendidos los músculos del cuello, los ojos salientes clavados en la entreabierta puerta.

Entre dos soldados salió una figura sombría, Társilo, el hermano de Bruno. En las manos tenía esposas; sus vestidos, desgarrados, descubrían una bien desarrollada musculatura. Sus ojos se fijaron insolentemente en la mujer del alférez.

—Éste es el que se defendió con más bravura y mandó huir a sus compañeros —dijo el alférez al padre Salví.

Detrás vino otro de aspecto desgraciado, lamentándose y llorando como un niño: cojeaba y tenía el pantalón manchado de sangre.

—¡Misericordia, señor, misericordia! ¡No volveré a entrar en el patio! —gritaba.

—Es un tunante —observó el alférez hablando con el cura—; quiso huir, pero ha sido herido en el muslo. Estos dos son los únicos que tenemos vivos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el alférez a Társilo.

—Társilo Alasigan.

—¿Qué os prometió don Crisóstomo para que atacaseis el cuartel?

—Don Crisóstomo jamás se ha comunicado con nosotros.

—¡No lo niegues! Por eso quisisteis sorprendernos.

—Os equivocáis; matasteis a nuestro padre a palos, lo vengamos y nada más. Buscad a vuestros dos compañeros.

El alférez mira al sargento sorprendido.

—Allá están, en un despeñadero; allá los arrojamos ayer; allá se pudrirán. Ahora matadme: no sabréis nada más.

Silencio y sorpresa general.

—Nos vas a decir quiénes son tus otros cómplices —amenazó el alférez, blandiendo un bejuco.

Una sonrisa de desprecio se asomó en los labios del reo.

El alférez conferenció algunos instantes, en voz baja, con el cura, y volviéndose a los soldados.

—¡Conducidle a donde están los cadáveres! —ordenó.

En un rincón del patio, sobre un carretón viejo, están amontonados cinco cadáveres, medio cubiertos por un pedazo de estera rota, llena de porquerías. Un soldado se pasea de un extremo a otro escupiendo a cada instante.

—¿Los conoces? —preguntó el alférez levantando la estera.

Társilo no respondió; vio el cadáver del marido de la loca con otros dos, y el de su hermano, acribillado a bayonetazos, y el de Lucas, aún con la soga al cuello. Su mirada se volvió sombría y un suspiro pareció escaparse de su pecho.

—¿Los conoces? —le volvieron a preguntar.

Társilo permaneció mudo.

Un silbido rasgó el aire y el bejuco azotó sus espaldas. Estremecióse, sus músculos se contrajeron. Los bejucazos se repitieron, pero Társilo siguió impasible.

—¡Que le den de palos hasta que reviente o declare! —gritó el alférez exasperado.

—¡Habla ya! —le dice el doctorcillo—; de todos modos te matan.

Volvieron a conducirlo a la sala, donde el otro preso invocaba a los santos, castañeteándole los dientes y doblándosele las piernas.

—¿Conoces a ése? —preguntó el padre Salví.

—¡Es la primera vez que le veo! —contestó Társilo mirando con cierta compasión al otro.

El alférez le dio un puñetazo y un puntapié.

—¡Atadlo al banco!

Sin quitarle las esposas, manchadas de sangre, fue sujetado a un banco de madera. El infeliz miró en derredor suyo como buscando algo y vio a doña Consolación; riose sardónicamente. Sorprendidos los presentes, le siguieron la mirada y vieron a la señora, que se mordía ligeramente los labios.

—¡No he visto mujer más fea! —exclamó Társilo en medio del silencio general—; prefiero acostarme sobre un banco, como estoy, que al lado de ella, como el alférez.

La Musa palideció.

—Me vais a matar a palos, señor alférez —continuó—; esta noche me habrá vengado vuestra mujer al abrazaros.

—¡Amordazadle! —gritó el alférez furioso y temblando de ira.

Parece que Társilo sólo había deseado la mordaza, porque cuando la tuvo, sus ojos expresaron un rayo de satisfacción.

A una señal del alférez, un guardia, armado de un bejuco, empezó su triste tarea. Todo el cuerpo de Társilo se contrajo; un rugido ahogado, prolongado, se dejó oír a pesar del lienzo que le tapaba la boca; bajó la cabeza: sus ropas se manchaban de sangre.

El padre Salví, pálido, la mirada extraviada, se levantó trabajosamente, hizo una seña con la mano y dejó la sala con paso vacilante. En la calle vio a una joven, apoyada de espaldas contra la pared, rígida, inmóvil, escuchando atenta, mirando al espacio, extendidas las crispadas manos contra el viejo muro. El sol la bañaba de lleno. Contaba, al parecer sin respirar, los golpes secos, sordos y aquel desgarrador gemido. Era la hermana de Társilo.

En la sala continuaba entretanto la escena: el desgraciado, rendido de dolor, enmudeció y aguardó a que sus verdugos se cansasen. Al fin, el soldado dejó caer el brazo jadeante; el alférez, pálido de ira y asombro, hizo una seña para que lo desatasen.

Doña Consolación se levantó entonces y murmuró al oído del marido algunas palabras. Éste movió la cabeza en señal de inteligencia.

—¡Al pozo con él! —dijo.

Los filipinos saben lo que esto quiere decir; en tagalo lo traducen por timbaín[214]. No sabemos quién habrá sido el que ha inventado este procedimiento, pero juzgamos que debe ser bastante antiguo. La Verdad saliendo de un pozo sea quizás una sarcástica interpretación.

En medio del patio del tribunal se levanta el pintoresco brocal de un pozo, hecho groseramente con piedras vivas. Un rústico aparato de caña, en forma de palanca, sirve para sacar agua, viscosa, sucia y de mal olor. Cacharros rotos, basura y varios líquidos se reunían allí, pues aquel pozo era como la cárcel; allí para cuanto la sociedad desecha o da por inútil; objeto que dentro caiga, por bueno que hubiese sido, ya es cosa perdida. Sin embargo, no se cegaba jamás: a veces se los condena a los presos a ahondarlo y profundizarlo, no porque se pensase sacar de aquel castigo una utilidad, sino por las dificultades que el trabajo ofrecía: preso que allí una vez ha descendido, cogía una fiebre de la que moría regularmente.

Társilo contemplaba todos los preparativos de los soldados con mirada fija; estaba muy pálido y sus labios temblaban o murmuraban una oración. La altivez de su desesperación parecía haberse desaparecido o, cuando menos, debilitado. Varias veces dobló el erguido cuello y fijó la vista en el suelo, resignado a sufrir.

Lleváronle al lado del brocal, seguido de doña Consolación que sonreía. Una mirada de envidia lanzó el desventurado hacia el montón de cadáveres y un suspiro se escapó de su pecho.

—¡Habla ya! —volvió a decirle el directorcillo—; de todos modos, te ahorcan; al menos muere sin haber sufrido tanto.

—De aquí saldrás para morir —le dijo un cuadrillero.

Le quitaron la mordaza y le colgaron de los pies. Debía descender de cabeza y permanecer algún tiempo debajo del agua, lo mismo que hacen con el cubo, sólo que al hombre le dejan más tiempo.

El alférez se alejó para buscar un reloj y contar los minutos.

Entretanto Társilo pendía, la larga cabellera ondeaba al aire, los ojos medio cerrados.

—Si sois cristianos, si tenéis corazón —suplicó en voz baja—, bajadme con rapidez o haced de modo que mi cabeza choque contra la pared y me muera. Dios os premiará esta buena obra… ¡quizás un día os veáis como yo!

El alférez volvió y presidió el descenso, reloj en mano.

—¡Despacio, despacio! —gritaba doña Consolación siguiendo al infeliz con la vista—, ¡cuidado!

La palanca bajaba lentamente; Társilo rozaba contra las paredes salientes y las plantas inmundas que crecían entre las grietas. Después, la palanca cesó de moverse: el alférez contaba los segundos.

—¡Arriba! —mandó secamente al cabo de medio minuto.

El ruido argentino y armonioso de las gotas de agua cayendo sobre el agua anunció la vuelta del reo a la luz. Esta vez, como el peso del balancín era mayor, subió con rapidez. Los pedruscos y guijarros, arrancados de las paredes, caían con estrépito.

Cubiertas de asqueroso cieno la frene y la cabellera, llena la cara de heridas y rozaduras, el cuerpo mojado y goteando, apareció a los ojos de la multitud silenciosa: el viento le hacía estremecerse de frío.

—¿Quieres declarar? —le preguntaron.

—¡Cuida de mi hermana! —murmuró el infeliz mirando suplicante a un cuadrillero.

La palanca de caña rechina de nuevo y el condenado vuelve a desaparecer. Doña Consolación observaba que el agua permanecía tranquila. El alférez contó un minuto.

Cuando Társilo volvió a subir, sus facciones estaban contraídas y amoratadas. Dirigió una mirada a los circundantes y mantuvo abiertos los ojos, inyectados en sangre.

—¿Vas a declarar? —volvió a preguntar con desaliento el alférez.

Társilo movió negativamente la cabeza y volvieron a descenderle. Sus párpados se iban cerrando, sus pupilas seguían mirando al cielo donde flotaban blancas nubes; doblaba el cuello para seguir viendo la luz del día, pero pronto tuvo que hundirse en el agua, y el espectáculo del mundo le cerró aquel telón infame.

Pasó un minuto; la Musa, en observación, vio gruesas burbujas de aire que subían a la superficie.

—¡Tiene sed! —dijo riendo.

Esta vez duró un minuto y medio y el alférez hijo una seña.

Las facciones de Társilo ya no estaban contraídas; los entreabiertos párpados hacían ver el fondo blanco del ojo; de la boca salía el agua cenagosa con estrías sanguinolentas; el viento frío soplaba, pero su cuerpo ya no se estremecía.

Todos se miraron en silencio, pálidos y consternados. El alférez hizo una seña para que lo descolgasen y se alejó pensativo; doña Consolación le aplicó varias veces a las desnudas piernas el botón de fuego de su cigarro, pero el cuerpo no se estremeció y se apagó el fuego.

—¡Se ha asfixiado a sí mismo! —murmuró un cuadrillero—; mirad cómo se ha vuelto la lengua como queriéndosela tragar.

El otro preso contemplaba la escena temblando y sudando: miraba como un loco a todas partes.

El alférez encargó al directorcillo que lo interrogase.

—¡Señor, señor! —gemía—, ¡diré todo lo que vosotros queráis!

—¡Bueno! Vamos a ver: ¿cómo te llamas?

—¡Andong[215], señor!

—¿Benardo… Leonardo… Ricardo… Eduardo… Gerardo… o qué?

—¡Andong, señor! —repitió el imbécil.

—¡Póngale usted Bernardo o lo que sea! —decidió el alférez.

—¿Apellido?

El hombre lo miró espantado.

—¿Qué nombre tienes, qué te añaden al nombre Andong?

—¡Ah, señor! ¡Andong Mediotonto, señor!

Los circunstantes no pudieron contener la risa; el mismo alférez detuvo su paseo.

—¿Oficio?

—Podador de cocos, señor, y criado de mi suegra.

—¿Quién os mandó que atacaseis el cuartel?

—¡Nadie, señor!

—¿Cómo nadie? ¡No mientas, que te van a meter en el pozo! ¿Quién os ha mandado? ¡Di la verdad!

—¡La verdad, señor!

—¿Quién?

—¡Quién, señor!

—Te pregunto quién os ha mandado hacer la revolución.

—¿Cuál revolución, señor?

—Eso, ¿por qué estabas tú anoche en el patio del cuartel?

—¡Ah, señor! —exclamó ruborizándose Andong.

—¿Quién tiene pues la culpa de eso?

—¡Mi suegra, señor!

Risa y sorpresa siguieron a estas palabras. El alférez se paró y miró con no severos ojos al infeliz, que creyendo que sus palabras habían producido buen efecto, continuó más animado.

—Sí, señor: mi suegra no me da de comer otra cosa que todo lo podrido e inservible; anoche, cuando vine, me dolió el vientre, vi el patio del cuartel cerca, y me dije: Es de noche, nadie te verá. Entré… y cuando me levantaba, resonaron muchos tiros; ataba mis calzones…

Un bejucazo le cortó la palabra.

—¡A la cárcel! —mandó el alférez—; esta tarde, ¡a la cabecera!

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