Noir

Noir


Noir

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Robert Coover

Noir

ePub r1.3

Rob_Cole 30.05.2019

Título original: Noir

Robert Coover, 2010

Traducción: Benito Gómez Ibáñez

 

Editor digital: Rob_Cole

Primer editor: eKionh (r1.0 a 1.1)

ePub base r2.1

Estás en el depósito de cadáveres. Donde hay una luz extraña. Sin sombras, pero como en negativo, como si la luz misma fuese sombra al revés. Los fiambres no están a la vista, temporalmente archivados en cajones como datos de carne, congelados a su propia temperatura desangrada. Sus historias no han concluido, sólo que ellos no podrán leerlas. En tu oficio, no es tanto un lugar donde las cosas terminan como un sitio en donde empiezan. Después del preámbulo habitual: te quedaste hasta tarde en el despacho. Recibiste una llamada. Te pusiste la vieja trinchera con agujeros en los bolsillos, enfundaste la pipa en la sobaquera y te dirigiste a los muelles. El escenario del crimen. Una oscuridad de pesadilla como siempre por allí, incluso en pleno día, con la única iluminación de oscilantes farolas sin brillo, las reflectantes y húmedas calles, aun sin emitir luz propia, más luminosas que las lámparas. Todo enmudecido como albergando actos abominables tras las ventanas enrejadas y las puertas atrancadas. Olor a gato encerrado. Un agua negra lamía los embarcaderos de cemento y los pilotes de madera en algún sitio por abajo. Algunos gritos de gaviotas: pálidos cuervos marinos, hurgando en la basura. El habitual grupito de mirones, borrachos, polis, vagabundos, el rostro velado por gorras y sombreros. Una calaña perversa y siniestra. Rebuscando también en los desperdicios. Te abriste paso entre ellos, las manos en los bolsillos de la trinchera. Pero llegabas demasiado tarde. Ya habían trasladado el cadáver a la morgue. Sólo había un torpe dibujo a tiza en los adoquines húmedos, una mancha roja en la entrepierna dando una cruda identidad sexual a la silueta. Allí estaba Blue. Como esperabas. Su sector. ¿Qué estás haciendo aquí?, preguntó. Sólo dando un paseo, Blue. Comisario Blue para ti, gilipollas. Señor Gilipollas para usted, Blue; era cliente mía. ¿Quién era? Te encogiste de hombros y encendiste un cigarrillo. ¿El cadáver? ¿El asesino? ¿El soplón? Ni idea. La única conexión de que estabas seguro era la llamada. Más abajo veías un transbordador, con la popa contra el muelle, el portón del garaje abierto. Lo que resultaba inquietante. Podría haber sido cualquiera. Venido de cualquier parte. Habrá que comprobar la lista de pasajeros. Si la hay. Lo que significa complicaciones.

Ahora, en el depósito, el encargado de noche te dice que han traído un cadáver, pero ya no está. Deben de haberlo robado, dice. ¿Cómo coño van a haberlo robado, Gusano? No sé, tío. Llevo aquí toda la noche. Estaba aquí y luego no estaba, no sé más. Le sueltas unos cuantos sopapos para recordarle los riesgos de perder un cadáver y le preguntas qué aspecto tenía.

Altura media, bien provista, uñas de los pies pintadas pero poco maquillaje, sin joyas, pelo tirando a rubio, felpudo del mismo color.

¿Estaba desnuda?

Cuando entró, no.

¿Dónde está su ropa?

Desaparecida, también. Menos esto. Te entrega un velo negro y vaporoso. Lo reconoces. O eso crees. Te lo guardas en el bolsillo y das media vuelta para marcharte.

Una cosa más, dice el Gusano. Te vuelves. El coño, dice, acariciándose. Ves la chispa en sus ojillos de zumbado.

¿Sí?

Cremoso. Suave. Como terciopelo húmedo.

Era última hora de la tarde cuando apareció por primera vez en tu despacho. Blanche había concluido la jornada. Que declinaba, ya había poca luz. Puede que lo planeara así, apareciendo como si trajera la noche consigo. O arrastrándola a su paso. Vestía de luto, como toda viuda, el rostro cubierto con un velo. Conocías bien su tipo. Pero había algo en ella. Una preciosidad, desde luego, aunque no sólo eso. Una especie de presencia, además. Tenía aplomo, serenidad, pero también cierto aire vulnerable. Dura pero sensible. Podría tratarse de una visita social, pensaste, quitando los pies del escritorio para hundirlos en las densas sombras del suelo. O tal vez estuviera ocultando un crimen, temiéndolo, planeándolo. Temiéndolo, fue lo que dijo. El suyo. Quería que siguieras a cierta persona. Te entregó un papel con un nombre escrito. Intentaste no dar un respingo. El Baranda. ¿Cómo es que tiene usted algo que ver con este individuo?, preguntaste.

Era socio de mi difunto marido.

¿Por qué difunto? ¿Qué le pasó?

No lo sé. Pensé que usted podría averiguarlo. Oficialmente fue un suicidio.

Pero usted cree que podría tratarse de asesinato, dijiste. Se sentó, bajó los ojos. Asintió una vez con la cabeza, quizá. O así fue como interpretaste su gesto. No va a ser fácil, pensaste. Ese individuo está protegido por un ejército de matones y dicen que tiene media docena de sosias que van por la ciudad sirviendo de señuelo. Aunque resultaba difícil saber quiénes eran porque en primer lugar nadie conocía el aspecto del auténtico.

La viuda parecía estudiar sus pálidas manos, los dedos entrelazados en su negro regazo. Tú hacías lo mismo, le observabas las zarpas: dátiles sensuales y expresivos de una tía en la treintena, poco habituados al trabajo duro, únicamente adornados por una alianza. Con un buen pedrusco. Por eso no llevaba guantes. Ni rastro de nerviosismo ni incertidumbre. Sabía lo que hacía, fuera lo que fuese.

Aquella mujer significaba problemas y sin duda lo más sensato habría sido mandarla a paseo. Pero hay que pagar el alquiler, no te sobra el trabajo para rechazar a nadie. Y además, te gustaban sus piernas. Así que, en cambio, aun sabiéndote su historia antes de escucharla, la inevitable crónica de cama, dinero, traición (¿qué coño le pasa al mundo, de todos modos?), le pediste que te la contara. Desde el principio, dijiste.

No soy de la ciudad. Pasé mi infancia en una pequeña localidad lejos de aquí, un sitio muy bonito con pulcras calles bordeadas de árboles, jardines bien cuidados, iglesias y colegios cerca de casa, y un soleado parque central con un quiosco de madera blanca donde los fines de semana tocaban bandas de música. Un pueblo en el que todo el mundo se conocía, se quería y se saludaba por la calle y nadie tenía miedo. De lo que me acuerdo ahora es de la cantidad de luz que había. Mi padre era el farmacéutico y enseñaba en la catequesis de la iglesia; mi madre celebraba partidas de bridge y trabajaba de voluntaria en la biblioteca municipal. Yo era majorette y mi hermano pequeño, un chico despreocupado, jugaba en el equipo de baloncesto del colegio. Eramos muy felices. Yo estaba enamorada del capitán del equipo de fútbol americano del colegio y él me correspondía. Pero entonces mi padre nos sorprendió un día en lo que equivocadamente tomó por una situación comprometida, y en un acceso de ira me echó de casa. Cuando llegué a esta ciudad sólo tenía dieciséis años, estaba sola en el mundo y sin un centavo en el bolsillo. Me encontraba, como puede imaginarse, sumida en la mayor miseria y desolación, abrumada por la pena y la desesperación, enfrentada a la dura realidad de la pobreza y la soledad, muerta de miedo. Pero entonces, por un golpe de suerte de lo más propicio, como ya no creía que me ocurriría jamás, pude conseguir un trabajo de empleada de hogar en casa del hombre bueno y generoso que más tarde, después del fallecimiento de su preciosa mujer, a quien amaba tiernamente y cuya muerte casi acarreó la suya, se convirtió en mi marido. Atendí a su esposa en lo más crítico de su enfermedad hasta el fin de sus días, mientras él lloraba junto a la cabecera de su cama. El pobre se quedó tan destrozado cuando ella murió que debió guardar cama y tuve que cuidarlo a él también. Nos tomamos cariño y con el tiempo nos casamos. Y ésa es toda mi historia, salvo por la trágica y misteriosa muerte de mi marido que me ha traído aquí esta tarde.

Se llevó una mano a los ojos bajo el velo negro en el despacho cada vez más en sombra (afuera, la luz de neón emitía sus balbucientes latidos nocturnos) para enjugárselos con un pañuelo blanco de encaje. Hasta que hizo eso, creiste su historia porque no había motivo para no creeerla. Ahora, parecía tan llena de resquicios como su velo negro. Tenías un centenar de preguntas que hacerle, pero con un murmullo de seda cruzó las piernas y se te olvidaron. En cambio le dijiste que era un encargo difícil, necesitarías contratar a algún ayudante, tendría que adelantarte algún dinero.

Descruzó las piernas (creiste ver chispas) y, tras buscar en el bolso, te entregó un buen fajo de billetes. No es preciso contarlo. Estoy segura de que le parecerá suficiente. Más lechugas juntas de las que habías visto fuera del mostrador de ensaladas de Loui's, pero lo tiraste desdeñosamente sobre el escritorio, encendiste un cigarrillo y, lanzando una nubecilla de humo hacia ella como una pesquisa indagatoria (o quizá, sólo de forma indirecta, para magrearla un poco), dijiste que verías lo que podías hacer.

Se levantó para marcharse, pestañeando por el humo. ¿Qué significa la M, señor Noir?, preguntó, indicando con la cabeza el rótulo de la ventana que daba a la calle a tu espalda, y que desde dentro se veía al revés: PHILIP M. NOIR / INVESTIGACIONES PRIVADAS.

Apellido, contestaste. Lo pensó un momento, luego se dirigió a la puerta, las medias susurrando tenuemente como un silbido a través de labios no del todo fruncidos. Recordaste una de las preguntas olvidadas y, cuando se detuvo en el umbral, con la silueta recortada bajo la bombilla que colgaba en el pasillo, se la formulaste: ¿Ha dicho que su padre la sorprendió en una situación comprometida…?

Sí, bueno…, estábamos desnudos. Pero era algo enteramente inocente. Éramos jóvenes y curiosos.

Todos hemos pasado por eso, dijiste, tratando de imaginarte la escena. Pero ¿dónde…?

Oh, en el quiosco de música, si quiere saberlo. Un domingo por la tarde. Pretendíamos hacer una colecta después. Para una obra de caridad. Una idea pueril, lo sé…

Aquella noche, para celebrar tu nuevo caso, decidiste darte un gusto y cenar un filetón de lomo en Loui's Lounge. Pero antes de ir, te guardaste la veintidós en el bolsillo y te pasaste por los muelles a buscar a un camello de los bajos fondos llamado Rats, que siempre te daba algún que otro soplo, e incluso alguno fiable de cuando en cuando. Esta vez, en lugar de sacárselo a la fuerza, bien podías soltarle algo de pasta. Un barrio desolado de la ciudad, bastante animado de día, pero una sórdida maraña de delincuencia y miseria humana por la noche. Unos cuantos baretos dudosos, algunos garitos clandestinos en sitios apartados, un par de pensiones de mala muerte, y un montón de callejas oscuras e inquietantes. Los cuerpos tendidos en las aceras podían ser indigentes o borrachos, podían ser cadáveres. Reconociste a uno de los correos de Rats acechando en un callejón y dijiste al chico que querías ver a su jefe. Le diste un billete para apoyar tu solicitud, fundiéndote luego entre las sombras de un portal, la mano en el bolsillo empuñando el arma, los ojos escrutando las húmedas calles nocturnas por si surgían problemas. A un par de manzanas de allí viste la silueta de dos polis perfilada contra el espectral telón de fondo del edificio azul cielo de la policía, dándole a la sin hueso con una prostituta. Haciéndole proposiciones, quizá, o sonsacándole información. O simplemente fastidiándola porque ésa era su forma de divertirse.

Alguien te observaba. Y luego no. Encendiste un pito. Entonces surgió Rats cautelosamente entre las sombras. Un truhán escuálido y sin afeitar, cojo, con una pierna más corta que la otra, mirada paranoica y una mueca permanente, esculpida a navaja. La clase de rostro que tendrías tú si se pudiera leer en él lo que piensas de cómo están las cosas. Le ofreciste un pitillo, le pasaste un billete, lo bastante grande para información y mercancía. Comprendiste que una de las cosas que se te había olvidado preguntar a aquella tía era su nombre y el de su difunto marido. Pero le describiste su visita a tu despacho y Rats adivinó de quién estabas hablando, también se había fijado en sus piernas (en las fotos de prensa, aclaró), y te puso al corriente. Dicen que su consorte se ha quitado de en medio, pero ella sospecha que lo han liquidado, Rats. ¿Has oído algo? Se encogió de hombros. Lo encontraron con un agujero en la cabeza, contestó, y una treinta y ocho en la mano. Registrada a su nombre. Sin otras huellas. Asentiste con la cabeza, diste una calada. Todo previsto, ¿eh? Tiró la colilla a la acera húmeda y la aplastó con el talón de ocho centímetros que lleva en la bota derecha para no escorarse hacia un lado. No del todo, repuso, soltando el humo como un secreto bien guardado. El tío tenía el agujero en la sien derecha. La pistola en la mano izquierda.

Rats, piensas ahora, podría saber algo del cadáver desaparecido, pues tiene cierto interés en el mercado de fiambres. Y por qué se cargaron anoche a tu colega Fingers y quiénes fueron. Tras rendirle un último homenaje en el Woodshed alzando un par de vasos y haciendo algunas preguntas, vuelves a los muelles, pero ni rastro del camello ni de sus correos. El transbordador ha zarpado. Las oscuras calles están desiertas, al menos aparentemente. Hay siempre en ellas una inquieta actividad que puede ser en parte humana o puede que no. El dibujo a tiza sigue ahí, pero ha cambiado desde ayer. La figura está ahora de perfil, la cabeza contra las rodillas. Y han añadido algo. La indignación no se incluye habitualmente en tu repertorio de emociones. Has visto demasiado, encajado demasiados golpes, esperado lo peor por norma. Pero a veces tu repertorio se amplía. Como ahora. Tienes ganas de pegar a alguien. Contundentemente.

Te encaminas al Skipper's Waterfront Saloon, un antro vulgar y cargado de humo que los polis llaman «Café del Punto Muerto», por la cantidad de fiambres que han sacado de allí. Skipper es un irascible viejo lobo de mar con una cojera pronunciada, rostro surcado de nudosas cicatrices, y un parche negro en un ojo como un túnel abriéndose en el vacío. Lo último que ven algunos, según dicen. Anunciando el futuro. El de todos. Skipper habla rara vez, sólo hace saber. Se señala el parche negro. Te señala. Da la palabra a su loro. Pégame otra vez, cariño, dice el bicho. ¡Graak! Dame donde más me duele. Las putas, nada jovencitas en su mayoría, ejercen ahí su oficio con toda libertad, con Skipper sacando tajada mediante la habitación que alquila por medias horas en la trastienda. Un cuchitril maloliente e infestado de parásitos con sábanas manchadas que nunca se lavan, una lámpara sin pantalla en el suelo junto al colchón, la bombilla pintada de rojo, agujas hipodérmicas por el suelo, una jarra y una palangana para las irrigaciones vaginales. Ya sabes. Has estado allí.

Idilios. Los hay de todas clases.

Ahí dentro el humo es tan denso que puede cortarse en lonchas y venderse como embutido para sándwiches. Enciendes un pito en legítima defensa, pides un doble, solo, sin hielo, preguntas por Rats. Está de vacaciones, te contestan. O sea, en el trullo o huido. En cambio, Blue ha hecho acto de presencia. De servicio o buscando un poco de diversión, quién sabe. Se te acerca y dice: Creo haberte dicho que no vinieras por aquí, tontarra.

¿Cómo podría? Es mi segunda residencia. Si me da un momento le diré cuál es la primera.

No seas idiota. Te pueden joder vivo en este barrio.

Esperaba que me protegiera usted, agente.

Abre los ojos, Noir. Espero con impaciencia el momento de dibujar con tiza tu último retrato.

A propósito, ¿qué ha pasado con esa obra de arte callejero? Ayer era una figura con piernas y brazos abiertos. Ahora está acurrucada de costado. Y además hay un perro…

Los de Homicidios han estado allí. A lo mejor han visto las cosas de otro modo.

¿Han visto un perro muerto follándose a una muerta? ¿Cómo se nos ha podido pasar?

Pues no prestando atención, supongo.

Tiene usted un problema, Blue. No sólo quién ha matado a la mujer, sino ¿quién se ha cargado al perro? ¿Y cuál ha sido el arma del crimen, a propósito?

Me has pillado. ¿Éxtasis sexual?

Te dan ganas de darle un sopapo, pero sus colegas te harían la noche aún más desagradable de lo que ya es, así que en vez de eso le enseñas el papel que te dio la mujer. ¿Qué significa esto? ¿Qué pinta aquí ese individuo?

Blue emite un tenue silbido. ¿De dónde has sacado esto?

Alarga la mano para cogerlo, pero te lo guardas antes. Es una especie de talismán. La única prueba física de que conociste alguna vez a esa mujer; el velo que tienes en el bolsillo puede ser suyo y puede que no. Te lo has encontrado en la calle, le dices, apurando la copa y dando media vuelta para marcharte. Alcanzas a ver que Blue hace una seña a un par de polis fuera de servicio y supones que van a seguirte. O a trincarte.

No te cortes, capullo, grazna el loro. ¡Mi culo es tuyo!

En la puerta, Michiko, una de las putas del barrio, se acerca a coquetear contigo. Hola, Phil-san, musita, rodeándote el cuello con sus apergaminados brazos. Utiliza unos polvos de talco que te hacen pensar en un invernadero sofocante. Tiene aspecto de estar vestida de pies a cabeza con una malla de complejos dibujos, pero en realidad sólo lleva su piel y un tanga…, en caso de que no sea también un tatuaje. Se inclina hacia ti como para darte un mordisquito en la oreja y susurra: Sal por la puerta de atrás, Phil-san. Te esperan delante. Venga, cariño, añade alzando la voz, metiéndote mano en el pantalón. ¿Uno rapidito? ¡Michiko te quiere!

Michiko no siempre ha sido un montón de huesos viejos y coloreados, perfumado con aromas agobiantes. Tenía un verdadero y enigmático aire oriental cuando era más joven y trabajaba en locales más elegantes. Y antes de eso, cuando sólo era una chiquilla con ropa de colegiala y bragas blancas de algodón (las braguitas blancas molaban cantidad por entonces; se echan de menos aquellos tiempos), había sido la querida de un célebre gánster yakuza que le había tatuado su propio retrato en la cara interna de sus jóvenes y tiernos muslos. Para no perder de vista las cosas, decía él. El jefe de una banda rival la secuestró y «cegó» el retrato con manchas rojas, y por si fuera poco le añadió un bigote y le ennegreció dos dientes antes de devolverla a su amante. También le tatuó, sobre el pubis rasurado, su propia mano, reconocible por la agresiva figura de un dragón en el dorso y el anillo de superhéroe en el meñique, el dedo corazón desapareciendo entre sus labios. Su amante respondió devolviéndola a su rival con el tatuaje del dragón reducido a la despreciable postura de «follame, por favor», con el dedo anular cortado en sangrante muñón, es decir, un yubizume de tres nudillos de lo más humillante, y el dedo corazón ennegrecido, como quemado por su impertinencia. El amante también tatuó las orejas de Michiko con haikús que celebraban la «negra bruma» del verano y el «corazón helado» del invierno, un juego de palabras sobre su nombre, y le grabó en las nalgas los círculos de una diana con centro en el ano y la frase «¡Tu turno, tonto del culo!» en el cachete derecho. El rival no se amilanó. Con un solo trazo cambió «corazón helado» de invierno a «polla mustia» de invierno, lo que también era un juego de palabras con el nombre del amante, y suponiendo que el «tonto del culo» podía ser cualquiera de los dos, se limitó a añadir en la nalga izquierda un arma semiautomática con el emblema de su banda en la culata. En el rostro de Michiko tatuó una serpiente, cuya cabeza salía de una oreja y se enroscaba hacia el labio superior, donde se mordía la cola, que a su vez se escapaba de la otra oreja, la cara del ofidio un retrato del amante, la cola la propia picha del amante, que según era notorio (tema favorito de la prensa sensacionalista) lucía un tatuaje con símbolos kanjis que significaban: «rey del comercio de aguas». El rival lo transformó con sutileza en «rey del comercio de orines», y le mandó a Michiko de vuelta. El amante aceptó la serpiente que mordía, pero a la cola mordida añadió un rostro de orejas muy grandes, burlándose de las orejas de burro del rival, que siempre procuraba disimularlas bajo el sombrero («Don Hin Han» lo llamaban los polis, quienes solían humillarlo quitándoselo de golpe), y le aplicó en la cabeza los símbolos kanjis equivalentes a «bravo guerrero del ojete caliente». Luego, sólo para divertirse (en el fondo la quería y deseaba que estuviera guapa) le convirtió los pechos en espléndidos paisajes montañosos, con puentecitos sobre arroyos en donde los miembros de su banda posaban con sus trajes a rayas, alzando pancartas en las que se leía: «No sueñes con montañas dentro de tu hormiguero, meón». La escena invitaba a las interpolaciones y el rival correspondió transformándola en un clásico baño de sangre yakuza con los miembros de su propia banda, disfrazados de hormigas gigantes con trajes y sombreros negros, aniquilando a la banda del amante. Le adornó el vientre con un perro mapache de testículos como balones de playa, le inscribió un «4» carmesí en la frente, el signo de la muerte, le pintó un tempestuoso paisaje marino en el trasero con olas gigantescas rompiendo en su región lumbar, y convirtió la diana en un remolino que atrapaba un barco pesquero en su oscuro centro, dando la impresión, a quien se acercara a ella por ese lado, de entrar en el ojo del huracán. Así continuó Michiko pasando entre los dos jefes yakuza como una especie de panel de mensajes, con los gánsteres admirando de tal modo el arte del contrario que al final, para disgusto de los miembros de ambas bandas, su rivalidad se convirtió en puramente artística y epistolar. La cubrieron de fragmentos de famosas obras maestras del paisajismo y el erotismo, siempre con amenazas e insultos implícitos o explícitos, le grabaron a fuego los signos del zodíaco en los lugares correspondientes del cuerpo, reprodujeron cuatro siglos de historia yakuza en los sitios libres, cubriéndole hasta la planta de los pies, los labios y el cuero cabelludo, los párpados y las axilas. Tan obsesionados estaban, que habrían empezado a trabajar en sus intestinos si sus propios lugartenientes no hubieran organizado una exposición pública de Michiko en el museo de arte moderno de la ciudad y, en el momento en que se hacían reverencias el uno al otro, no los hubieran ejecutado a los dos disparándoles agujas de tatuar en los oídos. Michiko, entretanto, acabó tatuada de pies a cabeza con capas de grafitis superpuestas, un verdadero manual, diccionario de argot y galería de arte yakuza, condición que le resultó muy útil en su carrera posterior, una vez que el museo, tras reclamar la propiedad sobre la muchacha, recibiera buen dinero: pagaban un billete de cien sólo por una hora de consulta en la biblioteca. Todo ello destiñéndose ya. Perdiendo contorno, nitidez, los colores enturbiándose, arrugas distorsionando las secuencias, oscureciendo el detalle. Sufriendo el destino de toda historia, que no es sino memoria perecedera. El tiempo pasa, nada permanece igual, triste suerte. Eso dice un haikú en alguna parte de su cuerpo.

En la puerta trasera, Michiko suplica tiernamente: ¡Ven a verme, cariño, Michiko te va a matar a polvos!, mientras te entrega una hoja de papel doblada. Besas el amarilleante «4» de su frente (que te den, muerte), le das una palmadita en las pintorescas cachas y te escabulles en el vacío de la oscura noche. Una sirena de niebla por algún sitio. El angustiado maullido de un gato. Como expresando la aflicción que sientes. Encuentras una farola bajo la cual leer la nota, pero oyes gritar a Michiko y luego unos pasos precipitados. Viniendo hacia ti. Desapareces por una calleja, escalas el muro de ladrillo al final, saltas al patio de una casa al otro lado. Hay una mujer solitaria que se desnuda frente a una ventana, su silueta recortada tras una cortina echada. A ese lado de la cortina hay otra historia, quizá mejor que ésta en la que te encuentras tú y seguro que podrías detenerte a explorarla como una especie de intriga secundaria, pero antes, a la luz de la ventana, lees la nota que te ha dado Michiko. Dice: Urgente. Ven a verme a Loui's. No hay firma. La escritura podría ser la de Flame. Por otro lado, nunca has visto nada escrito por Flame. Proyectas la historia de detrás de la cortina en tu imaginación y, cuando la silueta de mujer se saca la combinación por la cabeza, te apresuras por la espejeante calle nocturna hacia el Loui's Lounge.

Loui, o Louis (nunca has sabido a ciencia cierta si su verdadero nombre es Loui o se trata de una errata en el neón, pero todo el mundo lo llama Loui) es amiguete tuyo. Lo ayudaste a eludir una denuncia de agresión con lesiones presentada contra él por su última ex poniendo al descubierto ciertos trapos sucios que ella no quería airear en el tribunal.

A saber, que era cleptómana y se dedicaba con empeño a hurtar en las tiendas, si es que sus robos a gran escala (era capaz de limpiar un establecimiento entero delante de las narices del dueño) podrían llamarse así. No contaste a Loui cómo lo averiguaste, esa parte no le habría gustado. Por alguna razón oscura la mafia suele ir a comer allí, quizá sólo para satisfacer el estómago, y confía en él, con la consecuencia de que, indirectamente, Loui es una fuente de informaciones útiles sobre sus manejos. Sabe que si divulga cualquier cosa será ejecutado cruelmente y enterrado en cemento en el fondo del mar, y en su preocupación por no revelar lo que sabe se inventa una compleja desinformación que, con paciencia, normalmente puede descodificarse. Su Loui's Lounge es un local elegante con empleadas poco vestidas en el guardarropa, whiskys añejos, apasionadas cantantes que alternan con el público, tragaperras en la sala del fondo y filete de lomo en el menú. Las servilletas de cóctel llevan el dibujo de un borracho con esmoquin apoyado contra una farola, motivo que repite el reloj de detrás del mostrador, los brazos del beodo haciendo las veces de manillas. La Happy Hour empieza a las seis menos cuarto, cuando el minutero alcanza su plena erección.

Echas al canijo sentado en tu taburete habitual de la barra y pides un doble con hielo, porque el hielo es potable en este local. Joe, el que atiende la barra, te saluda con cara de póquer, como si fueras un desconocido, lo que probablemente significa que ocurre algo. Flame está en plena canción, que habla de un amante brutal llamado el Martillo (hay rimas como sacúdela, castígala y machácala), que puede ser letal (… sé que te crees muy importante, pero cariño, por favor, no me maltrates, canta ella), y esperas que se acerque después de su número, pero un poco antes un tío con traje y unos puños enormes se te sienta en el taburete de al lado, se ofrece a invitarte a una copa y te das cuentas de que las cosas no son como pensabas. Tengo una, contestas. Toma otra, responde, haciendo una seña al camarero. Cuidado con los cafres que traen regalos, dices, acercándote el vaso. Como quieras, dice el otro, encogiéndose de hombros y dando unos golpecitos al suyo para que le pongan otro. Sólo quería charlar amistosamente, tío. ¿Sobre qué? Estás buscando un cadáver, afirma. ¿Sí? Deja de buscar. El Martillo se hace valer: Es una cosita de nada, canta Flame, pero tiene buena pegada… Ves que el tío del traje te apunta con una pipa que lleva en el bolsillo de la chaqueta. Estarías muerto antes de coger la tuya. Dejas el vaso en el mostrador y te encoges de hombros mirando a Joe. Si insistes, dices en tono seco.

Antes de que Joe tenga tiempo de servir, la canción acaba y Flame se acerca, interponiéndose entre él y tú. Quita el culo de ahí, tío. Quiero hablar con mi novio. A su vez, Joe lo está mirando fijamente. El del traje pone mala cara pero saca la mano del bolsillo y desaparece en la penumbra. Flame te besa, pasándote la lengua por los dientes como comprobando que conservas los que aún te quedan, te mordisquea luego la oreja, apretándose contra tus piernas. Me parece que vas a pasar la noche aquí, amor, susurra. Marea su fragancia de animal salvaje. ¿Para quién trabaja ese tipo?, preguntas, acariciando el sedoso trasero de Flame. Ya sabes, te contesta. Por encima de su hombro ves que los gorilas de Loui desarman al tío del traje y lo echan. ¿Por qué has venido aquí esta noche, Phil? Después de lo que le ha pasado a Fingers, debías figurarte que habría problemas. Saben que anoche estuviste en el Shed. Me han pasado una nota, cariño. Creí que era tuya. Si quiero que vengas, cielo, no me hace falta escribir una nota. Simplemente te envío vibraciones. Eso es cierto. Con frecuencia te presentas aquí obedeciendo a eso que llamas intuición y te la encuentras esperándote, su deseo como un imán. No por nada llama mariposas de luz a sus amantes.

Conociste a Flame la noche en que la viuda rica te financió y saliste a celebrarlo, con idea de tomar ostras y un filete de lomo en Loui's Lounge. Y olfatear quizá un par de pistas, como suele ocurrir, una especie de guarnición para el menú. En los muelles, Rats te había puesto al corriente sobre los elementos esenciales del asunto y además te había pasado unos tiritos de primera, de modo que cuando llegaste te sentías francamente optimista. Saludaste a Joe y Loui con efusión, como a hermanos que no veías hacía tiempo (si tienes hermanos, desde luego los has perdido de vista hace mucho), metiste unos billetes en el escote de las chicas del guardarropa, e invitaste a beber a todo el mundo. Tú incluido. Pero entonces te dejaste la copa en algún sitio y tuviste que pedir otra, lo que se convirtió en otra ronda. Te lo estabas pasando bien. No quitabas ojo ni un momento a la nueva cantante pelirroja de Loui, resplandeciente bajo el foco como una alucinación. Una voz ronca y la clase de cuerpo que resquebraja los espejos. La última vez que habías visto unas formas así fue en un sueño erótico cuando aún llevabas pantalón corto, y como no sabías qué hacer, entonces te pareció una pesadilla. Ahora sí sabías lo que hacer. Como andabas, al menos en ese momento, bien de dinero y aquella noche gastabas a manos llenas, ella también se había fijado en ti. Cantaba una canción nostálgica sobre un antiguo amante llamado Angel que siempre la había tratado bien: le enseñaste el polvo de ángel para atraerla cuando acabara el número. Loui, de pie en la barra junto a ti, os presentó (Philip es detective privado, Flame, le dijo, duro pero cariñoso…), y entonces, después de inclinarse y darle un beso en la calva, empezó a hacer su recorrido por las mesas para saludar a los clientes, contoneándose. Cuál es tu verdadero nombre, preciosa, le preguntaste, siempre el infatigable investigador.

Bueno, antes de Flame me llamaba Fannie, si te refieres a eso, pero ese nombre parecía una invitación para pellizcarme el trasero. Por lo visto los hombres son incapaces de contenerse, añadió con una mueca (tú no pudiste contenerte). Apartó los satinados pliegues de su larga falda hendida y bajándose las bragas de seda por la cadera te enseñó los cardenales. Bésalos, cariño, para que se me curen, te dijo, y tú lo hiciste.

Te preguntó de dónde habías sacado toda aquella pasta y le hablaste de la viuda rica, contándole la historia que te habían largado a ti.

En la ciudad no hay mucho trabajo para una majorette, repuso ella. Habrá tenido que hacer la calle. Así que conoce a ese cliente rico…

En resumen, Flame pronto agujereó con su llama la historia de la viuda. Le enseñaste la nota que te había entregado. Flame emitió un quedo silbido. Se diría que esta noche has salido de pobre, Phil. Vamos a mi habitación a darnos un achuchón en grupo, Angel, tú y yo.

Yo quería cenar.

Di a Loui que te suba la cena. Pide el Menú Gigante, nos lo comeremos a medias. Vamos. En cuanto esos gamberros se enteren de lo que te traes entre manos, puede que no tengamos otra oportunidad. Una idea escalofriante. Que te dejó completamente helado. Afortunadamente Flame fue capaz de remediarlo con su pequeño descongelador.

Blanche, tu secretaria, también manifestó sus dudas sobre la historia de la viuda cuando se la contaste a la mañana siguiente. Blanche es una escéptica de nacimiento. Simplemente es incapaz de aceptar el mundo tal como parece. Lo cual, reconozcámoslo, sería más que nada una mala inversión. Y ella siempre empieza por el dinero: ¿Le ha pagado algo?

Un poco.

Por el aspecto que tiene usted esta mañana, señor Noir, parece más que suficiente.

Bueno, creo que le caí bien.

No sea ingenuo, repuso, lanzándote una severa mirada por encima de las gafas de concha. Ha sido una transacción de negocios. Espera recuperarlo con creces.

A lo mejor sólo quería salvar el culo, Blanche, disculpa la expresión. Dijo que tenía miedo de que se la cargaran y me pidió que siguiera a un tío.

¿A quién? Le enseñaste el trozo de papel con el nombre del Baranda. Oh, oh. ¿Y qué tiene que ver ese señor con esto?

Su difunto marido y él eran socios.

Así que los dos andan detrás del mismo dinero. Por eso tiene miedo ella. O él. Debe de haber algún problema con la póliza del seguro. Una cláusula excluyendo el suicidio o algo así. O si no, el testamento. ¿Hay testamento?

No lo mencionó.

Usted no se lo preguntó. Blanche emitió un suspiro de impaciencia, dándose golpecitos con el lápiz en los dientes. Llamaré a mi amiga del Registro Civil, a ver lo que puedo averiguar.

Gracias. ¿Qué haría yo sin ti, pequeña?

Pareció derretirse por un momento, y luego recobró su actitud eficiente, poniéndose a tomar algunas notas. No sabes escribir a máquina ni tienes cabeza para los números y te da por insultar a la gente cuando llama por teléfono, así que dependes enteramente de Blanche, y su irritante arrogancia es el precio que pagas por ello. Una rubia sensata, no exactamente divertida, pero sabe contar, archivar y ocuparse de los pequeños detalles cotidianos. Vaciar las papeleras. No está siempre en la oficina, nunca sabes cuándo vendrá, pero como no puedes pagarla más que con cumplidos, no tienes derecho a quejarte.

¿De quién era el dinero en un principio?, preguntó, examinando sus notas.

¿El del marido, quieres decir?

Quiero decir, ¿de quién era realmente? Supongo que pertenecía a la esposa agonizante. ¿De qué murió?

Eso tampoco se lo pregunté. ¿Crees que es importante?

Piense, señor Noir, piense. Ha dicho que el padre de su cliente era farmacéutico.

Exacto. Y enseñaba en la catequesis.

Y el cónyuge, según ha dicho, murió de una larga enfermedad. Un hombre quiere librarse de su esposa acaudalada de forma discreta y conoce a una mujer con acceso a productos farmacéuticos.

Hummm. Pero ella no se habla con su padre. La echó de casa.

Eso dice ella. Por exhibirse de manera lasciva en el parque del pueblo. No mucho después de la catequesis.

Sí. Se sintió ultrajado.

O celoso.

¡Oh, Blanche, santo Dios! Qué mal pensada eres.

Simplemente práctica, señor Noir. Cosa que a usted no le vendría mal. Eso lo ayudaría a no relacionarse con personas mal intencionadas y peligrosas. ¿Qué le ha hecho decidirse a aceptar este asunto?

Bueno, tenía unas piernas preciosas.

Las piernas son piernas, señor Noir. En el mundo hay más piernas que personas.

De acuerdo, pero…

Y una bala en el cerebro es una bala en el cerebro. Como su marido podría decirle si no fuese demasiado tarde.

Mientras Blanche se dedicaba a localizar el testamento y la póliza del seguro, te tumbaste en el sofá de la oficina para reflexionar un poco. Por lo visto seguías pistas que no llevaban a ninguna parte. Que se convirtieron en la persecución de un criminal con cinco piernas, sólo tres de las cuales eran humanas. Cuando te despertaste había anochecido y no sabías dónde te encontrabas. El parpadeante letrero de neón frente a la ventana, sin embargo, constituía un indicio útil. Un cortocircuito producía un zumbido balbuciente como el de insectos chocando con un mosquitero electrificado. Electrocución. Desinsectación. Una vez te despertaste en la cámara de la silla eléctrica. Era un caso diferente. Un miembro de la mafia al que habían electrocutado por asesinato volvió a aparecer después en la calle. Más o menos al mismo tiempo, el director de la cárcel se marchó a Brasil. El mafioso asesinó a varias personas pero dijeron que no podían encausarlo porque ya estaba muerto. ¿Un sosias? ¿Tejemanejes en el corredor de la muerte? Un gánster rival te contrató para que lo averiguaras. Te metiste a hurtadillas para comprobar los circuitos. Tocaste el cable que no debías.

Bueno, pues así era como te encontrabas, a oscuras, solo en tu despacho. Donde más a gusto estás. Tienes un apartamento de una habitación en algún lugar, pero la mayoría de las veces comes y duermes aquí, siempre que no te invite a su casa alguna chavala. Es un sitio en donde te puedes hurgar las narices, rascarte donde te pique, tirarte los pedos que quieras. Lo que, en aquella ocasión, tumbado en la penumbra después de una siesta que había durado el día entero, efectivamente hiciste. Levantaste el culo de los cojines y lo soltaste. Qué alivio, dijiste en voz alta.

Ya me imagino.

No estabas solo. Había alguien sentado entre las sombras. Tu cliente, la viuda generosa. No sabías si disculparte, soltar otro, o cambiar de tema. Hábleme de su padre, le pediste.

Bueno, pues a eso he venido, señor Noir. Hay algo que no le dije. Aunque mi padre era cariñoso y nos adoraba a mi madre, a mi hermano y a mí, podía mostrarse muy duro cuando nos portábamos mal. Como muchos de nuestra pequeña ciudad, tenía un concepto bíblico muy puro de la obediencia, y a veces nos resultaba difícil estar a la altura de sus expectativas. Yo era su preferida y salía mejor parada que mi hermano, que, debo decir, le tenía terror. Habida cuenta de que, como medida disuasoria, nos hacía presenciar nuestros respectivos castigos, yo comprendía muy bien su pánico y, poniéndome en su lugar, lo compartía. Pero una vez que recibíamos nuestro merecido y le dábamos las gracias, siempre nos perdonaba y nos abrazaba tiernamente contra su pecho y nos daba caramelos de la tienda, haciéndonos prometer que no volveríamos a decepcionarlo nunca más. Pero seguíamos haciéndolo, naturalmente. Los domingos, vendían palomitas y algodón de azúcar en el parque; allí nos llevaba muchas veces, era muy agradable. Y un día, cuando era pequeña, paseando con él frente al quiosco de música, vi una cosa pálida y delgada, como de goma, que parecía una lombriz muerta. O, más bien, recordaba el pellejo vacío de una lombriz que hubiera mudado la piel como las serpientes. Le solté de la mano, me agaché y la cogí, y mi padre me la quitó violentamente de las manos y me dio un cachete en la sien tan fuerte que me caí contra el costado del quiosco. Cuando empezaron a correrme las lágrimas, se disculpó, me hizo mimos y prometió enseñarme una limpia y explicarme para qué servía en realidad. Y resultó que en efecto esas cosas eran un poco como me las había imaginado.

Ajá. Ya entiendo, dijiste. Cuando la echó de casa, no fue por una cólera legítima. Tenía celos. Su padre fue su primer amante.

¡Desde luego que no! ¡Es usted muy mal pensado, señor Noir!

En realidad, no. No es idea mía.

Te sentaste en el sofá y con un golpecito sacaste un cigarrillo del paquete. ¿Y su hermano?

Pero se había marchado. Te entró la preocupación de que habías perdido otro cliente. Pero había otro fajo de billetes encima de tu escritorio, con la siguiente nota: ¿Me está usted protegiendo, señor Noir?

No lo hacías. Ya era hora de enfrentarse al Baranda. Pero si lo encontrabas, lo seguías y destapabas la intriga, ¿entonces qué? No había forma de ponerse en contacto con la viuda, no le habías preguntado ni la dirección ni el teléfono. Tu consabida impaciencia con los detalles. Por eso necesitas a Blanche. Rats te había dicho su nombre, le pagaste por eso, pero se te había olvidado. Lo único que podías recordar era la colilla aplastada bajo el talón de ocho centímetros de Rats y el descongelante de Flame. Esa clase de noche.

Llamaste por teléfono a tu colega Snark, tu informador en la unidad de Blue, para quedar con él en el Star Diner. El Diner carece de permiso para servir bebidas alcohólicas, pero para los que están en el ajo, tienen whisky en el expendedor de leche. Snark bebe bastante y normalmente al cabo de cinco o seis tazas empieza a largar. El truco consiste en seguirle la corriente. Mientras lo esperabas, pediste chili con carne, una rosquilla fresca y una taza de café solo. Si te preguntaran, tendrías que reconocer que prefieres la cocina de aquí al elaborado menú de Loui's Lounge. Acababan de pagarte. Podías pedir dos rosquillas. Una de ellas rellena de gelatina. Otra debilidad de Snark, bien podrías compartirla con él. Le gusta mojarlas en el whisky. También pediste varios vasos de agua fría que trasegaste como reconstituyente ante la noche que te esperaba.

Cuando llegó, le hiciste parlotear sobre su familia, los cotilleos de la comisaría (Blue padecía un violento acceso de furiosas hemorroides y hacía la vida imposible a todo el mundo), soplos sobre las carreras de caballos y los últimos crímenes, en su mayoría sanguinarios y morbosos, la especialidad de Snark. Ese poli tiene una familia singular. Unas gemelas siamesas y una mujer que es contorsionista profesional. Ella preparaba un número para un club nocturno con las siamesas que según esperaba Snark sería lo bastante importante como para permitirle retirarse del cuerpo. Cuando está bastante trompa, Snark describe todas las posturas que su mujer puede adoptar. En cuanto a él, es incapaz de tocarse los dedos de los pies ni siquiera doblando las rodillas.

Al cabo de unos cuantos (la cosa se iba poniendo fea, hablaba de las posturas que podían asumir las siamesas), le contaste la historia de la viuda y le enseñaste el trozo de papel.

Eso es muy jodido, afirmó, dando otro trago de la taza de whisky. Fuera, un anciano pordiosero de largo cabello canoso y barba blanca apretaba la protuberante nariz contra la ventana, observando vuestra conversación con aire inquieto. Lo habías visto muchas veces por allí, formaba parte del decorado con su viejo y desgastado abrigo y arrugado sombrero de fieltro, ropa sucia de un gris tirando a negro sujeta con una deshilachada cinta de persiana. Hombros encorvados, pecho hundido, la barba lacia hasta la cintura, bolsas de plástico llenas de despojos de los cubos de basura, una muestra viva de los barrios degradados del centro. Más o menos viva. Con frecuencia tenía algo poético qué decir, como llevo la ciudad dentro de mí, caballero, me aplasta con su peso y me sorbe todo el jugo del cerebro, o he visto hoy un pájaro con un ala rota y se lo ha comido un gato pero luego un coche ha atropellado al gato. ¿Quién es esa tía?, preguntó Snark.

¿Qué cómo se llama? No sé. Me lo han dicho pero se me ha olvidado. Diste unos golpecitos a la taza de whisky a modo de explicación. Viste que te habías manchado la corbata con el chili. No por primera vez. Por eso llevas corbatas estampadas. Su marido se suicidó. O lo asesinaron.

Me parece que conozco el asunto. Se ahogó. Con los pies en cemento.

Creo que fue de un tiro.

Bueno, puede que se ahogara primero y luego se pegara un tiro. O al revés. Estoy seguro de que era él.

Lo que necesito saber, Snark, dijiste, rascándote la corbata, es cómo llegar al Baranda.

Pues, bueno, tiene debilidad por los pedicuros.

Yo no hago las uñas de los pies.

Y por los soldaditos de plomo.

¿Soldaditos de plomo?

Sí, me han dicho que tiene las paredes de su despacho cubiertas de vitrinas llenas de soldaditos. Se disfraza y recrea batallas en la mesa de billar.

Hummm. ¿Alguna especialidad?

Medieval. Le mola la Edad de las Tinieblas.

Cuando se marchó Snark, pediste una rosquilla rebozada con azúcar rosa y saliste a dársela al mendigo. Se llevó un dedo al arrugado sombrero y, mirándote fijamente con sus desvaídos ojos azules, velados por largos mechones de pelo blanco y sucio, dijo: Una mujer tenía un perro que hacía gracias. El perro se puso enfermo y murió y la mujer cayó enferma y falleció. No sé quién fue el primero. Pero nadie se acuerda de las gracias que hacía el perro. Sólo yo. Si alguna vez quiere saberlo, caballero, no tiene más que preguntármelo. Guardó la rosquilla en una de sus bolsas de plástico y se marchó arrastrando los pies. ¿Iba a comerse la rosquilla? ¿A venderla? ¿A enterrarla? ¿Adonde se dirigía? ¿Qué más llevaba en las bolsas? Por una corazonada, lo seguiste. ¿Qué esperabas? Que te revelara algo de la ciudad que no supieras. Algo que se pareciese a un indicio. Según el principio de atracción de los contrarios, pensaste, bien podría conducirte hasta el Baranda. Por qué no. Además, estabas inquieto. Te habías pasado el día durmiendo, habías bebido demasiado, te hacía falta dar un paseo. Snark era la leche.

El recorrido del viejo mendigo serpenteaba entre sombrías calles abandonadas, cada vez más estrechas, más oscuras y laberínticas. Las barría el viento, que perseguía trapos y hojas de periódico, haciendo oscilar letreros y lámparas suspendidas, arrancándoles chirridos. A veces no se veía sino periódicos agitados por el aire y el largo cabello blanco y la barba del mendigo flotando entre las sombras. No parecía seguir una pauta en su vagabundeo, aunque se detenía a hurgar en cada cubo de basura que encontraba, de modo que a lo mejor estaba haciendo su ronda nocturna. Su recolecta, poniendo orden en la ciudad, el único signo de la precaria vida que había en ella. Lo seguías desde hacía un rato y ya no sabías dónde estabas. Daba igual. Aunque deseabas haberte acordado de coger un arma, te sentías en casa en todas partes y en ninguna. Y había algo que resonaba en tu fuero interno en aquellas calles lúgubres y sin nombre que no llevaban a ningún sitio. La desolación. La amargura. El repugnante bajo vientre de la existencia. Bueno, habías cenado muy deprisa. Las rosquillas y el chili con carne no te habían sentado bien. Cuando el viejo se inclinó sobre los desperdicios acumulados en una alcantarilla, te metiste en un portal, ahuecaste las manos en torno a una cerilla, encendiste un pitillo. Percibiste un olor familiar. Y de pronto se apagaron las luces.

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