Noir

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La ciudad como dolor de tripas. La pesadilla urbana como expresión de la vida ominosa y vil de los órganos internos. Los siniestros borborigmos del vientre. Por qué construimos las ciudades así. Por qué las queremos como son incluso cuando están sucias. Porque son sucias. Llenas de orines, de escupitajos. Sin sentido y funestas. Con eso podemos sintonizar. Ahí va un principio: el cuerpo siempre está enfermo. Incluso cuando se encuentra bien, o eso cree. Células que devoran células. Todo se reduce a digestión. O indigestión. Lo que en la ciudad llamamos corrupción. Devoradores que devoran lo devorado. Sobre todo en la tumultuosa oscuridad. Es una horrible lucha a muerte en la que todo el mundo pierde. ¿Ciudades trazadas a cuadrícula? La cuadrícula sólo es un revestimiento. Como el papel milimetrado. La ciudad misma, por dentro, es toda bucles y curvas exasperantes. Desbordantes de violenta vacuidad. Con frecuencia has cavilado sobre eso, en especial después de cenar en el Star Diner. Reflexionabas aquella noche sobre eso cuando recobraste un remedo de conciencia. Reflexionar no es la palabra. Tu zarandeado cerebro, con su caparazón aporreado, era incapaz de reflexionar. Parecía más un sueño sin imágenes sobre el dolor y la ciudad. Casi sin imágenes. Te pasaban a través de un viejo proyector de cine. Tus entrañas laberínticas llenas de crímenes estaban a la vista en alguna parte. Tus ruedas dentadas se bloqueaban en el engranaje, desgarrándose. Tus pensamientos se bloquearon en el mecanismo. Fundido en negro.

Antes de que pudieras ver algo, oíste el perezoso chapoteo del agua contra las piedras, como metal abollándose. El sucio tamborileo de la lluvia, gritos de gaviotas. Estabas en los muelles. Habían debido arrastrarte hasta allí. Abriste un ojo. Todo en matices de gris, reluciente de lluvia. Quizá fuera el crepúsculo. Probablemente el amanecer. Estabas tendido boca abajo sobre unas piedras húmedas y escombros de cemento bajo un viejo puente de hierro en la zona del puerto al amanecer. Bajo la lluvia. Todo te dolía. Como si te hubieran abierto la cabeza. Incorporarte sobre el codo te costó un esfuerzo heroico, pero eras un héroe. Tenías la ropa hecha un asco. Pero se te había lavado la corbata.

El comisario Blue estaba sentado en un viejo neumático de camión con un impermeable de la policía y un gorro para la lluvia, fumando un cigarrillo. Te tiró el paquete. Era el tuyo. Quedaba uno. Encontraste a tientas las cerillas, pero estaban húmedas. Blue se acercó con irritación (le hacías perder el tiempo) y te dejó encender el cigarrillo con el suyo, luego volvió a sentarse. Bueno, ¿qué andas haciendo por aquí, capullo?, preguntó. ¿Te han echado del albergue?

Me hacía falta el tonificante aire marino, dijiste, rebuscándote en los bolsillos.

Has tenido suerte, Noir. No ha sido un robo. Cuando te encontramos, seguías teniendo el fajo de billetes.

Ah, ¿sí? ¿Dónde está?

Lo he repartido con los muchachos.

Como recompensa por salvarte tu inútil y puta vida.

¿Salvarme la vida, qué quiere decir? ¿Qué me han hecho?

Qué no te han hecho, más bien. Unos cabronazos esos tíos, Noir. Pero vamos a ver, ¿de dónde has sacado ese buen fajo?

De un cliente. Al fondo de un bolsillo vacío, o casi, había un trozo de papel arrugado. El nombre que te había escrito la viuda. Intentaste recordar aquel olor familiar que habías percibido justo antes de que te descerebraran, pero tus fosas nasales estaban ahora atascadas con el olor a peces muertos y grasa de máquinas.

No me vengas con gilipolleces, mamón, tus clientes no tienen tanta pasta. ¿Qué te traes entre manos?

Suspiraste. Hasta eso te dolía. Así que el suspiro fue más bien un quejido. Apuraste el pitillo hasta que te quemó los labios, y entonces sentiste necesidad de fumarte otro. Tiraste la minúscula colilla al agua, donde los pilotes podridos de embarcaderos derrumbados surgían de la grasienta superficie como viejas estalagmitas, huesos renegridos, y dijiste: Hago una colecta para la organización benéfica de la policía.

Tendría que llevarte a comisaría, sabihondo, y darte un repaso sólo por gusto. Pero alguien ya lo ha hecho por nosotros.

¿Quién cree que ha sido?

No sé. Puede que te hayan seguido.

¿Es una suposición o una información privilegiada?

Una conjetura con cierta base, digamos. En el agua negra como la tinta, salpicada de lluvia, herrumbrosas gabarras con grúas angulosas de torcido cuello permanecían inmóviles como viejos seniles tomando un baño mecánico. No sabes por qué observas esos detalles. Eres un entrometido, Noir, afirmó Blue, y los entrometidos atraen la curiosidad de otros fisgones.

Latas de cerveza aplastadas. Un zapato viejo. Un tapacubos oxidado. Cajas con las tablas rotas. Un trozo de cañería. Botellas de plástico abolladas. Basura en la orilla, acurrucándose entre las rocas. Números enteros. Que no suman nada. Sin embargo, sigues con la puta aritmética. Hecho una mierda, tambaleándote, te pusiste en pie. Me parece que voy a tener que cambiar el colchón, dijiste.

Snark dice que hay una mujer de por medio.

Sí, mi madre. Me echa de menos. Lléveme a su casa.

Tienes una herida en la cabeza, tonto de los cojones. Debes ir al hospital a que te curen, hacerte una radiografía.

Con una radiografía me la acaban de romper. Tengo trabajo que hacer.

Tú verás, tío. No tengo un coche libre, dice, pero toma… Saca un billete de diez del fajo que se ha guardado en el bolsillo. Me siento generoso. Te pago el taxi.

Blanche se inquietó al ver el estado en que te encontrabas. Lo primero, señor Noir, quítese esa ropa mojada. Se va a morir de un resfriado.

Casi me muero del golpe que me dieron, Blanche. Y no tengo ropa seca.

Me la llevaré a la lavandería y la meteré en la secadora. Dese prisa.

Tenías la impresión de que ibas a desmayarte. Hacías ruidos esponjosos al caminar, y no sólo calzado. Fuiste capaz de quitarte la corbata mientras Blanche te preparaba un té, pero ella tuvo que ocuparse de todo lo demás. Fue como despegar el papel de aluminio de una cajetilla de tabaco. Confiabas en no tener sucios los calzoncillos. Mientras te vaciaba los bolsillos, dijo: Es esa mujer con la que anda mezclado, ¿verdad? La de las piernas y la historia sospechosa.

Puede. Creo que la poli tuvo algo que ver con esto.

Hizo que te sentaras en un taburete y te vendó la cabeza. No era la primera vez que te presentabas así después de una paliza, no sería la última, era parte del tinglado, de modo que Blanche siempre tenía un botiquín de primeros auxilios bien provisto en la oficina. Utilizó una venda entera de algodón y, cuando acabó, la encasquetada cabeza te oscilaba pesadamente sobre los hombros; te daban ganas de tumbarte pero tenías miedo de no volver a levantarte. Parece un gurú, señor Noir, observó ella, olisqueando la ropa húmeda antes de dar media vuelta para marcharse.

Un momento, Blanche. No puedo quedarme así. ¿Y si viene alguien?

Te miró con aire pensativo por encima de las gafas de concha, dejó la ropa húmeda, se metió la mano bajo la falda de lana. Mire para otro lado, señor Noir. Diste un sorbo de té, con cuidado de no echar la cabeza hacia atrás por miedo a que se te cayera. El té sabía bien; te habría sabido mejor con algo dentro, pero eso era nones para Blanche. Vale, ya puede mirar. Puede taparse sus vergüenzas con esto. Siempre habías pensado que Blanche llevaría unas prácticas bragas de algodón blanco o una de esas cosas elásticas tipo corsé, pero lo que te tendía eran unas braguitas de seda rosa con unas florecitas bordadas. El lustroso tejido era agradable al tacto pero apretaba un poco y una de tus vergüenzas se quedó colgando. Trató de ayudarte a recogerla, pero cuando logró que entrara, se salió otra por el lado contrario. Toda aquella operación te estaba mareando.

Déjalo, cariño. Si alguien me pregunta, le diré que me estoy ventilando las hemorroides.

No llevaba fuera cinco minutos, aún seguías trastabillando por la habitación con las estrechas braguitas y la cabeza cayéndosete y oscilando de un lado a otro, luchando contra el impulso de dejarte caer en el sofá, cuando apareció la viuda. Señor Noir, exclamó, un tanto molesta. Nunca sé a qué atenerme. ¿Es usted verdaderamente un detective privado, o me he equivocado de puerta?

Pensaste: vivir para ver. El gato escaldado del agua fría huye, todo eso. Si la historia empieza a repetirse, puedes pararla si quieres. Darle un giro. O salirte de ella. Pero ahí estás otra vez, en el Star Diner, poniéndote ciego en el expendedor de leche en compañía de Snark después de revolverte las tripas con otro ágape a base de donuts y chili con carne, dolorido aún por la paliza de anoche en los muelles y sin aliento por la carrera desde el depósito de carga del ferrocarril, lugar de tu interrumpida entrevista con Rats, y enterándote, mientras el viejo mendigo de la barba blanca atisba desde la calle, de las últimas posturas con que su esposa contorsionista ha deleitado a Snark.

Genial.

Sí, sólo que cuando empieza a enredarse de esa manera nos quedamos hechos un nudo. Con toda una larga noche de sudores por delante.

Asientes con la cabeza, tratando de imaginártelo (la contorsionista resulta fácil, pero Snark no), y le agradeces que te sacara anoche del agua en el muelle número cuatro. Pero ¿qué hacía él por allí?

Recibimos una llamada, fuimos para allá y evitamos un asesinato. El tuyo. Estabas completamente sin sentido pero seguías luchando, y cuando conseguimos pescarte y sacarte, el tipo que quería avisarte había escapado.

El Martillo. Hay un cadáver allí. En un yate.

Hay cadáveres por todas partes, dice Snark con entusiasmo un tanto lúgubre, mojando en el whisky una rosquilla rebozada con pistachos y rellena de gelatina de uva, para llevársela luego entera a la boca. Anoche cogimos a un tío que se estaba zampando a su mujer para la cena, te dice, los mofletes llenos de rosquilla mascada, rezumando gelatina morada. La había hecho filetes, bien envueltos en papel de carnicería, cuidadosamente etiquetados y colocados en el cajón de la carne del frigorífico.

Blue ha pasado hoy por mi oficina, Snark. Quiere detenerme por robar unos soldaditos de plomo.

Sí, lo vi cuando salía. Esperaba que volviera contigo. Mejor trata de pasar inadvertido. Te quiere empapelar.

Me ha dejado suelto. No me explico por qué.

Ha debido de pensar que podía utilizarte de algún modo.

Eso creo yo. Diste otro tiento al expendedor de leche. Hay un montón de cosas que quieres saber pero estás aquí principalmente porque pensabas que Snark sabría algo sobre la viuda y lo acontecido con el cadáver, en particular después de lo que Rats acaba de decirte acerca de cierto misterio con respecto al sitio donde lo encontraron, el dibujo que trazaron. Pero todo lo que Snark puede decirte es que en su opinión el tipo de ojos saltones de la morgue sabe algo.

¿El Gusano? Ya he hablado con él. Me dijo que tenía las uñas de los pies pintadas y el felpudo rubio. No sirve de mucho. Nunca le vi ninguna de las dos cosas.

Quizá debieras preguntarle otra vez. Y en cuanto a los cadáveres de los muelles, haz caso al Comisario. Mantente al margen.

El mendigo, la gruesa nariz aplastada contra el cristal empañado, te observa sombríamente con sus deslavazados ojos azules. Empiezas a contar a Snark lo de la noche en que te dejaron sin sentido cuando seguías al pobre viejo y, sin transición aparente, como sintiéndote obligado, te encuentras siguiéndolo de nuevo, deambulando sin rumbo por las calles laberínticas y mal iluminadas de los barrios empobrecidos como el desventurado que transita por una pesadilla recurrente. Naturalmente, ha habido transición. Te lanzaste a una confusa disquisición sobre el inescrutable carácter del universo, la forma en que el conocimiento sólo conduce a una mayor ignorancia, mientras el mundo sigue siendo enigmático, falso, peligroso, impenetrable, y Snark, frunciendo el ceño, repuso: No te habrás enredado con mi mujer, ¿verdad?, y salió pesadamente, curda y malhumorado, dejándote plantado con la cuenta. Luego el numerito de la rosquilla a cambio de una historieta; por lo visto no lo podías resistir. Esta vez, en lugar de una rebozada en azúcar rosa, le compras al pordiosero una rellena de crema y bañada en chocolate, sin duda una débil tentativa de cambiar la trayectoria. La guardó con cuidado en una de sus bolsas de plástico y dijo: Un día vi saltar a un tipo de ese edificio de ahí. Luego volví a verlo, un individuo que se tiraba de ese tejado. Pero no sé si he visto tirarse a dos tipos o si sólo era uno y luego, al pensarlo, mi cerebro lo multiplicó por dos. Cuando volví a pensarlo, vi que saltaba otro. O puede que al verlo saltar me imaginara a los otros dos. El cerebro es una cosa rara, ¿verdad usted? ¿Qué le parece, entonces? ¿He visto saltar a tres tipos o sólo a uno, y al recordarlo mi cerebro me hace pensar que he visto a tres?

Creo que ha visto a tres individuos diferentes, contestaste. Es decir, acaba de pensar en eso otra vez, ¿no? ¿Acaso ha visto saltar a otro ahora mismo?

Pues claro. ¿Usted no?

Y entonces se marchó arrastrando los pies, mientras tú, encendiendo un pitillo con un ojo en las azoteas por si caía alguno, te ponías a seguirlo con paso inseguro, armado ahora con la pipa, diciéndote que tratabas de comprender lo que había pasado la última vez, quién acechaba en la sombra del portal, pero consciente de que tu seguimiento no es tan racional. Sabiendo, en efecto, que no puedes evitarlo.

De que te metan en historias que ya se han contado, sabes la tira. Ya has utilizado ese conocimiento en el pasado para resolver algunos casos, aunque por lo general demasiado tarde para que sirviera de algo. Y ya te ha ocurrido antes. Esa viuda que te obsesiona no es la primera mujer que te agarra de las pelotas y te arrastra a una enmarañada intriga que tú no has concebido. Pero aunque la historia te resulte familiar y conozcas el final, es difícil escapar de ella. Como apearse de un tren lanzado a toda velocidad. Todo el mundo va en ese tren. Nadie es original. Estar obsesionado es como sobreactuar en un melodrama convencional mientras los demás actores, que han tenido suerte, hacen de simples figurantes. De modo que no se trata de la historia en que estás atrapado, como todo el mundo, sino, una vez que sabes eso, de cómo vas a interpretar la obra. Tu estilo. Clase. Los pasos que des. Siguiendo el ritmo con los pies, como decía Fingers. ¿Cuánto tiempo importará eso? Mientras vivas. Es decir: no mucho.

¿Son estas calles sinuosas y anónimas las mismas por las que te condujo la última vez el viejo pordiosero? Algunos rincones te resultan familiares, otros no. Es como si todo lo hubieran movido o vuelto del revés. Quizá estén en una perspectiva diferente. O puede que sea una simple característica de los barrios deprimidos del centro. Su forma de desviar y confundir al intruso. A la ley. Al ojo que persigue. Cae una lluvia fina y fría. Tiras del ala del sombrero para calártelo sobre los ojos, evitas los portales oscuros, pero sin perderlos de vista, alerta ante cualquier movimiento, el cigarrillo colgando de los labios, la culata de la veintidós en la mano dentro del bolsillo, el velo de encaje de la viuda en la otra como un amuleto. Piensas que vas a tener que cargarte a alguien, eso es lo que dice la pistola en tu mano. Insistiendo. El elemento de atrezo que desencadena la intriga, otra especie de trampa de la historia. Norma fundamental del criminólogo: lo que puede ocurrir debe ocurrir. Por eso está jodido el planeta. Corres más peligro aquí, en la calle húmeda y grasienta, pero el viejo mendigo que se desliza entre las sombras parece perdido en sus propias peregrinaciones basureras, ajeno al mundo. Podrías ir a su lado perfectamente sin que él se diera cuenta de tu presencia. Observas que no se limita a sacar cosas, sino que también deposita otras. Una especie de transacción comercial con los cubos silenciosos. Si ése es el destino de tu donut, la próxima vez sólo le vas a dar medio, y te guardarás el resto como tentempié para el camino. ¿La próxima vez? Hummm. Te paras a pensarlo y (¿un olor familiar?) se apagan las luces.

Las mismas calles inquietantes y desiertas de la zona depauperada del centro, la misma farola aislada proyectando su tenue luz, los mismos cubos de basura y portales sombríos, pero todo cubierto de hielo, congelado como un témpano. Los edificios abandonados, peligrosamente inclinados bajo el peso de la costra helada, brillan con los múltiples reflejos de las escarchadas farolas. Se oye un débil crujido, como si el hielo se solidificara aún más. No puedes moverte y sabes, o crees saber, que estás muerto. Completamente congelado. Incapaz hasta de tiritar. Esa percepción también está congelada y no puede ir a más.

Estás prácticamente seguro de que tienes los ojos abiertos, pero no ves nada. Es como mirar el parche del ojo de Skipper. La idea de que estás muerto persiste en tu cabeza, aunque no lo parece a juzgar por cómo te duele. Y el frío: ¿sienten los muertos el frío? ¿Es eso el infierno? ¿Una eternidad congelada sufriendo el dolor con el que has muerto? Empiezas a encontrarte perversamente cómodo pensando en qué coño más da, una traicionera parte de tu contusionado cerebro diciéndote que abandones; y entonces te despabilas. ¿Dónde estás? En una especie de caja. ¿Un ataúd? Pero frío, como una nevera. Y de pronto caes en la cuenta. La cámara de la morgue. Los sótanos refrigerados. Estás en un cajón de cadáveres.

¿Cómo funcionan estos chismes? No lo recuerdas. Te va a estallar la cabeza helada, no te acuerdas de nada. Nunca te has encontrado en un cajón de cadáveres aunque has abierto y cerrado muchos en bastantes ocasiones. ¿Un pestillo en alguna parte? Debes mantener la cabeza fría. Por así decir. Imposible. Empieza a entrarte el pánico. Lo que al menos significa que estás vivito y coleando. Coleando: eso es lo que de pronto estás haciendo, dando patadas por el otro extremo, recordando ahora que colocan los fiambres cabeza adentro para que se les pueda identificar leyendo la etiqueta sin tener que contemplar los horrores de más allá del pie ni ofender el pudor del muerto. Ese cabrón de Gusano. Si sales de aquí, vas a estrangular a ese cerdo hijoputa con tus propias manos. Tus apremiantes patadas son golpes en su rostro de ojos saltones. Y entonces hay un chasquido y una luz metálica y apareces deslizándote sobre raíles de acero en la blanca estancia, en cueros y congelado, con una etiqueta en el dedo gordo, a tres cajones del suelo.

Rats te contó una vez lo del cadáver de un colega suyo que utilizaron como contenedor para un alijo de droga. Lo destripó un amable empresario de pompas fúnebres que era drogota, lo rellenó con bolsas de polvo de ángel (bolas de nieve, como las llama Rats) y lo volvió a coser, con la cavidad craneana y el escroto repletos de diamantes y esmeraldas procedentes de un atraco reciente. Era una especie de homenaje a su colega, dijo Rats con una mueca sarcástica en su cara cortada, pues el compadre, a quien quería como a un hermano y tal vez lo fuera, siempre se había referido a sus cojones como las joyas de la familia. Con eso se habría muerto de risa. El único error que cometieron, prosiguió Rats, fue no arrancarle los dientes de oro. Unos ladrones de poca monta se enteraron del traslado del cadáver, lo secuestraron para quitarle los dientes e, ignorantes del relleno, lo arrojaron por un paso elevado para que pareciese un suicidio. Lo atropelló un camión articulado que iba a toda velocidad, desencadenando una tormenta de nieve en pleno verano y una dispersión orgásmica de joyas que provocó un atasco de diez horas. Aunque lo único que recuperó de aquel trabajo fueron los dos dientes, después de que los randas de tres al cuarto no tardaran en seguir el camino de su colega por encima del paso elevado, y a pesar de que la mafia lo estuvo persiguiendo durante un tiempo, Rats calificó a la operación fallida de pura poesía, aun cuando probablemente no era de la clase que suele ganar el Nobel. Desde entonces, la idea de utilizar cadáveres como depósitos para el alijo se había convertido en procedimiento habitual, de manera que siempre andaban buscando nuevos embalajes. Por eso siempre te encuentras algo inquieto en compañía de Rats: tienes la sensación de que está tomando las medidas mentalmente, calculando tu capacidad.

Cuando sacas con cuidado tu maltrecho cuerpo del cajón refrigerado, oyes realmente el susurro de los cristales de hielo, que crujen y chascan moribundos, pero al menos te has descongelado lo suficiente para tiritar de frío. Intentas recordar lo que ha pasado, pero el golpe en la cabeza lo ha borrado casi todo. Algo sobre un planeta condenado. Y un donut. O medio. Tu cabeza, lacerada, te duele aún más cuando intentas pensar en todo eso, así que lo dejas. Tus palabras exactas, pronunciadas en alta voz para todos los presentes, son: A la mierda. Del Gusano no hay ni rastro, el local está desierto. Examinas tu corpus delicti en busca de cicatrices. Hay un montón, pero ninguna nueva. Tu ropa cuelga del elevador de cadáveres sobre la mesa de disección, parecen pieles de desollado. Aún húmeda. Fría. La corbata atravesada sobre la balanza donde pesan los órganos, manchada de chili. ¿Será un indicio? La veintidós sigue en el bolsillo de la chaqueta, aunque la han disparado. Pero el velo negro ha desaparecido. Te preguntas si lo habrán escondido en alguna parte y abres los demás cajones. En uno de ellos, surgiendo de cabeza como el muñeco de una caja de sorpresas, te encuentras al Gusano: color azulado, la nariz vendada a raíz de tu última visita y un agujero de bala en la cabeza como un lunar. Parece de una veintidós. No sólo has echado a perder el caso, sino que ahora te va a buscar la policía. Los ojos saltones del Gusano están abiertos de par en par, ciegos. Tan mirón como siempre, mirando ahora a la muerte. Un día dijo que el gemido de una sierra cortando huesos era como una canción de amor, y que el formaldehído le servía de afrodisíaco. Abres del todo el cajón por si han ocultado el velo en algún sitio; no está, ha sido una operación desagradable e inútil. La etiqueta del dedo gordo dice: GORDO. ¿Se refiere al dedo al que está atada, o es una firma? Eso te hace pensar en quitarte el calcetín y mirarte la tuya: ESTE CERDITO DEBERÍA HABERSE QUEDADO EN CASA.

Justo lo que piensas. ¿Cuánto tiempo vas a permanecer fiel a una viuda muerta que ni siquiera se alzó el velo ante ti y de quien ya no recibirás más fajos de billetes? Te pones el resto de la ropa húmeda, te calas el sombrero hasta la nariz, te subes el cuello de la gabardina y, antes de que aparezca la pasma, vuelves a la oficina bajo la lluvia gris, la cabeza zumbándote, las frías prendas rozándote la piel como papel de lija mientras caminas. Blanche te recibe en la puerta, observándote con desaprobación por encima de las gafas de concha, y te ordena que te desnudes. Por lo visto es uno de sus días de presencia en el despacho. Te venda la cabeza, te embadurna con linimento la piel irritada, hace un comentario sobre tu descolorido vello púbico. No te habías fijado; prueba inservible de que han matado al Gusano después de que te metieran en el cajón. Se arrodilla para leer el tatuaje en lo que ella llama tus asentaderas y que dice, según ella, en letra pequeña, dentro de un corazón roto: TE ESTÁN SIGUIENDO. Te preguntabas por qué te escocía ahí atrás. Te presta sus bragas rosa —ya te estás acostumbrando, aunque desde luego no vas a comprarte unas— y se lo lleva todo a la lavandería. Esta vez quien aparece no es la viuda, naturalmente, descanse en paz. Sino el comisario Blue. Vengo a detenerte por asesinato, Noir, por más de uno, pero no puedo llevarte así. ¿Te decoloras los pelos? Qué asco. Sería un desmadre en la comisaría y perderías eso que te cuelga antes incluso de que pudiera tomarte las huellas. Volveré dentro de diez minutos, asesino. Si para entonces no te has puesto algo encima, te pego un tiro.

Aquella mañana lluviosa de hace un par de semanas cuando la viuda te encontró con las bragas rosa de Blanche, la cabeza vendada oscilando de modo inseguro en su pedúnculo, lo único que se te ocurrió decir fue: Es un asunto peliagudo, señora. ¡Mire lo que me han hecho!

¿Qué? ¿Eso?, preguntó, inclinando la cabeza hacia las braguitas. ¿Quién ha sido?

Miraste alrededor, buscando algo que ponerte. Lo único que encontraste fue el sombrero, así que te lo pusiste, colocándotelo sobre el turbante, encendiste un cigarrillo, dejando que te colgara en la comisura de la boca con aire desabrido, y te instalaste frente al escritorio, aunque te dolía al sentarte. Peor aún, para demostrar que las cosas iban de maravilla a pesar de las apariencias, intentaste poner los pies sobre la mesa. Craso error.

¿Le duele algo, señor Noir?

Es que… ¡ay…! Estoy preocupado por usted, muñeca. Se relaciona con gente bastante peligrosa.

Lo sé, señor Noir. Por eso he acudido a usted. ¿Qué ha averiguado? ¿Ha logrado seguir al socio de mi marido?

En eso estoy. He comprobado la póliza de seguros. Por lo visto no tiene validez si el fallecimiento se produce por suicidio. Sería importante que hubiera muerto, o pareciese haber muerto, por otras causas.

Ni siquiera sabía que tuviera una póliza de seguros, repuso ella, entrecruzando los pálidos dedos en el regazo, su diamante de múltiples facetas destellando como señales en clave a la tenue luz que se filtraba por las ventanas, surcadas de lluvia. Su fragancia era fresca e inocente, aunque un tanto peligrosa. Seductora. Cuando bajó un momento la cabeza, ajustaste rápidamente la seda que te ceñía. Mejor. Pero no mucho. ¿Por qué les gusta ponerse esas cosas a ciertos tipos? Nunca habló de negocios conmigo, prosiguió. Emitió un suspiro, sus pechos elevándose y cayendo provocativamente en su corpiño de encaje negro. Lo echo mucho de menos.

Aunque no pudiste ver su expresión tras el velo, percibiste la pena en su voz. El miedo. ¿Auténtico o fingido? ¿Qué más daba? Dale una oportunidad a la chica. Diviértete. Cuénteme otra vez cómo conoció a su marido.

Yo era una pobre chica, sola y sin amigos en la ciudad, y él… puso un anuncio para una criada que hiciera de ama de llaves. Se portó bien al contratarme, porque no tenía referencias. Le quedé muy agradecida.

¿Y para agradecérselo le prestaba otros servicios…?

¿Qué quiere decir con eso, señor Noir? Yo naturalmente hacía todo lo que me pedían lo mejor posible dentro de mi limitada experiencia. Él apreciaba mi dedicación y, como tenía un carácter generoso, siempre estaba atento a mis necesidades.

Sí, claro. Pero, en una palabra, ¿cómo lo consiguió?

¿Conseguirlo? Ah, se refiere a… ¿Cómo nos enamoramos? Le estabas contemplando las piernas otra vez. Ella se dio cuenta de que se las mirabas. Las abrió ligeramente y pareció que un suspiro se escapaba entre las sombras de su falda. Ahora había algo más en ti que estiraba las bragas de Blanche, pero extrañamente te sentías menos incómodo. Ocurrió un día en que me quitaba el uniforme de trabajo cuando él pasaba. Una corriente de aire debió de abrir la puerta detrás de mí. No supe que estaba allí hasta que le oí respirar a mi espalda. Cuando se apretó contra mí le sentí temblar de emoción, y yo también me estremecía. Todo era muy inocente, pero yo no sabía qué hacer.

Y era un hombre muy atractivo, fuerte, varonil. Nunca se habría vestido como lo está usted ahora, señor Noir.

Lástima, no supo lo que se perdía. ¿Y dónde estaba su mujer durante todo ese tiempo?

Creo que ya se lo he dicho. La pobre estaba postrada en cama y no le quedaba mucho de vida.

¿Y se encontraba en ese estado cuando usted empezó a desnudarse allí?

¿A trabajar allí? Sí, eso creo. O poco después. El pobre hombre estaba destrozado. Se derrumbó sobre mi pecho, llorando desconsoladamente.

¿De pie, o tumbado?

Señor Noir, no entiendo el sentido de sus preguntas. ¿Y quiere poner las manos sobre la mesa, donde yo pueda verlas?

Fue Blanche, después, quien planteó todas las cuestiones importantes. Lo que tú habías preguntado fue: Bueno, preciosa, ¿qué planes tiene para esta noche? Podemos seguir hablando de esto mientras cenamos. Pero cuando alzaste la vista, ya no estaba. Tenía una forma curiosa de entrar y salir. Había dejado otro fajo de billetes sobre el escritorio, pero no tenías bolsillos, de modo que cuando volvió Blanche, fue ella quien lo cogió para guardarlo con llave en el cajón de su mesa. Para gastos, dijo. Tenemos mucho que hacer. Me he enterado de que los bienes del fallecido pasan a uno de los dos herederos, pero de forma íntegra, o sea, que uno de ellos debe o bien renunciar a su parte, o bien fallecer. Una especie de broma macabra. Cuando le devolviste las braguitas, las miró con algo que oscilaba entre repugnancia y consternación, y luego te pidió que mirases para otro lado. ¿Qué sabe del entorno de su cliente, señor Noir?

Pues que procede de una pequeña población rural con calles bordeadas de árboles y verdes jardines donde todo el mundo quiere a todo el mundo.

Claro, repuso Blanche. Y cadáveres enterrados bajo los rosales y horrores indecibles en el cubil familiar. No me refería a eso. Ya puede mirar. Sino, ¿qué sabe de su madre, su hermano, su novio y su padre, el vendedor de drogas?

El farmacéutico del pueblo, corregiste. Tu ropa aún estaba caliente del secador, reconfortaba. Sin embargo no podías evitar que se te bamboleara la cabeza, por lo que te resultaba menos útil que de costumbre.

¿Dónde están?

Suponías que seguirían allí, en el campo. ¿Qué tenían ellos que ver en el asunto?

Si su padre le suministraba veneno y cualquier estupefaciente que necesitara su marido, podrían estar todos implicados.

Pero ¿quién ha dicho…?

¿Y qué hay de la persona a quien debía seguir usted?

Me han dado una pista sobre eso. Anoche. Snark. Así me metí en este lío.

¿Con el agente Snark?

No. Después. Aunque él bien podría haber estado allí. Los detalles son confusos. Pero Snark me dijo que al Baranda le chiflan los soldaditos de plomo medievales. Voy a comprar algunos y poner un anuncio, a ver si pica.

No tiene usted medios para adquirir la clase de soldaditos que a él le interesa. Ni siquiera con las dádivas de la viuda negra. Tendrá que alquilarlos. Buscaré un tratante.

Son tus cómodos calzoncillos oliendo a limpios, calientes de la secadora, por muy harapientos que estén, lo que ahora esperas con impaciencia. Pero los diez minutos de Blue ya casi han pasado cuando Blanche vuelve con las manos vacías. La ropa sigue en la secadora, ha tenido que lavarla dos veces para quitarle el olor de la morgue, aún tardará veinte minutos. No puedes esperar. Blue aparecerá en cualquier momento. Te vuelves de espaldas y entregas a Blanche sus bragas (Espero que le hayan hecho el tatuaje con una aguja limpia, observa en tono de reproche), metes los pies descalzos en tus chapoteantes calcos, te pones la fría y húmeda trinchera, guardas la veintidós y el linimento de Blanche en los bolsillos, te colocas el sombrero sobre el vendaje, y sales pitando por la escalera de servicio. En la puerta del callejón, echas una mirada al conjunto de espejos que has instalado allí para vigilar los accesos y ves a un capullo que te está esperando fuera, porra en mano. Blue cubriendo todas las posibilidades. Probablemente habrá otro en la escalera de incendios. Hora del viejo numerito del muñeco de paja, esperando que no se trate de un poli que haya picado antes. Guardas el muñeco allá abajo, vestido con gabardina y sombrero, precisamente para tales ocasiones. Pasma. Casero. Clientes decepcionados. Maridos furiosos. Pones el muñeco cabeza abajo en las escaleras, descorres con cuidado el pestillo, te escondes detrás de la puerta abierta, tiras una vieja silla de cocina y gritas: ¡Ay, coño! ¡Socorro! Tu fallido atacante viene corriendo y asesta un porrazo al muñeco justo cuando tú le sacudes en la cabeza con la culata de la veintidós. No es de los muchachos de Blue. Es el tío del traje, el Martillo, el matón que te abordó en Loui's, al que diste y que te dio un mamporro en los muelles. Lo dejas tieso. Tu dolorida cabeza te duele aún más al pensar en cómo le dolerá a él, pero le está bien empleado al capullo por lo que te hizo anoche. Le registras rápidamente los bolsillos de la chaqueta, le cambias la pipa por su cuarenta y cinco, sales de naja por el callejón bajo la lluvia. Oyes sirenas enfrente. Giras a la derecha, a la izquierda, perdiéndote en el laberinto de callejas. Loui's Lounge es buena idea. Se come bien y Flame te esconderá en su habitación.

El callejón. No puedes decir que te sientas como en casa, porque en realidad no tienes casa propia, pero lo conoces bien. Has pasado mucho tiempo en él. Aquí te han atracado, perseguido, pedido lumbre, sacudido, untado la mano, estafado, aprovisionado, te han dado de menos en el cambio, te la han mamado, te han pasado buenos soplos, te han metido miedo, te han disparado. Dices aquí. El callejón no viene en los mapas de la ciudad. Está debajo, en alguna parte. O detrás. Te guías por la intuición; los mapas no sirven, puede que hasta engañen. Incluso con lluvia, sus ásperos muros de ladrillo están cubiertos de sombras, que lo tapan como viejos harapos. No está deshabitado. Tiene sus camellos, sus chulos y busconas, timadores de poca monta, vagabundos presuntamente sin hogar (saben mejor que tú dónde está su casa), atracadores, psicópatas, pervertidos. No muy diferente del Ayuntamiento, en resumen, ni de cualquier iglesia o consejo de administración. Debes tener mucho cuidado con una de esas personas en particular. Conocida como Meg la Loca, suele surgir de un salto entre las sombras para apuñalar a la gente con su oxidado cuchillo de cocina. En otro tiempo honrada estríper, pero maltratada por un viejo y sádico protector que la hinchó a perniciosos opiáceos, para darle luego la patada cuando se le fue la olla y se le arrugó el cuerpo, ahora es la princesa oculta de las callejas. Traicionera y compleja como el callejón, aunque de apariencia basta y sin pretensiones, extrañamente inocente o en todo caso inmotivada y neutra incluso cuando se precipita sobre sus víctimas, algo pestilente, oliendo a orines y medio ciega, es como el indecoroso trasero de la condición humana, el puñetero punto sin retorno que todos tratamos de evitar. Es amiga tuya aunque ella no siempre se acuerde. Le traes objetos que le gusta coleccionar, como botones de abrigo, agitadores de cócteles, cordones de zapato, envoltorios de caramelos y viejas pelotas de tenis, y una vez te sacó de un apuro atacando al asesino que pretendía matarte, aunque quizá tuviste suerte por estar debajo. Hoy no tienes nada que darle salvo el linimento de Blanche o los cordones de tus zapatos, pero no es preciso, permanece oculta.

No es que llegues al local de Loui sin incidentes. Para empezar eres testigo de un crimen. Nada más meterte bajo un cobertizo de bicicletas abandonado para protegerte del aguacero ves dos siluetas al otro extremo de la calleja que arrastran a una tercera, meros contornos imprecisos como líneas de sombra proyectadas en la pantalla de lluvia. Entre el fragor del chaparrón oyes que una da órdenes, la otra responde con quejumbrosa voz de pito. El tipo que da las órdenes no parece un atracador callejero. Da media vuelta para marcharse, pero Voz de Pito se queda para meter unas cuantas balas en la cabeza de la víctima. Psicópata. El jefe le regaña en un tono como de padre a hijo y se lo lleva de allí. Se oyen sirenas. No puedes quedarte ahí parado. ¿Quién será? Nunca lo sabrás. Uno de los pequeños misterios de la vida.

Al final de una jornada lluviosa ibas siguiendo por aquí a un tipo que según pensabas podría ser el Baranda. Era después de poner el anuncio sobre los soldaditos de plomo en el periódico de la ciudad. Gracias a un amable tratante, Blanche se enteró de la existencia de un coleccionista privado que poseía un conjunto único de figuritas de la batalla de Azincourt con los arqueros franceses llevando lorigas de piel de ratón, yelmos de plata con visores articulados y jubones rellenos y aguatados, los arqueros ingleses con mallas de plata hasta la rodilla, barbas y colas de caballo de pelo auténtico, las monturas con arreos de cobre y cuero, afiladas espadas de acero, chalecos de terciopelo y faldas de seda (lo que se aprende en este oficio), y consiguió autorización para fotografiar algunas figuritas para una revista de filosofía por cuya redactora jefe se había hecho pasar, aunque el seguro para la jornada costó la mitad del fajo de la viuda. El anuncio prometía mostrar las figuras en privado únicamente a verdaderos coleccionistas, y los periódicos apenas habían llegado a la calle cuando empezamos a recibir llamadas.

Dejaste a Blanche esquivando las preguntas, a la espera de la única llamada que importaba, y te fuiste a tomar una cerveza. Varias, en realidad, hasta acabar en el local de Loui hablando con Joe, el camarero, sobre el sentido de la vida tras haber pasado a las bebidas fuertes. En resumidas cuentas, según Joe la vida no era más que soledad, enfermedades, corrupción, crueldad, paranoia, traición, crimen, cinismo, impotencia y miedo, aunque luego estaba el lado malo de las cosas. A veces no tienes más remedio que darte un punto en la boca y dejar que los pantalones se te caigan donde puedan, concluyó, de forma un tanto enigmática. Te diste cuenta de que Joe no bebía, eso era lo que le pasaba.

En el otro extremo del local había un tipo sentado a una mesa con un traje blanco de lino y una servilleta remetida en el cuello de la camisa, engullendo delicadamente los cuartos traseros de una vaca. Anillos en todos los dedos, incluso en los pulgares. Tenía cierto aire familiar. Joe no sabía quién era pero dijo que se trataba de un solitario que iba a cenar de cuando en cuando. Sin duda lo habías visto antes. Joe pensaba que podía ser un flaco disfrazado de gordo.

Puede. Pero desde luego zampa como un gordo. Todo menos el rabo y los cuernos.

A veces se los come con el queso y el café, repuso Joe.

Llevado por una corazonada (lo que para un sabueso es como unas faldas para un salido: incitación; seguimiento; líos), cuando encendió un puro, pagó, se caló el jipijapa y se marchó, decidiste salir y seguirlo entre la llovizna. Del Baranda no tenías ni zorra, aparte de su afición a los soldaditos de plomo, pero te figurabas que su apodo significaba algo más que poder. Aunque aquel individuo no fuera sino un falso Baranda, sería interesante ver adonde iba, y así tendrías algo de que informar a la viuda la próxima vez que apareciera. Empezaste por la calle, según el método clásico del seguimiento, observando sus lentos andares de pato en el reflejo de los escaparates, pero en cierto momento te encontraste en el callejón. Casi siempre es un misterio la forma en que ocurre eso. Tienes un acceso privilegiado por las escaleras de servicio de la oficina, quizá sea lo mismo para todo el mundo, pero si sales por la puerta principal el callejón es difícil de encontrar. No se ve y entonces, de buenas a primeras, estás en él. El gordo del traje de lino y el jipijapa avanzaba en zigzag, sin mirar atrás una sola vez, pero tenías la sensación de que sabía que andabas por allí, deambulando entre la basura, haciendo como si sólo estuvieras dando tu paseíto cotidiano. Tal vez fuese el momento de olvidarlo y dar media vuelta, pero no sabías dónde estabas y tan probable era encontrar la salida yendo hacia atrás como hacia delante. Y aparte de eso, cuanto más lo seguías, más convencido estabas de que era el tipo que andabas buscando. Cada vez iba más deprisa, puede que comiera como un gordo pero se movía como un flaco, a lo mejor tenía razón Joe, era difícil seguirle el paso. Finalmente, echó a correr a todo gas, doblando las esquinas con la brusquedad de una diana mecánica sobre cojinetes de bolas en una feria, saltando ágilmente los obstáculos, precipitándose como una flecha por estrechos pasajes, logrando evitar charcos en los que tú chapoteabas, una pálida luminosidad revoloteando por el húmedo y lóbrego callejón como un fuego fatuo, y al cabo de poco ya sólo lo distinguías fugazmente a lo lejos y luego lo perdiste completamente de vista.

Te apoyaste en una puerta condenada para recobrar el aliento, encender un pito. ¿Dónde estabas? Ni idea. Pero oías murmullos, sabías que te la habían jugado, que te encontrabas en una situación delicada. Te habías embolsado lo que quedaba del fajo de la viuda para gastos corrientes (Blanche, al teléfono, puso los ojos en blanco y sacudió sus bucles rubios) y aunque te habías fundido buena parte en el local de Loui aún llevabas bastante y temías que te atracaran, o algo peor. Esos tíos olían la pasta como perros de aduana, incluso bajo la lluvia, y normalmente preferían liquidar a sus víctimas en vez de amenazarlas simplemente, cosa que les daba más tiempo para limpiarles los bolsillos sin que los molestaran. El callejón se abría allí en cinco o seis direcciones distintas, en su mayor parte, suponías, pasajes sin salida e infestados de ratas en donde acechaban los asesinos. Te habías dejado la veintidós en la oficina; sólo tenías los puños para defenderte. Echando un vistazo alrededor en busca de un arma de alguna clase, tu mirada cayó sobre un botón grande de marfil y, pegando la espalda al muro húmedo, lo cogiste rápidamente por si tropezabas con Meg la Loca. Más allá había una vieja pelota de tenis remojándose en un charco, y al otro lado, un agitador de cóctel de plástico rojo. El agitador estaba frente a lo que a primera vista parecía una puerta trasera, pero luego resultó ser un pasaje subterráneo de techo bajo que conducía a otra oscura maraña de callejuelas. Un botón de cobre de una guerrera, un cordón de zapato con el nudo hecho, otra bola calva de tenis, un envoltorio de caramelo verde y dorado. Esos objetos se le podrían haber caído a Meg de la bolsa de sus pertenencias al pasar por aquí, a menos que ella los hubiera dejado caer a propósito. En cualquier caso, no tenías más remedio que seguir esa pista. Por lo menos, si te encontrabas con ella, quizá pudieras arrebatarle el cuchillo y servirte de él para abrirte paso y salir de allí. Era una especie de búsqueda del tesoro, perseguido por pasos apagados, ruido de tapaderas de cubos, el gañido de un gato asustado por una patada.

De pronto, al recoger un par de cordones de patines de hielo rojos y azules, te encontraste en un calleja sin salida. ¿Una trampa? El envoltorio de papel de aluminio de un caramelo yacía como un billete de lotería frente a un húmedo y arrugado parche de asfalto. Había una pelota de tenis fosforescente de color naranja, brillante como fruta fresca, al otro lado del pegote de asfalto, frente al ciego muro de ladrillo que cerraba la calleja, pero a la izquierda, más cerca, entre dos cubos de basura abollados que se erguían como angustiados centinelas, yacía un agitador de cóctel con un banderín que, según recordaste, le habías dado tú. Tras hacerle un saludo militar, Meg la Loca se había hurgado la nariz con él. Preferiste el agitador a la pelota naranja, y cuando te agachabas a recogerlo, un asaltante de ojos enrojecidos con un viejo uniforme de faena y una navaja automática arremetió contra ti desde un agujero oscuro en la pared de enfrente. Ay, joder. Te preparaste, tirando un cubo de basura y poniéndolo frente a ti, pero cuando el tío pisó en el parche de asfalto arrugado, no fue más allá: los pies se le quedaron pegados, se hundieron, el asfalto lo sorbía, sus gritos ahogándose en la lluvia que caía. Hubo un último gorgoteo de húmeda aspiración y tu atacante desapareció, nada quedó de él aparte de la navaja automática y el eco de su última maldición. Rodeaste el parche de asfalto para recoger la pelota de tenis anaranjada, viste el botón de tela rosa a la entrada del agujero en la pared de donde había salido tu atacante, te agachaste, lo cogiste y pasaste a gatas por él.

Te encontraste en la calleja de la parte trasera de tu oficina. Dejaste tu muestrario de objetos en el agujero junto a la navaja y un botón que te arrancaste de la gabardina. De acuerdo, Meg sería más peligrosa la próxima vez que se lanzara sobre ti, pero eso se lo debías.

La oficina estaba a oscuras. Blanche se había marchado. Había dejado una página entera de notas con todas las llamadas recibidas. Tres de ellas le habían parecido lo bastante prometedoras para enviar fotos (las había marcado). También te había dejado sus braguitas. Por si las necesitabas, explicaba la nota. Esta Blanche…

Te encontrabas agotado por tus apuros en el callejón, y fuiste a echarte en el sofá, pero ya había alguien tumbado allí. ¿Un cadáver? No. Tu cliente, la viuda. Aún con el velo y remilgadamente vestida de negro, pero sin zapatos. Hay algo más que quería decirle, señor Noir, te dijo.

En el local de Loui, tras recorrer las encharcadas callejuelas vestido únicamente con la gabardina y los esponjosos calcos, explicas que eres un fugitivo de la justicia y tienes que esconderte durante un tiempo. Pero eso plantea un problema a Loui, a Flame también. Resulta que Blue ya ha estado allí, haciendo preguntas, amenazando con detenciones y cosas peores. Podría clausurar el local, dice Loui, y hay un poli en el cuerpo a quien Flame le ha negado ciertos favorcillos y está esperando desquitarse.

Es un marrón que me han colgado, Loui. Alguien ha matado al empleado de la morgue con mi pistola mientras yo estaba fuera de combate y congelándome en un cajón del depósito.

Loui, con la calva sudorosa, se muestra comprensivo, pero nada que hacer. Hay otros, además, los cadáveres se están amontonando. Se muerde las cuidadas uñas, lanza miradas nerviosas por encima del hombro y, por mucho que te aprecie, quiere que te largues. Flame dice: El paleto del traje también ha venido por aquí, preguntando por ti. Rubito, añade con admiración, ayudándote a quitarte la empapada gabardina.

Sí, el Martillo. Me lo he encontrado por el camino.

Loui insiste a su modo zalamero, pero Flame se apiada de tu congelada y húmeda desnudez (Joe, el camarero, te sirve un coñac, chasqueando la lengua con desdén ante el espectáculo) y te ofrece su camerino para que pases la noche, a condición de que te ocultes en el armario si tiene visita. A diferencia de Loui yo tengo armas para encargarme del comisario, afirma. Poniendo mala cara, Loui se mete en su despacho con una botella. Sólo cabe esperar que no se vuelva un soplón y avise a Blue. Flame y Joe leen la etiqueta que llevas en el dedo gordo del pie y convienen en que es un buen consejo pero saben que nunca lo seguirás, como buen capullo testarudo que eres.

En el camerino, Flame te aplica una pomada calmante en el purulento tatuaje (te escuece y no has dejado de rascártelo con las uñas sucias), te frota el linimento de Blanche para que te penetre en la piel irritada, te calienta otras partes con la lengua, peinándote con aire perplejo el vello decolorado con sus largas uñas rojas. El otro pelo sigue oculto por las vendas. Quiere saber quién te está siguiendo. No lo sabes. Ni siquiera lo has notado. Te ofrece una bata de encaje y unas bragazas victorianas de la época en que ella hacía películas porno. Son más cómodas que las de Blanche, pero como están abiertas en la entrepierna no sujetan nada. Dice que mandará recado a Blanche de que estás aquí para que traiga ropa antes de que te marches mañana y te recomienda que te tumbes en el diván porque va a contarte una historia.

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