Noir

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Noir

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Cuando no era más que una niña, Phil, un tipo me tomó bajo su protección. Sabía que iba a causarme problemas, tenía escrito truhán por todo el cuerpo, literalmente, como órbitas oculares en torno a los pezones y el ombligo y a lo largo de la picha, que cuando la tenía dura podía leerse: TRUHÁN BARBUDO, pero yo era joven y estaba perdidamente enamorada, y aunque se portaba mal con todo el mundo a mí me trataba como una princesa. Tenía unos celos enfermizos, naturalmente. Ni se me ocurría mirar a otro hombre: era como condenarlo a muerte. Cualquier tío que me mirase y sonriera, me guiñara un ojo o dijera algo simplemente desaparecía. A veces tenía la impresión de que podía utilizarlo como una especie de varita mágica contra cierta gente a quien guardaba rencor; por ejemplo, el individuo que me violó por primera vez. Pero el resentimiento no suele durarme mucho tiempo y, en realidad, una vez terminado el mal rollo, aquel tipo y yo nos hicimos amigos y amantes ocasionales y no le deseaba mal alguno. En cualquier caso, intentó ponerse en contacto conmigo, pensando que yo podría tener problemas, y aquello significó su fin. Truhán tenía una pistolita que hacía «¡plaf!» cuando la disparaba. Eso era todo, sólo «¡plaf!» y el motor de alguien dejaba de funcionar. Tenía un hermano gemelo que era poli y se querían y se odiaban como todos los hermanos, y varias veces intentaron matarse el uno al otro, aunque tal vez sin mucha convicción. Truhán dirigía un importante tinglado de protección y extorsión, y el corrupto jefe de policía era uno de los muchos que tenía bajo su férula. El jefe quería librarse de él y verlo muerto, y encargó al hermano de Truhán que lo trincara por sus crímenes, ordenándole que se lo trajera vivo o muerto, a sabiendas de cómo iba a traérselo. Mi amante se enteró de todo por los colegas que tenía en la pasma. También le dijeron que su hermano tenía los ojos puestos en mí o quería hacérselo creer. Uno de los dos, no estoy muy segura de cuál, se parecían mucho en la voz, aunque probablemente fue el hermano poli, me llamó y me dijo lo mismo que dice tu tatuaje. Eso me dio mucho miedo. Me di cuenta de que me estaban utilizando, sin que yo pudiera evitarlo, para tender una trampa. Y si quien había llamado era mi amante, sería aún peor, sobre todo cuando me encontré en el bolso su pistolita-plaf. O una muy parecida. ¿Acaso debía matar al tipo que me seguía? El poli, podría pensarse, pero muchas veces era mi amante quien me seguía, por celos. Me sentí como un personaje de dos historias diferentes, como si los hermanos gemelos también me hubieran dividido en dos. Yo tendía la trampa en una vida, la activaba en la otra, y me encontraba indefensa en las dos. No sabía qué hacer, pero entonces…

La historia es buena y quieres saber más (tengo que saber, tengo que saber), pero no lo puedes evitar, te quedas dormido, y a partir de ahí la historia adopta un giro particular. Te conviertes o bien en su amante, o en el poli, y el otro tío es el gordo del traje blanco y el jipijapa que una vez seguiste por las callejuelas. ¿Eres su sosias? No, ésta es una historia diferente. Sin embargo, estás bastante gordo y no puedes moverte muy deprisa. Tienes también la desventaja de que vas vestido con ropa interior de mujer. Puede que seas la personificación de Flame, no del amante ni el poli. Interviene la viuda, pero más bien como jefe de la policía. El hermano de ella también aparece por algún sitio y según dicen también lleva sostén y bragas. Los dos tenéis una etiqueta en el dedo gordo del pie. ¿Es tu doble? No, tú no llevas sujetador. Las cosas se aclaran por fin un poco, el asunto está casi resuelto. Al mismo tiempo, están a punto de matarte de un tiro. No pasa nada. Te despiertas.

Creo que Joe me ha echado algo en la copa para dejarme sin conocimiento, dices.

Sí. Se llama alcohol. Ya ha amanecido, guapo, y ahí tienes tu ropa. Anoche tuvimos otra visita de Blue y sus muchachos. Hora de salir pitando, Phil. Aquí no estás seguro.

¿Cuándo puede un hombre desayunar en esta vida?, quieres saber, pero la pregunta se recibe como una observación ociosa. Le devuelves las bragas bombachas a Flame y te pones tu ropa, lavada, planchada y bien doblada: el viejo traje negro de rayas finas con bolsas en las rodillas y codos gastados, una camisa blanca, raída pero limpia y perfectamente almidonada, corbata oscura, calcetines y zapatos negros, con agujeros en los talones los primeros, en las suelas los otros. Blanche ya había puesto un pañuelo blanco doblado en el bolsillo de la solapa, un clip sujetando un fajo de billetes en los pantalones. Pasador de cuello y alfiler de corbata, gemelos, sombrero de fieltro arrugado, una cuarenta y cinco prestada en el bolsillo de la trinchera. En resumen, una versión un tanto desastrada del atuendo de cualquier gánster que se precie.

Por el sótano hay un pasadizo que lleva a los corredores de apuestas de al lado, ellos te mostrarán un camino seguro, dice Flame, dándote unos sándwiches y una botella en una bolsa de papel marrón, así como una llave maestra y una afectuosa palmadita en el trasero. Hasta luego, cariño.

Cuando tu difunta cliente, la viuda del velo, apareció a oscuras en el sofá de tu oficina después de tus laberínticos apuros en el callejón, también te contó una historia sobre un hermano. Mi hermano se ha presentado en la ciudad, declaró tras el velo, que le hacía visera sobre la punta de la nariz. Dice que ha venido a protegerme, pero es un muchacho ingenuo, muy influenciable, y me da miedo que ande por aquí. Y también temo por mí.

El futbolista.

No, juega al baloncesto. ¿Qué diferencia hay?

Las manos.

Ah, ya. ¿Las manos?

Oiga, encanto, estoy hecho polvo. ¿Le importa que me tumbe a su lado mientras me cuenta la historia?

Naturalmente que me importa, señor Noir. Quédese donde está. Mi hermano, como he sugerido, es un tipo agradable y sin complicaciones, un alegre provinciano de buen corazón que, a pesar de la férrea disciplina de nuestro padre, de cuando en cuando tiene tendencia a meterse en situaciones ridiculamente comprometidas. Muchas veces a consecuencia de su extraña pasión por las novelas y películas policiacas. Es un chico impresionable y le gusta representar lo que ha visto o leído, o quizá se sienta obligado a ello, impulsado por cierta necesidad interior de crearse una personalidad, por lo demás inexistente.

Bueno, hay cosas peores en la vida que hacer de detective privado, rezongaste, un tanto a la defensiva. Las manos de la viuda, nada parecidas a las de un jugador de baloncesto, estaban plácidamente cruzadas sobre su vientre. No se veía mucha carne; tenías que conformarte con lo que había. Estaban rematadas, como un montículo coronado por un faro, por su enorme y destellante anillo. Un cebo. Para capturar peces más grandes que tú.

Me temo, señor Noir, que lo que más le atrae es imitar a los rufianes. Suspiró y sus manos se elevaron y descendieron como movidas por una ola perezosa. Así que ha atracado algunos bancos, se ha dedicado al juego y las mujeres fáciles, ha asesinado a unas cuantas personas y esas cosas, un comportamiento que quizá sea tolerable en la ciudad, pero que no es de recibo en nuestra pequeña localidad. Se somete dócilmente al castigo que nuestro padre le impone después de cada incidente, pero parece inexorablemente arrastrado a una aparatosa vida delictiva. Las novelas rosa que le he comprado no parecen haberle hecho efecto alguno.

Dentro de las medias negras movía los dedos de los pies como un ave de presa. Te preguntaste si se pintaría las uñas. Aquel movimiento hacía ondular levemente sus muslos bajo la falda negra. Si alza la rodilla, pensaste, tendrá que pelear para rechazarte. De modo que usted no se entiende bien con su hermano, y piensa…

Oh no, al contrario. Nos queremos muchísimo; demasiado, dicen algunos, reflejando los graves malentendidos que imperan en pequeñas comunidades como la nuestra; pero justamente de eso se trata. Figúrese, señor Noir. Para ser el rufián perfecto, tendría que proponerse asesinar a quien más quiere, y aún más infame sería aceptar dinero de otros para hacerlo.

¿De otros? Una pregunta retórica. Conocías esa intriga, al menos tal como la viuda la concebía o imaginaba. Lo que de verdad querías saber era lo que su hermano y ella se traían entre manos para suscitar esos graves malentendidos.

Tengo razones para creer que lo ha contratado ese individuo cuyo nombre le di. Y al que ya debe haber seguido. ¿Hay alguna novedad?

Pues lo estaba vigilando hace un rato, a él o a alguien que se le parecía, pero se me ha escapado.

Debe usted ser más diligente, me reconvino, y la ola remontó de nuevo bajo sus dedos. Cuento con usted, señor Noir. Mi vida está en sus manos. Volvió la cabeza para mirártelas, el velo pegándose a su mejilla y cayendo sobre su nariz, y tú las observaste: nudosas, callosas, sucias de arrastrarte por el barro del callejón, las uñas negras, los nudillos abultados por frecuentes fracturas. Las abriste y examinaste las palmas. Te hicieron pensar en la muerte. Puede que a ella también. Ya no las miraba, el pico de su nariz apuntando hacia las sombras del techo, como antes. Era como si hubiera perdido la esperanza en ellas. En uno de tus casos más célebres, la única pista de que disponías era una mano cortada. De la parte llegaste a deducir el todo e, indirectamente, resolver un crimen. Entonces eras más joven, y bebías menos. Ha dado usted a entender que mi padre se comportaba conmigo de manera impropia, dijo al fin, y, lamentablemente, es cierto. Mi querida y tierna madre dejó de hacer tartas, cayó en una horrorosa toxicomanía y se pasaba el día maldiciendo a la divinidad. Yo no tenía a nadie a quien recurrir, así que dije a mi hermano que se ocultara en el armario la próxima vez que mi padre fuera a verme y, en caso necesario, acudiera en mi auxilio. Pero en vez de eso, se quedó mirando. A partir de entonces, siempre andaba metido en el armario. Pensé que si le dejaba hacer lo mismo que me hacía mi padre acabaría con su perversa conducta, pero lo que le excitaba no era verme a mí. Sino a mi padre.

Al otro lado de la ventana, el trémulo neón parpadeaba de forma inquietante. Las luces giratorias de los coches patrulla titilaban en el techo como una especie de proyector primitivo que mostrara imágenes disueltas por el tiempo. Intentabas ver lo que había visto su hermano. ¿Y su amante?, preguntaste. ¿Qué había sido de él? En la oscuridad, sus manos habían desaparecido. Tenías la sensación de hablar con una sombra oscura en la penumbra del sofá. ¿Oiga? Hablabas con una sombra. Como no hubo objeción, te echaste a su lado.

Durmiendo con sombras. ¿Y si en el mejor de los casos la vida no fuera sino un juego de sombras, con que o con quien nos acostamos, pese a las ilusiones carnales del momento? Esa era la cuestión principal del «caso de la mano cortada». La mano te esperaba una mañana frente a la puerta de la oficina como si hubiera ido paseando hasta allí sobre la punta de los dedos. ¿La habían dejado a guisa de advertencia? ¿Una petición de ayuda? ¿Conocías a su antiguo dueño? Partes cercenadas del cuerpo son moneda corriente en la vida cotidiana de un detective privado. La recogiste, la llevaste al despacho y la dejaste en la bandeja de asuntos pendientes.

En aquella época te había contratado un viejo prestamista llamado Crabbe, receptor de bienes robados, corcovado y sin gracia, que te pagaba bien. Según su versión del asunto, ciertos bienes pertenecientes a la víctima de un asesinato habían pasado por sus manos y ahora un poli corrupto le hacía chantaje con la amenaza de cargarle el muerto si no aflojaba la pasta. Yo sólo soy un comerciante, masculló. No tengo la menor idea de qué puñetero asesinato se trata, algún cabrón acaudalado del que nadie se acuerda, pero sé que me encuentro en una situación comprometida. Crabbe pensaba que el poli estaba en connivencia con el alcalde, famoso por sus tinglados de extorsión, así que no podía dirigirse a los superiores de aquel tipo. Le habían dicho que, como atestiguaban tus cicatrices, no te dejabas amedrentar por el ayuntamiento, y creía que podía contar contigo. Como Blanche, limpiando la oficina, solía decir: Su horror a las gratificaciones de las esferas oficiales, señor Noir, sólo tiene parangón con su pánico a la higiene. El poli se había convertido en su sombra y tu misión consistía en seguir al perseguidor y tomar nota de sus movimientos. Supuestamente, para que Crabbe pudiera sustraerse un poco a la vigilancia del chantajista y encontrara el modo de ponerlo a la defensiva.

Descubriste al tipo, lo seguiste durante algún tiempo. Un patán con cara de pocos amigos, un grandullón con pinta de bestia que fumaba un cigarrillo tras otro y libaba continuamente de una petaca. Un hijo puta peligroso, sin prisas, bien armado. Pero por qué seguiría un chantajista a su víctima, te preguntaste. El procedimiento habitual es fijar un calendario de pagos y mantenerse al margen entretanto. Fuiste a ver a Rats por cuestiones de aprovisionamiento, así que le describiste al poli y te dijo que lo conocía, un gorila llamado Snark. Un tío raro pero legal. Lo que significaba que el viejo prestamista, perseguido por la pasma, seguramente tendría un asesino a sueldo preparado para actuar en cuanto le dieras los datos de los movimientos del poli.

¿Qué hacer entonces? ¿Volverte contra tu cliente y chivarte a la poli? ¿Devolver a Crabbe el dinero (que ya te habías gastado) y no intervenir en nada, dejando que los cadáveres se fueran amontonando por donde pudieran? ¿Darle datos falsos y correr el riesgo de que te liquidaran a ti? ¿Pero acaso no estabas ya en peligro? Te formulabas esas preguntas en voz alta. Comprendiste que no interrogabas al vaso de whisky como de costumbre, sino a la mano que tenías en la bandeja de asuntos pendientes. La cogiste y la colocaste en el escritorio de pie, como un pentápodo, sobre el pulgar y los otros cuatro dedos rígidos y, después de dar un buen trago, le preguntaste: ¿Y tú que me cuentas, preciosa? ¿De dónde sales? Mano de mujer, estabas seguro. Cuando, algún tiempo después, viste por primera vez las manos de la viuda en su regazo, te recordaron un poco aquella otra, aunque la cortada era de dedos más largos, nudillos más huesudos, yemas más anchas, como de pianista profesional, la muñeca más delgada pero vigorosa; bronceada, con tres pequeñas sortijas, ninguna del tamaño del pedrusco de la viuda. Curiosas, sin embargo: un escarabajo alado de lapislázuli con jeroglíficos, serpientes entrelazadas de oro y platino con ojos de rubí, y un anillo de hematites con una especie de inscripción en árabe. Así que era una de esas tías exóticas, bailarina probablemente. Acróbata. Pitonisa. Los dedos largos y expresivos, las uñas duras, sin pintar, y los nudillos afilados te hacían pensar en huesos largos y sanos, en que era alta, esbelta, ágil. Tu tipo. Uno de tus tipos.

Así pues, la recompusiste a partir de lo que te decía la mano. Lo que empezó como una broma, se convirtió en algo cada vez más obsesivo. Diste la vuelta a la mano, examinaste la yema del pulgar y de los demás dedos, la carne de la palma: Pechos menudos, pensaste. Caderas estrechas. Estudiaste su línea de la vida y de la suerte, lo que decía la palma sobre su corazón y su cabeza, su destino. No eras un experto, aquello no te dijo nada. Que había llevado una vida de infortunios, no necesitabas la palma de su mano para saberlo, el feroz tajo de la muñeca lo decía todo. Pero el fino vello del dorso debía de ser de una persona con cabello de color caoba. ¿Y ojos castaños? Por la hematites, verdes, aventuraste. Vislumbraste una belleza alta y esbelta de pelo caoba y un muñón donde debía tener la mano derecha. ¿Ropa? Atuendo de trapecista, quizá, bragas de lentejuelas y camiseta de espalda descubierta. O de gitana, de seda. De momento, nada de nada. Aunque la tenías a cierta distancia, con una expresión de deseo inefable (¿por ti?, ¿por su mano?) en su rostro de pómulos prominentes, al mismo tiempo parecía explorarte el cuerpo, bajándote la bragueta, introduciéndose en tus pantalones, y comprendiste que la mano funcionaba por su cuenta. O quizá seguía perteneciéndole en cierto modo. La otra mano estaba entre sus muslos. Que eran de una belleza exquisita. Ansiabas abrazarla y, alargando los brazos, aunque no podías verlos, te parecía posible, y cuando le pusiste las zarpas en torno a sus impresionantes nalgas se puso a temblar y estremecerse, la mandíbula desencajada, los ojos verdes velándose. Y mientras la estrechabas de aquella extraña manera, fascinado por sus sinuosas contorsiones, la mano empezó a trepar sobre tu cuerpo hacia tu cuello. Intentaste cogerla y apartarla, pero tenías las manos pegadas a sus cachas. Cuando se aferró a tus mejillas y se introdujo en tu boca comprendiste de inmediato que pretendía arrancarte la cabeza, y te despertaste empapado de sudor en el sofá de cuero, con la mano sobre la cara. Debiste de quedarte dormido mientras la examinabas. Tenías los pantalones hechos un asco. Más trabajo para la pobre Blanche.

A partir de entonces, no dejó de humedecer tus sueños de forma incesante con sus apariciones eróticas y, con ayuda de los fármacos de Rats (la mano había triunfado), te echabas a dormir cuantas veces podías. Una femme fatale, sí, pero más bien fantasmal. Se la enseñaste a un falsificador que conocías, colega de Rats, explicándole que trabajabas en un asunto de asesinato, la mano tu única pista, y le pediste que hiciera un dibujo, a partir de tu descripción, de lo que denominaste una reconstrucción científica de la totalidad a partir de lo particular, boceto que colgaste en la pared de detrás del escritorio como si fuera el retrato de algún presidente. Sin bragas. Algo que mirar durante el breve intervalo entre sueños. Perdiste interés en el asunto de Crabbe, tras haberte decidido por remitir datos falsos, ganando tiempo, y te habrías olvidado completamente del malicioso prestamista si una tarde de lluvia no se hubiera presentado en tu oficina, despertándote de un sueño en el que te encontrabas en el mar, flotando en la palma de aquella mano, ligado por tus manos invisibles a las caderas de la belleza de ojos verdes que se balanceaba en la orilla mientras el escarabajo alado te revoloteaba por la entrepierna. Crabbe echó una mirada al dibujo del falsificador, luego a la mano colocada sobre tu mesa, y se puso pálido. ¿Dónde ha encontrado eso?, jadeó. Cogió la mano, sacó una pistola, te apuntó a la cabeza. Y entonces fue cuando conociste a Snark. Gritó desde la puerta y cuando Crabbe se volvió para hacer fuego, te encontraste con un prestamista mortalmente herido en el suelo de la oficina aún con vida suficiente para que Snark le sonsacara una confesión completa. Resultó que Snark perseguía a Crabbe por asesinato. No, dijo, el cadáver tenía dos manos y no se parecía en nada al dibujo, pues era más bien rubia platino, del tipo heredera sobrealimentada y un tanto chiflada, pero probablemente Crabbe se sentía culpable y veía a su víctima por todas partes. Y por qué no te abrochas ahí abajo, es un espectáculo asqueroso. No fue la mano lo que asustó al prestamista, siguió explicando Snark, cogiendo el teléfono para llamar al furgón del fiambre, sino las sortijas, que habían pertenecido a la víctima y que Crabbe había vendido a un policía de paisano. La mujer de Snark, la contorsionista, utilizaba una vieja mano momificada en un número en que daba la impresión de tragarse el brazo, mientras la mano aparecía por una abertura un poco más abajo, aunque era la parte más elevada de su cuerpo durante la actuación. Me dio el pego la primera vez, dijo Snark, dándose un buen trago de tu whisky directamente de tu botella. No quise volver a metérsela por miedo a que la mano me la cogiera y no la soltara, hasta que ella me enseñó cómo funcionaba el truco. Snark pensó que poniendo las sortijas robadas en la mano momificada y dejándola en un sitio que Crabbe no pudiera dejar de ver, el asesino se espantaría y llegaría a confesar, tal como había ocurrido.

Sí, pero si no hubieras aparecido en el momento justo, colega, ahora yo estaría criando malvas.

¿Y qué? Lo habríamos trincado de todos modos, cargándole dos asesinatos en vez de uno.

Snark recogió la mano y se la metió en el bolsillo. Te dio pena despedirte de ella. Me habría gustado quedármela para rascarme la espalda, dijiste. A propósito, ¿qué dice esa inscripción en árabe?

Es persa. El tipo que me la tradujo dijo que era un soplo para las carreras. Pon diez en el número tres de la quinta, o algo así.

Cosa que, al pasar por el sótano de los corredores de apuestas para seguir la ruta de los contrabandistas hacia los muelles, es lo que haces ahora, exactamente como llevas haciendo todas las semanas desde hace años. Diez al número tres en la quinta. Otro gesto romántico e inútil. Tu amor manco de ojos verdes desapareció de tus sueños cuando Snark se llevó la mano cortada, aunque en cierta ocasión, más o menos un año después, te encontraste en una carrera de caballos con la mano como montura vacilante, la picha ceñida por las serpientes enlazadas espoleándola, la mujer esperándote en vano en la remota línea de meta, demasiado lejos para que ni siquiera una mano incorpórea la alcanzara en sueños. ¿Qué significado tenía ese sueño? Nunca te lo preguntaste.

La ruta de los contrabandistas consiste en una serie de sótanos conectados entre sí, algunos simplemente separados por una puerta que se abre con la llave maestra que te ha dado Flame, aunque otros te obligan a arrastrarte con tu traje a rayas por túneles húmedos y oscuros. Avanzas sobre todo de noche, acurrucándote detrás de las calderas durante el día, en tu sinuoso camino a los muelles. ¿Qué vas a hacer cuando llegues? No puedes estar siempre aquí abajo. Tendrás que descubrir como sea quién ha matado realmente al Gusano. Por qué se han cargado a Fingers. De quién era el buga que lo atropelló. Qué intentaba decirte Rats. Decides consultar con tu amigúete Snark, que te informe de los últimos rumores. Lo que significa salir a la superficie y encontrar una cabina, con peligro de que te atrapen. Riesgo que tienes que correr. Te encuentras en un espacioso sótano dividido en una maraña de vestuarios y camerinos. Un teatro de algún tipo. Las fotos clavadas en la pared sugieren un espectáculo de variedades. No reconoces a las bailarinas, pero son de hace mucho. Hay una escalera de servicio que lleva a la entrada de artistas, pero ninguna cabina de teléfonos fuera. Sólo una calle estrecha, húmeda y sucia, mal iluminada por una lámpara roja sobre la puerta. En la esquina tienes mejor suerte: cabina bajo una farola en la siguiente manzana. Calles brumosas, desiertas e inquietantes. Te escuece el tatuaje, recordándote que llevas a alguien pegado al culo, y notas su presencia como si hubiera estado esperando aquí a que surgieras del asfalto. Si es uno de los polis de Blue, ¿por qué no te ha trincado ya? Ergo, no es un agente de Blue. ¿Un tío a sueldo del Baranda? ¿El gorila que intentó matarte en los muelles, el que te esperaba detrás de la oficina?

Es más de media noche, Snark no se alegra mucho de que lo llames. Joder, Noir, llama a otra hora. Me estoy comiendo una rosca, por decirlo así.

Lo siento, Snark, no puedo. Estoy huyendo y me siguen. Sólo quiero que sepas que yo no he matado a ese tío.

¿De qué tío hablas?

El empleado de la morgue. ¿Es que hay más?

Al machaca con traje que merodeaba frente a la puerta trasera de tu oficina lo han encontrado muerto a tiros en otra parte del callejón.

¿El Martillo? El tío que intentó matarme en el muelle cuatro. Me parece que lo vi cuando lo liquidaban. Dos individuos. Uno con voz de pito.

Le dispararon varias veces en la cabeza con tu veintidós.

Eso es porque dejé fuera de combate al pobre hijoputa en la escalera de servicio y le cambié la fusca. Ahora llevo su cuarenta y cinco.

Bueno. Puede que Blue se lo crea, y puede que no.

Así que no es el Martillo quien te está siguiendo. ¿Será Agnes el Fati? Cuando al día siguiente le contaste a Blanche que habías seguido al gordo del traje blanco que se convirtió en una especie de fuego fatuo y te condujo a la laberíntica trampa mortal, ella dijo: Ignis fatuus. ¿Cómo? Fuego fatuo. Ignis fatuus. Como esas costuras negras que solías perseguir. De modo que, Agnes el Fati. Te diste cuenta de que lo veías a menudo. En el local de Loui, en la calle de abajo de la oficina, en un puente que daba a los muelles, en el bufé chino (cerrado poco después), en la cola de Correos, en los combates de boxeo. Alguien a quien veías por el rabillo del ojo cuando estabas distraído con algo o con alguien, pero que ya no estaba cuando te volvías a mirarlo, ni rastro de él sino quizá el olor dulzón del humo de su cigarro. ¿Era simple coincidencia que formara parte tan a menudo del panorama? No lo creías. Blanche siguió con el anuncio de los soldaditos de plomo, detallando las solicitudes de información, enviando algunas fotos, esperando la llamada del Baranda, y un día te hizo una señal de triunfo con el pulgar levantado y te tendió el teléfono. Un tal Marle, que según él representaba a un comprador de alto nivel, quería entrevistarse contigo en el Vendome Café: Traiga algunas figuritas. Dijiste que llevarías fotos. Hubo cierta vacilación antes de que aceptara. ¿Hablaba con alguien en murmullos? Decidiste ir armado.

El Vendome Café es un local tenuemente iluminado cerca del pabellón de boxeo donde se reúnen los reventas, que venden entradas directamente o se las juegan a una partida de póquer en la trastienda. Nada más poner el pie en el local, oliste el puro. Y allí estaba, tranquilamente sentado a una mesa del fondo con su traje blanco y la leontina cruzándole el chaleco, el jipijapa sobre la mesa junto a una taza de té como un anuncio publicitario. Agnes el Fati. Al aproximarte, te llamó la atención la forma en que su pequeño mentón hendido se embutía como una bola de Navidad en los pliegues de su cuello. Mandíbula invisible. Melancólicos ojos azules. Nariz chata. Unos cuantos mechones de cabellos descoloridos peinados sobre la calva. Pareció sorprenderse cuando te acercaste, como a punto de coger el jipijapa y largarse corriendo. Oiga, señor, ¿es usted Noir?, te preguntó un tipo sentado a una mesa que acababas de pasar. Era Marle. Te habías equivocado. Cuando volviste la cabeza, Agnes el Fati había desaparecido. Sólo quedaba la colilla del puro en el cenicero, aún humeante.

Marle ofrecía una apariencia pretenciosa, con perilla y gafitas de montura de acero, chaqueta de cuero, corbata negra de cordón. Le enseñaste las fotos con la mano izquierda, dispuesto a desenfundar con la derecha. Las miró por encima, dijo que tendría que ver las miniaturas propíamente dichas. Le contestaste que sólo se las enseñarías al comprador que él representaba. Había otros cuatro tipos con chaqueta de cuero observándote desde otras mesas. Te figuraste que iban juntos. También pensaste que te estabas acercando al objetivo. Los saludaste a todos con la cabeza y te marchaste. Nunca estarías más cerca de Agnes el Fati, pero no tardaste en tener noticias de Marle.

Antes de colgar (te saltas el allanamiento de morada, la visita al Shed) quedas con Snark para calentaros el pico en el Star Diner, esperas que puedas llegar, hay un montón de cosas de las que tienes que hablarle, te apresuras luego a volver entre la brumosa noche al teatro de variedades. Pero nada de luz roja, ni entrada de artistas. Debes de haber girado por una calle que no era. Vuelves sobre tus pasos para orientarte, no encuentras la cabina de teléfono. Puede que hayas dado demasiadas vueltas por la madriguera de los contrabandistas, estás desorientado. Percibes un leve destello blanco al fondo de la calle, como el aleteo de una mariposa. Luego otra vez la oscuridad. Sabes que podría resonar un disparo en la noche, lo último que oirías. Te pegas contra el muro de un edificio, la mirada alerta en todas direcciones, y avanzas cautelosamente, olfateando el aire húmedo de la noche. Serías capaz de encontrar los muelles sólo con la nariz.

Llegas a una esquina y, desenfundando la cuarenta y cinco, la doblas de un salto, chocando contra una chica con trapitos elegantes pero desordenados que se tambalea frente a ti en la calle desierta. Si el encontronazo no te hubiera hecho soltar la pistola, la habrías matado de un tiro. Una chavala aún adolescente. Está borracha pero eso es probablemente lo de menos. Se queda ahí de pie, vacilante y confusa, intentando fijar la vista en ti, un rizo negro y aislado oscilando con gracia en su frente, para luego derrumbarse en tus brazos. ¿Me lleva a casa?, suplica tenuemente.

Un taxi solitario surge de la noche y lo llamas. La dirección que da al taxista se halla en un barrio pijo de la ciudad. En el taxi, se desploma sobre tu hombro y se queda dormida, la mano infantil cayendo, como por accidente, entre tus piernas. Guiños y muecas de complicidad del chato taxista en el retrovisor. Te preguntas si no lo has visto antes en alguna parte. La niña durmiente, con suaves ronquidos, se acurruca bajo tu barbilla, acariciándote distraídamente la entrepierna como un gato. Le quitas la mano de ahí, ciñéndotela sobre la cintura, y ella gime entre sueños. Una hija díscola de la decadencia adinerada, ya conoces el tipo, te has quemado antes.

Cuando llegáis, musita adormilada: ¿Mi bolso? Todas sus frases son preguntas. En el bolso hay dinero a mansalva, está lleno de billetes, demasiado grandes para pagar al taxista. De tu bolsillo le das el doble, pero aun así te llama roñoso cabrón (o quizá tramposo cabrón, no estás seguro; cierto, te has guardado uno de los billetes grandes a cambio, te ha visto), señalándote con el dedo. Intentas cogérselo para romperlo, pero se larga y te deja agarrando el aire de la noche. Luego silencio. Este barrio está callado como un muerto.

La chica es incapaz de andar, vas a tener que llevarla en brazos a su casa. Que es una de esas deslumbrantes mansiones de tres plantas del extrarradio con torrecillas y balcones, plantada en medio de un jardín en declive de cinco mil metros perfectamente cuidado. Es una larga ascensión hasta la puerta principal con cincuenta kilos en brazos y llegas reventado, aunque te hayas distraído con un bonito espectáculo cuando se le levantó la falda al cogerla en brazos. Conejitos por ahí abajo. Tienes intención de dejarla en el suelo y desaparecer en la noche, pero está sin conocimiento. La dejas en un banco de adorno, buscas la llave en su bolso, aceptas otro billete para gastos. Costes de transporte. No hay llave. La puerta está cerrada a cal y canto. Puede que tengas que entrar por una de las ventanas. Que en su mayoría tienen barrotes hasta el suelo y son de cristal emplomado. Sólo para ver qué pasa, lo intentas con la llave maestra de la ruta de los contrabandistas. Da resultado.

Llevas dentro a la chica, buscando un sitio para dejarla, y vuelve en sí lo suficiente para decir: ¿Primer piso? Así, con preguntas, te guía a lo largo de la balaustrada circular y por el pasillo iluminado con arañas hasta su dormitorio, que por sí solo es más grande que la mayoría de las casas en que has estado, con luces estrelladas que parpadean en el techo, su cama del tamaño de tu pequeña morada. Allí la dejas y dice: ¿Pijamita? ¿Segundo cajón?

Hasta aquí he llegado, encanto. Apáñatelas.

¿Por favor…?

Cuando abriste la agencia, te imaginabas ocupándote de crímenes raros y complicados que resolverías con tino, haciendo de héroe cuando las cosas se pusieran feas, rehuyendo luego los elogios mientras encendías un pitillo, pero en realidad te contrataron sobre todo para seguir a esposas adúlteras y conseguir pruebas contra ellas. Sabías menos de cuestiones sexuales que de asuntos detectivescos, pero enseguida comprendiste de qué pruebas se trataba y las conseguías. No eras tanto un detective privado como un detector de intimidades. Tus años de aprendizaje. Se te daba bien, pero aun así, tus clientes te miraban con desdén. Tú eras un crío y ellos tenían problemas de adultos, o eso pensaban. Así que lógicamente te sentiste halagado al encontrar a alguien que necesitaba tus servicios y te admiraba, una gatita cariñosa bastante más joven que tú, desconocedora del tinglado en que se mueve el detective privado y dispuesta a pagar lo que le pidieras. Y un caso interesante, además: una persona desaparecida. Su hermana.

Recelaba de sus padres, convencida de que habían tenido algo que ver con la desaparición de su hermana y temía que a ella le pasara tres cuartos de lo mismo, pero estaban de viaje por algún sitio, de modo que pudo llevarte a su casa para enseñarte unas fotos, el diario de su hermana, un guante al que le faltaba el par, el perfume, la ropa interior, cosas que te sirvieran para localizar a la muchacha desaparecida. Te contó, jadeando un poco, todo lo que podía recordar de ella, en particular los días inmediatamente anteriores a su desaparición, y, cogiéndote de la mano, alzando con adoración la mirada hacia ti, te fue enseñando una por una todas las habitaciones de la mansión familiar mientras seguía el hilo de su historia. Que guardaba relación con una disputa que al parecer tuvieron su hermana y sus padres antes de que ellos salieran de viaje sin previo aviso. Vagas amenazas. No estabas seguro de que la historia que te contaba se tuviera en pie, pero resolver el asunto no era tu mayor preocupación. Simplemente te gustaba oírla hablar y sentir el roce de su cuerpecito inocente contra el tuyo. También inocente. ¿Estaba viva o muerta la hermana desaparecida, y si estaba muerta, quién la había matado y por qué? En realidad no te importaba. A lo mejor su hermana no había desaparecido verdaderamente y aquello no era sino una estratagema para llevarte allí y echar un polvo. Ésa era tu hipótesis preferida. De manera que cuando propuso una refrescante zambullida en la piscina a altas horas de la noche, te pusiste el lápiz en la oreja y, lanzándole la sonrisa despreocupada que ensayabas desde tiempo atrás en el espejo, contestaste: Pues claro, pequeña, ¿por qué no?

Te condujo a la piscina, se desnudó y, como ibas un poquitín lento, te ayudó a quitarte la ropa. ¿Consideraste la posibilidad de que, si la hermana estaba muerta y los padres acababan en la silla eléctrica por asesinato o no sobrevivían a sus viajes, la chica heredaría la fortuna familiar? Puede que lo hicieras, remotamente, pero el vello púbico femenino aún era bastante nuevo para ti y en eso se centraba principalmente tu atención. En eso y en la evidencia vagamente embarazosa de tu palpitante excitación. Se apoderó de ella como si fuera el manubrio de una bomba, desencadenando inmediatas convulsiones, para luego, sonriendo picaramente, darle un empujón, y a ti de paso, y tirarte a la piscina con una frívola carcajada. ¡Una tía sensacional!, pensabas mientras te sumergías. ¡Esto es vida! Pero entonces vislumbraste en el fondo algo que no debía estar allí: el cuerpo desnudo de una chica. Nadaste hasta abajo, le quitaste los pesos del cuello y los tobillos, y, dando boqueadas, la izaste, aún tersa y tibia, a la superficie. Que fue cuando viste por primera vez a Blue, entonces un poli novato en la brigada criminal, ansioso por demostrar su valía y conseguir galones. Se erguía al borde de la piscina junto a otros ocho o diez colegas que sonreían con rifles automáticos apuntándote a la cabeza, la gatita en bata y pijama llorando en segundo plano.

Ya conocías la violencia de algunas peleas callejeras, pero nunca te habían dado una paliza de verdad. Blue era muy concienzudo. Pocos sitios pasó por alto. Estacas, puños, porras, mangueras, botas. En parte con los ojos vendados, en parte sin vendar. Tu educación superior. Licenciado en «somanta de palos». Durante todo el tiempo no te apartaste un ápice de tu historia porque era la única que tenías. Venga, Noir, gritó, dándote un sopapo a un lado de la cabeza, sacudiéndote luego en la otra. Te hemos pillado en pelota picada, abrazado al corpus delicti. Eres un puto necrófilo. ¿Qué más necesitamos saber? Que soy detective privado, que me ha contratado esa chica para encontrar a su hermana desaparecida, que ha sido ella quien me ha tirado a la piscina, y que cuando he visto a la muchacha muerta he nadado hasta el fondo y la he sacado. Me figuro que la chica la mató y necesitaba alguien que pagara el pato. Eres un puñetero mentiroso, Noir. Te van a mandar a la silla eléctrica. Los detectores de mentiras estaban de moda en aquellos días. Pasaste airoso la prueba. Pero también la pasó la gatita. Blue nunca te creyó, jamás te ha perdonado que le echaras a perder su primer asunto importante, sigue considerándote un pervertido, un asesino y puede que algo peor si lo hubiera.

Así que no debiste haber sido tan tonto. Ya no lo eres. De todos modos (la suave y suplicante voz de esta gatita, su dulce olor a leche, sus conejitos húmedos: ¿qué puedes hacer?), le quitas los zapatos y los calcetines, la falda, vas a buscarle el pijama. Más conejitos, a juego con las bragas. Cuando se las quitas, la mano se le cae entre los muslos como si siempre la tuviera ahí, y gime débilmente. Hasta sus gemidos son interrogantes. Le preguntas dónde están sus padres al desabotonarle la blusa.

Mi padre ha muerto. Mi madrastra lo mató. Y va a matarme a mí.

Típica fantasía de adolescentes, sobre todo si están colocadas y se compadecen de sí mismas. Afuera con la blusa. Sin sostén. Pausa para apreciar el espectáculo.

Abre los ojos y ve cómo la miras, aunque bizquea en su drogado letargo y vuelve a cerrarlos. ¿Puede protegerme?

Ahora mismo no puedo proteger a nadie, gatita. Estoy de mierda hasta el cuello y primero tengo que salvar el pellejo. Pareces un loro. Antes sólo se hablaba así a los polis y a los gánsteres. Ahora todo el mundo recibe el mismo trato. Le pasas por la rizada cabeza la parte de arriba del pijama, pero se agarra al pantalón como si fuera un osito de peluche.

¿Por favor? ¿Tengo tanto miedo? ¿Quédese conmigo? ¿Sólo esta noche?

Nunca te has aprovechado de muñecas en apuros; en cambio, si ellas quieren aprovecharse de ti, no ofreces mucha resistencia. Hay una botella de whisky en su tocador. Te llenas un vaso grande, lo saboreas como si fuera el último, le das las gracias, cuelgas el sombrero en el cuello de la botella, empiezas a desnudarte. La cuarenta y cinco ha desaparecido. Debiste dejarla en la calle cuando tropezaste con ella. Decides dejarte puesta la gabardina, la chaqueta, la camisa y la corbata, en caso de mutis rápido. De esa clase que cualquiera en su sano juicio haría ahora mismo.

¿Gracias? ¿Por…?, murmura. ¿No bebo whisky? Abre los adormilados ojos, te ve el rubio vello púbico y ríe tontamente. ¿Qué cosa tan mona…?

Volverá a crecer, refunfuñas, tumbándote a su lado, plenamente consciente de que podrías estar acostándote con una asesina perturbada. Pero bueno, qué emoción. Por eso me dedico a este oficio, ¿no?, preguntas al techo plagado de estrellas, y, estirándote bajo él, retiras su mano de entre sus piernas para sustituirla con la tuya.

¿Jueguecitos?

Te despiertas de un sueño tan pesado que no sabes dónde estás hasta que descubres la chica muerta a tu lado, estrangulada con su propio pijama, tu mano aún entre sus piernas. Ah. Hay alguien más en la casa. ¿Por qué no pensaste en eso? Sirenas otra vez, deteniéndose frente a la puerta. Éste no es el sector de Blue, pero no te sorprendería que apareciese. Enteramente descompuesto, te pones los pantalones, metes los pies descalzos en tus zapatos de sabueso, pensando con rapidez, tan deprisa como te lo permite tu aturdido cerebro. La botella de whisky ha desaparecido, el vaso, tu sombrero; sustituidos por conejos de peluche. Ha de haber una entrada de servicio. Tu llave maestra abría la puerta principal, puede que haya otro pasaje de contrabandistas en alguna parte del sótano. No encuentras la escalera de servicio pero descubres una rampa para la ropa sucia y te dejas caer por ella, esperando un aterrizaje suave. Tus esperanzas se ven frustradas, pero tus sentidos aletargados sólo perciben el rebote. Tampoco parece haber puerta que conduzca a ningún sitio salvo a otra habitación. Oyes el estruendo de unos zapatones arriba. Te metes en la cava para ocultarte y descubres, por detrás de los estantes, una cerradura en medio del muro de ladrillo. Tu llave la abre. Se desliza una sección irregular de la pared, creando una abertura lo bastante grande para que puedas pasar con cierta dificultad. Hay un misterio ahí, pero eres un detective de la calle, no un metafísico, no tienes tiempo de cavilar sobre ello, ya están bajando ruidosamente por las escaleras del sótano. Coges rápidamente un par de botellas de vino, las metes en los bolsillos de la trinchera, y ya estás fuera, cerrando la pared de ladrillo al salir.

No es la primera vez que tienes que pirártelas en déshabillé del dormitorio de una mujer. Esas escapadas —tu incorregible debilidad, en un mundo desprovisto de sentido, por las efímeras alegrías de la aventura amorosa— son consecuencia en su mayor parte de la inesperada llegada de un marido o un amante, a veces de un padre furioso o un perro con ánimo de morder, y en una ocasión hasta de un caballo desbocado (no pregunten), pero siempre has tenido por norma dejar a tu paso cadáveres calientes, no fríos, mientras que en general la única anatomía en peligro mortal era la tuya. Te han recortado a balazos los talones y las orejas, te han hecho caer de la tapia de algunas casas tirándote macetas y jaulas de pájaros, y has recibido perdigonadas en el culo —dos veces, el mismo tipo, la misma tía, encaramándote por la misma tapia; te cuesta trabajo aprender— pero hasta el momento has eludido la suerte de muchos rivales de tus clientes. Esos pobres diablos contra los que obtenías pruebas. Lo más cerca que has estado de palmarla fue durante una breve y tórrida aventura con una trapecista de circo provista de unas mandíbulas increíblemente poderosas, una de esas muñequitas esbeltas que se quedan suspendidas a treinta metros del suelo con los dientes; poseía técnicas orales como nunca has conocido, ni antes ni después, y como siempre estás dispuesto a correr ciertos riesgos con objeto de deleitarte con instructivas maravillas, cuando ella no estaba en la pista pasabas mucho tiempo en su caravana, a pesar de la fama de bestia de su marido, el domador de leones. No era fácil largarse cuando estaba exhibiendo sus habilidades, así que el marido acabó cogiéndote por banda. Por el cuello, más bien. Tenía bien merecida su reputación. Primero, te dio una azotaina con su gran látigo negro, que te dejó unas cicatrices en el trasero en forma de rayas de pentagrama musical, y luego te lanzó enteramente crudo a la jaula del león. Y no era un león al que antes hubieras sacado una espina de la pata, aunque te diese la impresión, cuando sus belfos se abrieron en húmedo gruñido, de que se estaba carcajeando. Justo antes de que fueras reciclado, sin embargo, te rescató la trapecista (otra romántica) que, cuando el domador, cansado de sacudirla, fue a consolarse junto a la Mujer Gorda, tiró al felino una hamburgesa envenenada. Más adelante, según te dijeron, su marido se comió una hamburguesa muy parecida, pero para entonces tú ya habías dejado de ir al circo.

Bueno, esa especie de amor toma-zas, tal como Joe, el camarero, describe con aprobación todos los acoplamientos, humanos o de otra clase, no es el único que has conocido; por mucha resistencia que siempre hayas ofrecido, tú también tienes tu corazoncito. La noche que descubrieron el cadáver en los muelles y luego lo perdieron en la morgue, por ejemplo, pasaste enseguida por el local de Loui para aliviar el dolor de un caso fallido y te encontraste llorando sobre el vaso de whisky (una forma de hablar: nunca lloras) por la desaparición de tu viuda y también por la de sus restos mortales. No habías estado a la altura, y al haberla fallado, comprendiste que la habías querido, y probablemente lo confesaste a tu ruda y hermética manera, aunque en cualquier caso todo el mundo habría adivinado tus verdaderos sentimientos por tu forma de sonarte la nariz. Todo eso fue un poco demasiado para Joe, que se puso a contar un chiste verde sobre una mujer que se vistió de luto para enterrar su consolador roto, y luego de blanco para casarse con el nuevo, pero que en la noche de bodas recibió la visita del fantasma del consolador muerto, que la acusaba de consoladoricidio involuntario. Loui se rió, interrumpiendo el chiste, que, como bien sabías, acababa de manera tan siniestra como todos los del repertorio de Joe, y anunció que su cuarta mujer, o quizá fuera la quinta, solía llamarle, cariñosamente, su consolador de orejas, y que ésa era la mejor consorte que había tenido, teniendo en cuenta que en su conjunto las esposas eran una especie beligerante y depredadora.

Flame, más comprensiva, con su debilidad por los amours imposibles, avanzó hacia el micro de la pista y cantó un tema de amor titulado «El detective y la fulana». El detective es sólo uno más entre los tipos que cobra por amar, gemía con su voz sensual, tan llena de angustia y deseo frustrado. Si la fulana en un lío se mete, ¿ha de poner al detective en un brete…? Flame, bien lo sabías, estaría encantada de ayudarte a pasar la noche, pero necesitabas estar solo. Cuando llegó al último verso sobre el detective y su búsqueda de lo inefable (que rimaba con «su estupidez era incurable»), le lanzaste un beso, te calaste el sombrero sobre la frente, encendiste un pito, y, con el cuello de la gabardina subido, las manos en los bolsillos, saliste a la noche húmeda y desapacible.

Las calles, con sus densas sombras como vestidas para un entierro, fantasmagóricas, estaban desiertas salvo por algunos solitarios que se apresuraban bajo las farolas esparcidas a lo lejos, encogidos en su anonimato para protegerse de la llovizna: de duelo, pensaste, igual que tú. Pasaban coches, no muchos, al parecer sin conductor ni pasajeros, simples luces rodantes que sondeaban las calles con su penetrante y severo resplandor. Al salir del elegante vecindario de Loui y sumergirte en los barrios más lúgubres que circundan los muelles, te encontraste caminando por charcos de sombra sin fondo, zarandeado por los típicos y helados jirones de niebla a la deriva. Una especie de peligrosa travesía por el país de los muertos, como alguien ha dicho. No te van las chorradas de ese tipo, pero sentías que tu propia condición mortal te traspasaba como la niebla nocturna y todo lo que veías te parecía más muerto que vivo.

Habías decidido dirigirte al Woodshed, más conocido por el Shed, un antro de jazz donde se fumaba hierba y los músicos ofrecían sesiones de improvisación, lo que Fingers y sus colegas llamaban picnics, muy frecuentado por capitanes de transbordadores y tías nostálgicas con poca ropa que ya no andaban en la flor de la edad. Un gesto romántico. La viuda, apareciendo como una sombra, te encontró allí una noche. Quería contarte otra parte de su historia y le habían dicho que solías frecuentar el Shed. Quizá fuera la noche en que te habló de su abuelo, no lo recuerdas bien. Lo que no puedes olvidar es lo último que te dijo: Ni siquiera sé si todo esto es cierto, señor Noir. He tenido la impresión de que debía verlo, y para eso necesitaba una razón. La luz resaltaba sus manos, arrancándolas de la oscuridad. No hace falta razón alguna, muñeca, le aseguraste, y al poner una mano sobre la suya la luz se atenuó. Una razón para mí, quiero decir, aclaró. Estoy de luto, señor Noir. Con vacilación, retiró la mano. Esto no está bien.

La noche del crimen en los muelles y la desaparición del cadáver, cuando entraste en el Shed después de venir a pie desde el local de Loui, Fingers, únicamente acompañado por un contrabajista de nariz chata, improvisaba variaciones sobre una vieja y sentimental balada a ritmo de blues, una melodía concebida para suscitar reflexiones sobre la brevedad de la vida y su frágil y triste belleza. Era tarde, una noche tranquila, con el local medio vacío. Te instalaste al fondo de un reservado lleno de inscripciones a cierta distancia de los borrachos y las tías de la barra, pero cerca del pequeño escenario donde Fingers tocaba, te calaste el sombrero sobre los ojos, pediste un doble, examinaste los grafitis tallados en el tablero de la mesa. Eras uno de los pocos en conocer el origen del nombre de Fingers, que no procedía de su manera de tocar el piano, sino de su carrera de ladrón de cajas fuertes. Una vez lo ayudaste a eludir una condena por desvalijar una caja de seguridad convenciendo al fiscal del distrito de que abandonara la causa: el fiscal era cliente de una dominante que conocías, había fotos. Aunque aquella noche no estaba, habías visto muchas veces al fiscal en el Shed, y corría el rumor de que había algo entre Fingers y él.

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