Noir

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Seguías con dolores, pero menos agudos, suavizados por la receta de Rats, el coñac y el correr de la sangre por otras partes del cuerpo. Recordar las historias de la viuda te había inoculado en la polla un poco de su propio líquido ardiente y, allí tumbado en el sofá de la oficina, tomaste el asunto entre manos. Introdujiste modificaciones en la historia. No le arrancabas la ropa, ella lo hacía. Estaba enloquecida de deseo, no podía esperar. Ni tú tampoco. A pesar de todo te quedaste dormido. No recuerdas lo que soñaste, pero al despertarte creías estar en los muelles, encerrado en la cabaña de pescadores sin poder salir. Había alguien en la oficina. Andaban cerca de la puerta del vestíbulo. Varios. ¿Dónde coño está la linterna?, preguntó uno. Se me ha olvidado, Marle. ¿Doy la luz? No, tonto de los cojones. Enciende una cerilla. Parecían muchos, todos chocándose entre sí, maldiciendo en voz baja. Habías dejado la fusca en el bolsillo de la gabardina, colgada de una percha a la entrada. Lo que aún tenías en la mano no servía. Ni de cebo para los peces. ¿Dónde crees que habrá guardado ese entrometido las puñeteras figuritas, Marle? Empieza con el escritorio. Yo buscaré en la caja fuerte. Me pido una de las putas de los soldaditos, si las encontramos. Sin ruido, te deslizaste del sofá al suelo, procurando cubrirte al máximo. Lo único que tenías a mano era la botella de coñac. Diste un último trago, no queriendo desperdiciarlo, la arrojaste luego contra una de las cerillas encendidas. ¡Me han dado, Marle!, gritó uno. Empezaron a disparar. Silbaban las balas. Una se incrustó con un ruido apagado en el sofá donde habías estado tumbado. ¡Ay, joder! ¡Me han dado! ¡Es una trampa, Marle! ¡Son centenares! ¡Están… aaarj! Todas sus pistolas escupían fuego a la vez. Era como la traca final de una exhibición de pirotecnia. Hubo gritos, maldiciones, cuerpos que se derrumbaban. Cristales que estallaban.

Cuando se hizo el silencio, avanzaste a gatas para coger la pipa, encender las luces. Había cinco tíos muertos, con chaqueta de cuero. Podían haber sido más. La puerta estaba abierta y había un rastro de sangre por el pasillo. ¿Se contaba Marle entre los difuntos? Probablemente. Tres de ellos llevaban perilla, nunca habías visto tantos en toda la ciudad. Te sentías bien. Era como si hubieras realizado alguna hazaña. Más tranquilo, cerraste la puerta con llave, apagaste la luz y volviste a tumbarte en el sofá, cayendo casi al instante en el sueño más profundo de que habías disfrutado desde la aparición de la viuda. En cualquier caso, ninguno tan reparador desde entonces.

Para cuando Blanche te despertó a la mañana siguiente con la ropa remendada y recién planchada, ella ya lo había limpiado todo. Salvo por unos cuantos agujeros nuevos en las paredes y algunos arañazos en los muebles producidos por balas de rebote, la oficina ofrecía el mismo aspecto de siempre. Y menos mal, además, porque Blue se presentó mientras te estabas afeitando. Había rastreado el número de teléfono del anuncio y quería ver tus soldaditos de plomo.

No se lo va a creer, Blue, pero eran alquilados, y los he devuelto después de fotografiarlos.

Tienes razón, Noir, no me lo creo. ¿A quién se los devolviste, al mismo a quien se los alquilaste?

A un tipo que pretendía ser su hermano.

Claro, cuéntame otra. Los han robado, Noir, y tú eres la última persona que los ha visto. Quedas detenido.

Eso me suena a chanchullo de seguros, Blue. Le está siguiendo el juego a los verdaderos ladrones. Blue se limitó a sonreír. Sabías que te estabas ganando un repaso en la comisaría a cargo de Blue y sus esbirros. Pero acababan de darte una paliza, no necesitabas otra.

Entonces Blanche se acercó a Blue y le susurró algo al oído, guiñándote el ojo por detrás de su cabeza.

¿Quieres decir…? Sí, buena idea. De acuerdo, Noir. Voy a soltarte de momento. Pero no te perderé de vista.

¿Qué le has dicho?, le preguntaste cuando se marchó el comisario.

Que era su cumpleaños, señor Noir, y que lo mismo le daba venir mañana.

Mi cumpleaños no es hasta dentro de seis meses.

Lo llamaron por teléfono cuando estaba durmiendo. Una mujer de una heladería. Quiere que pase a verla. ¿Se está saltando el régimen otra vez, señor Noir?

En el local de Big Mame tomaste otro parfait. Por qué no. Con caramelo caliente, cerezas al marrasquino y merengue por encima. En vez de un barquillo de chocolate sobresaliendo, había una nota enrollada de Rats en la que te pedía que te reunieras con él en la zona de carga del ferrocarril cerca del silo de grano a la puesta de sol. ¿Puesta de sol? ¿Es que sigue saliendo esa cosa?

Ahora, mientras te fumas un pito y te liquidas la segunda botella de vino bebiendo del gollete roto, con la espalda apoyada contra un muro del túnel de los contrabandistas, recordando con nostalgia los parfaits de Big Mame y meditando lúgubremente sobre la compleja trama de la historia en la que te has enredado, te das cuenta de que el tatuaje del trasero te ha dejado de escocer. Eso quizá significa que te están dejando por fin en paz. Pero ¿quiénes son? El problema de las tramas. Cuando estás metido en una, no puedes ver más allá del siguiente lío. Es como estar atrapado en dos dimensiones, sin acceso a una visión de conjunto. Aunque eso resulta imposible desde aquí, quizá puedas echar una ojeada desde abajo. Alzando la vista por la falda de la fortuna. Esa vieja puta. Muy oscuro por ahí, como siempre. Como la ciudad. Rezumando lodo y envuelta en bruma. Algo husmea en torno a la pernera de tu pantalón. Le das una patada. Te duele la cabeza y te sientes arrugado, sucio, los pies sin calcetines te sudan en los zapatos. ¿Cuánto tiempo llevas aquí abajo? Semanas, quizá. El tiempo pasa indiferente en las tinieblas sin forma; o en la penumbra, como ocurre ahora: te has arrastrado desde la más negra oscuridad hasta una tenue claridad grisácea que viene de no sabes dónde. O si no, te has quedado traspuesto y esa luminiscencia te ha ido envolviendo mientras dormías. Esto no es lo tuyo, pero tendrás que arreglarte con ello. Ya no queda, además, es la última gota. De lo que has estado tomando en vez de comida. Escupes de entre los dientes una esquirla de vidrio, tiras la botella a un lado, te pones el pitillo en la comisura de la boca, y, a gatas, avanzas con esfuerzo hacia lo que haya más allá.

Lo que encuentras es otra puerta cerrada, con un hilo de luz filtrándose por el marco, y lo primero que oyes al abrirla y asomar la nariz es: ¡Voy a hablar, confesaré! ¡No me peguéis más! Y entonces sabes dónde estás: en el sótano de la comisaría de Blue, en los muelles. Ya has estado ahí de invitado, te dejaste un diente para pagar la pensión. Retrocedes sin ruido, pero ¿qué remedio te queda? Has de pasar por ahí para llegar a la siguiente puerta, si es que existe y no se trata de un pasaje sin salida, en cuyo caso tendrías que volver a rastras a la choza de la gatita estrangulada, en donde probablemente seguirán buscándote. No durarías mucho allí. Así pues, esperando que el factor sorpresa te confiera cierta ventaja, cruzas bruscamente el umbral y te yergues con un gruñido, las piernas separadas, los puños en los bolsillos de la trinchera como aferrando sendas pistolas, la humeante colilla colgándote del labio inferior. Dos tipos con camisa blanca están pegando a un detenido en un calabozo bajo una luz cruda, mientras otros tres, sentados a una mesa bajo una lámpara de pantalla verde, fuman y juegan a las cartas. Ahí está Snark, con una baraja en la mano, la sobaquera de cuero sobre los tirantes negros, elásticos en torno a las mangas de la camisa, libando de una botella de whisky. No te hacen caso, ni siquiera parece que estás allí. Es como si fueras invisible; o hubieran decidido que lo eres. Puede que tengan una norma en ese sentido. O hayan sellado algún pacto. Rats lo insinuó una vez. El sitio huele a cerrado y a calcetín viejo, como un gimnasio, el suelo de cemento salpicado de oscuras manchas. Los polis de la mesa gritan a los otros dos que vuelvan a la partida. Su prisionero ha perdido el conocimiento, de modo que, con un último puntapié en el vientre, se encogen de hombros y se dirigen a la mesa, dejando abierta la puerta del calabozo, probablemente con la esperanza de que intente escapar para poder matarlo a tiros. Vuelven a dar otra mano, echan billetes y monedas al pot en el centro de la mesa.

Te acercas a hurgar en sus tarteras, encuentras medio sándwich de salchichón y una chocolatina. Snark, los pulgares en los tirantes, habla de ti. Dice que has estado muy atareado, eres el principal sospechoso de al menos cinco asesinatos, quizá más. Posible pedofilia, por otro lado. Blue, afirma, no podría estar más contento. En la mesa, junto a él, está tu sombrero. Se lo pone (en su cabeza parece un gorrito de fiesta) y dice que no cree que seas culpable, pero que, mala suerte, sin duda acabarás en la silla eléctrica de todos modos. Los demás ríen, el humo en torno a sus orejas trazando sucias aureolas, y Snark gruñe, lo que en él equivale a una carcajada. Buf. El Bordox no te ha sentado bien con el estómago vacío. Que de pronto se sume en el caos. Producto de limpieza, en el fondo, la chocolatina ha sido el catalizador fatal. Snark enuncia las pruebas contra ti, lo que podría serte útil, pero ya te diriges, a paso ligero, al retrete, con la visión del recipiente de porcelana que tanto necesitas apareciendo a la luz de una bombilla desnuda por la puerta abierta.

Tiroteos y matanzas desde coches en marcha por las calles de la ciudad, víctimas de atracos asesinadas detrás del mostrador, ajustes de cuentas de mafiosos en restaurantes, ésas son las imágenes que cautivan al público, pero ocupan un lugar muy bajo en la lista de frecuencia de los escenarios del crimen, después de camas y retretes. Las pruebas que obtenías contra un amante adúltero solían acabar en sábanas y baldosines ensangrentados. Rara vez matan a políticos corruptos y jefes de la mafia dejando su dignidad intacta. Michiko te habló una vez de un amante que, envenenado por un potente laxante en su wasabi, murió realmente cuando, presa de la desesperación, logró sentarse en la taza de un retrete cargado de explosivos. Tus clientes suelen preguntarte por las costumbres higiénicas de los investigados. El diagrama de la caca, como lo denomina Blanche, arrugando la nariz con desdén, aunque conoce y acepta la importancia de los hábitos y exudaciones corporales en la comisión y resolución de crímenes, y con frecuencia, a su remilgada manera, te ha instruido en sus aspectos más relevantes.

Desde tu desalentadora postura en cuclillas en el trono sin asiento, miras sombríamente el cuerpo derrumbado en el calabozo y te fijas en la puerta negra con cerradura plateada que hay al fondo, y ahora, tras limpiarte con informes de crímenes clavados en la pared a tal efecto, te subes los pantalones y te diriges hacia ella, sin perder de vista a los jugadores de cartas. Que están distraídos discutiendo por un as que sobra en la mesa, señalando a Snark con el dedo. Hasta la más estúpida bestia perseguida se guardará mucho de entrar en una jaula que contenga un señuelo, pero es tu única posibilidad, y cuando la puerta del calabozo no se cierra a tu espalda, crees que vas a conseguirlo. Hasta que el preso en el suelo te agarra el tobillo, casi haciéndote soltar la llave. Te liberas de una patada, maldiciéndolo en silencio, pero ves que se trata de tu buen compadre Rats. El pobre hijoputa sigue llevando su zapato ortopédico pero se lo han encajado en el pie que no es. Desde que leiste la nota de Flame pegada al maniquí, te inquieta la idea de que sea una trampa de la pasma, de que te hayan utilizado como cebo para atraparos a los dos a la vez. ¿Por qué te habría soltado Blue, si no? Sabes que si intentas salir con Rats al hombro se romperá el hechizo de tu invisibilidad, pero es un colega y estás en deuda con él, qué le vas a hacer. Abres la puerta negra con la llave maestra (¡sí, funciona!), la mantienes abierta, cruzas un momento el umbral, respiras hondo, y vuelves a entrar rápidamente para cargarte al hombro el cuerpo inanimado del traficante callejero. Oyes que en alguna parte suena un teléfono. Y entonces empiezan a llover balas, rebotando en los barrotes, silbando por encima de tu cabeza. Te habías guardado algo del botín de los maniquíes y ahora arrojas por la puerta billetes sueltos y un puñado de bolsas y papelinas para mantener ocupados a esos avariciosos cabrones mientras te das a la fuga.

El absurdo destino de la humanidad, recuerdas mientras avanzas a trompicones por las profundidades del pasaje de los contrabandistas, el tiroteo y los pasos apagándose a tu espalda, es asfixiarse lentamente en un planeta enfermo y moribundo: según parece, el túnel está conectado con la red urbana de alcantarillado y el aire se está volviendo francamente irrespirable. La especie de la que eres un miembro disoluto no vive, aguanta, y a eso es a lo que huele. Rats pesa una tonelada y te preguntas si, literalmente, no le habrán llenado de plomo. Cuando el túnel se abre hacia las alcantarillas, debes decidir: ¿qué dirección? Vieja norma: dejarse llevar por la corriente. Pero más abajo, te encuentras con múltiples ramales. Quizá no sea más que un reflejo de la humedad en las viejas paredes, pero crees ver por un momento a Agnes el Fati, decides chapotear tras él, y en la bifurcación, en la embocadura de otro ramal, te encuentras una pelota de tenis atravesada por un agitador de cóctel. Es tu princesa de las callejuelas. Alguien que aún te quiere. Según avanzas, el incitante destello de Agnes el Fati sigue apareciendo como un fuego fatuo por uno u otro canal de las cloacas, pero los botones, cordones de zapatos, pelotas de tenis y envoltorios de caramelos de Meg la Loca acaban por conducirte a la salida.

Emerges por el caño en que las aguas negras de la ciudad se vierten en el mar. Dejas a Rats sobre un montón de piedras y cascotes de cemento y te metes en el agua para quitarte los sedimentos de zapatos y pantalones. Por ahí, el aire huele a pescado podrido y metal oxidado, pero es un olor relativamente limpio y lo aspiras con ansia. Las gaviotas gritan, protestando al ver que pisas su comida. Es un momento oscuro de la jornada, lo que por estos pagos podría pasar por mediodía. Oyes el rítmico gruñido del tráfico invisible, una resonante algarabía de sirenas, cláxones. Por el eco que hace en el agua: última hora de la tarde, quizá. Hay un transbordador cerca, la cochera abierta. Lo has visto antes, sabes dónde estás. El antro de Skipper no está muy lejos. Un sitio para ocultarse durante un tiempo. Primero, calzas a Rats en el pie derecho el zapato de ocho centímetros, y entonces vuelve en sí. Sus labios agrietados se mueven. Parece que quiere decirte algo. Te inclinas sobre él. Flame, musita. ¿Flame? Pierde de nuevo el conocimiento.

Vuelves a cargarte al hombro al viejo timador y echas a andar con dificultad en dirección al local de Skipper, pensando en utilizar lo que te queda del botín de los maniquíes como moneda de cambio para refugiarte allí hasta que se tranquilicen las cosas, aunque tengas que esperar a que Blue se jubile de la policía. De camino, pasas por el sitio en donde se descubrió el cadáver. El desencadenante del lío en que andas metido. El dibujo a tiza ha desaparecido, en su lugar el crudo esbozo de un tío desnudo con una picha en forma de pistolón, disparando a un coño sin cuerpo que flota en el aire como una manzana carcomida por los gusanos. Nada queda del esbozo original de la escena del crimen salvo una borrosa mancha de color pálido bajo la pistola. Bajas la vista y lo examinas, tratando de recordar cómo era la primera vez que lo viste. Te acuerdas. Vaya, hombre. ¿En quién puedes confiar? Dejas a Rats en el garito de Skipper con uno de los paquetes de billetes de cien de los contrabandistas, coges pitillos, y, hundiendo la cabeza en el cuello subido de la trinchera, te diriges al local de Loui.

Por toda la ciudad, mientras recorres las calles, ves tu jeta con el ceño fruncido en carteles de SE BUSCA. Nunca te reconocerán. Tú eres mucho más guapo. Sin embargo, hay algo que no concuerda en el retrato. ¿Qué es? Te pones en la piel de Blanche. Bueno, para empezar, señor Noir, en el cartel lleva un sombrero de fieltro que ya no usa. Y no hay pañuelo doblado en el bolsillo de la pechera de la chaqueta. Y ese traje de rayas blancas tampoco es el suyo. Para ser detective privado Blanche te considera muy poco observador. Le gusta someterte a pequeñas pruebas, cambia de sitio ciertos objetos en la oficina, añade un adorno a tu escritorio, cuelga otro cuadro, pinta las paredes de diferente color, y luego te pregunta qué es lo que ha variado. Lo único que notas es si mueve el sofá, porque en cuanto vas a tumbarte te caes al suelo. Esgrimes el argumento de los árboles y el bosque: cuando trabajas en un caso, te concentras, percibes lo importante, pero un exceso de detalles no aporta nada y te obstaculiza la visión. Ella, que el bosque no existe, que se trata de una categoría falsa e indefinible, sólo hay árboles. Cuando le describiste el dibujo a tiza, quiso saber si se veían las orejas de la víctima. No te acordabas pero dijiste que probablemente no, ¿por qué lo preguntaba? El cadáver cuya silueta ha descrito, señor Noir, estaba desnudo. Su cliente nunca ha ido desnuda por ahí, pero a los hombres les gusta dibujar así a las mujeres. Así que, a menos que se trate de otra, como alguna de sus fulanas del puerto, puede olvidarse de todo lo que hay del cuello para abajo en el dibujo. Pero a los hombres no les interesa la cabeza de las mujeres y sólo dibujan lo que ven. De manera que, ¿llevaba el cadáver sombrero y velo de viuda o tenía la cabeza descubierta? Esa podría ser la pista. Si hubiera usted prestado atención.

Bueno, pues había una pista, pero en aquel momento no la reconociste como tal y no se lo mencionaste a Blanche.

Conociste a Flame el mismo día que a la acaudalada viuda. ¿Coincidencia? Le contaste la historia de la viuda, ella había oído otra versión, parecía saber mucho del asunto. O quizá sólo se lo estaba inventando. Para entablar conversación, queriendo ligar. Llevabas un perico marchoso que te había pasado Rats, y ella quería meter la nariz. Luego empezaste a ir por allí una noche de cada dos. Sus sensuales nanas te arrullaban en la penumbra. La noche que encontraron el cadáver y viste el dibujo por primera vez, te dejaste caer por el local de Loui para tomar una copa de réquiem y Flame hizo lo posible para que te quedaras (Oye, encanto, si somos lo que comemos, mañana por la mañana yo podría ser tú…), pero, aún desconsolado, preferiste ir al Shed. Mala decisión. ¿Lo sabía ella? Sin embargo, a la noche siguiente estabas de nuevo en Loui's, y ella te esperaba. ¿Amor? No crees en el amor, aunque a menudo te conviertas en su víctima, así que déjalo. Flame es una profesional. ¿Su trabajo? Intentó contarte una historia hace unas noches, pero te quedaste dormido a la mitad. O estabas drogado. Era sobre unos hermanos gemelos en campos opuestos de la ley con ella en medio, pistola en mano. Una pistola que hacía «paf». Parecía querer decirte que era a la vez culpable e inocente de algo. Algo que no podía evitar, en cualquier caso. El poli la estaba utilizando, pero también su amante, el malo. Sin duda una historia trivial de amor y traición, duplicada y triplicada, pero lo que te gustaría saber es quién era el poli.

¡Mira quién ha vuelto, el Rubito!, exclama Flame, saludándote cariñosamente cuando entras, abriéndote la bragueta para echar un vistazo. El tiempo pasa, le dices; me está creciendo. Su afecto parece auténtico, pero ¿cómo puedes saberlo? Joe te sirve un doble con hielo, observando que hueles como si acabaras de salir de una alcantarilla, y Loui se acerca a saludarte, con aire nervioso. Han puesto precio a tu cabeza, querido muchacho, te informa. Tienes suerte de que marche bien el negocio, o me sentiría tentado.

Sí, Loui, lo sé. He visto los carteles de cine. Se han cometido varios asesinatos y alguien quiere colgarme el marrón, así que debo descubrir al verdadero culpable antes de que me trinquen. Empezando por aquel dibujo a tiza del puerto.

¿Te refieres a la viuda muerta?

Vengo de allí, Loui. Me he traído a Rats, lo que quedaba de él después de que los esbirros de Blue le dieran un repaso, y lo he dejado en sitio seguro. He pasado por donde descubrieron el cadáver. Lo único que queda del dibujo a tiza es una mancha borrosa de vello púbico rojo. Debí fijarme más en eso. Has sido tú, ¿verdad, Flame? La modelo del artista.

El agente secreto de Blue te mira con frialdad un momento. No es tan guapa como antes. Se pone un cigarrillo en los labios y Joe extiende la mano sobre la barra con un mechero. Debía un favor a Blue, confiesa.

Debía de ser muy grande, cariño. ¿También serviste de modelo para el polvo perruno?

Pues claro, cielo. ¿Te gustó?

¿Quién era el perro?

Tu amigo Blue. Se puso un disfraz. En realidad era una piel de oso, lo único que pudo encontrar. El dibujante se tomó ciertas libertades.

Lo mismo que tú, preciosa. Sírveme otra, Joe.

Blue persigue tu bonito culo tatuado, amor. Pensé que si le seguía el juego podría conseguirte un poco de tiempo. Se te coloca entre las piernas. Te quiero, cariño. No podía dejar que te pasara nada. Por eso compré la llave del pasaje de los contrabandistas.

¿Sí? ¿A quién?

No preguntes. Salió cara. Pero Blue no lo sabe. Si se entera, ya puedes ponerte a buscar mi cadáver. Se aprieta más contra ti, te musita con voz ronca al oído: Lo reconocerás cuando lo veas, Phil. El del felpudo rojo.

Echas una mirada al reloj de encima del mostrador, al borracho con esmoquin y brazos como aspas de molino. No sabes cuánto tiempo has pasado en los túneles y preguntas a Joe qué día es hoy. Resulta que es cuando has quedado con Snark en el Star Diner. Ese reloj, como todos los de los bares, siempre va quince minutos adelantado, aún puedes llegar a tiempo. Tengo una cita, anuncias, y apuras la copa, te sacas del pantalón la mano de Flame, das media vuelta, aunque acariciándole el culo de seda para despedirte (por qué no, tiene buen tacto), y luego sales de nuevo a la calle.

La noche es perfecta. Viento, lluvia, cielo cubierto y sombrío, el destello de los charcos más luminoso que las farolas que se reflejan en ellos. Coches y autobuses se precipitan descuidadamente sobre los charcos, obligándote a pegarte contra los edificios húmedos y los escaparates iluminados de azul. Tienes un pito en los labios, las manos en los bolsillos de la trinchera, tu rostro de famoso oculto tras el cuello subido, pensando en la traición de Flame, si es que lo es, en las turbias maquinaciones de Blue, la viuda misteriosa, su desconocido paradero, en todos los cadáveres que vas dejando a tu paso. Te escuece el tatuaje. Metes la mano bajo la gabardina para rascártelo con el dedo corazón erguido, sólo para que quien venga detrás sepa que lo sabes. ¿Qué trama Blue? Puede que el Baranda lo tenga en nómina, y el dibujo a tiza sea una compleja tapadera de un cruel asesinato. De ahí la prisa en ocultar el cadáver. Blue pensaba que podía asustarte para que abandonaras el caso, subestimando tu obstinación, tu insaciable necesidad de saber, y lo que la viuda había llegado a significar para ti. ¿O estaba aprovechándose de esa terquedad con algún propósito encubierto? ¿Y es Snark colega tuyo o agente de Blue, su secuaz y conjurado, que te lanza sobre pistas falsas mientras te tiende una trampa para que pagues el pato por los crímenes de otros? Si es así, ¿de quiénes? ¿De Blue? ¿De él y del Baranda? Pero ¿por qué querría ese tío tan importante cargarse a un pianista de tres al cuarto como Fingers? ¿Porque te envió a la heladería? Puede. Aviso: ayudar a Noir no es bueno para la salud. Correspondencia por difunto. Mensaje por cadáver. Esperas que Cueball esté bien. Pero ¿por qué no iba a estarlo? ¿Qué importaría eso? ¿Y a quién? Nada parece tener sentido, pero ¿por qué quieres que lo tenga? ¿No deberías tomar en serio la advertencia del Baranda en el sueño y dejar de comprender algo allí donde no hay nada que entender? Alzas la mirada a una ventana del segundo piso sobre una tienda donde unas sombras se mueven frente a una persiana echada. Parece que un tío está apuñalando a una mujer. Pero ¿qué sabes tú? ¿Y por qué (aunque no servirá de nada, te paras en una cabina, llamas a la pasma, das la dirección de la tienda, cuelgas antes de que te hagan preguntas) quieres saber? Porque el cuerpo ha de comer y beber a fin de gozar de buena salud el tiempo suficiente para saborear la agonía de la muerte, y la mente, para contribuir a ello, debe saber dónde están las provisiones y cómo procurárselas y quién más las quiere y cómo matarlo. Y entonces, una vez que se ha empezado, ya no se puede parar. Tengo que saber, tengo que saber. Es un mal genético. Definitivamente terminal. Blanche, que lee el periódico de los domingos, lo denomina drama de la cognición, y a veces el melodrama de la cognición, lo que significa que es una especie de espectáculo. Resolver crímenes es otro juego con que entretenerse; cosquillas en las napias, para no perder la sensibilidad. Porque el asesinato es un juego más limpio que otros. Se parte de algo real. Un cadáver. A menos que lo roben. ¿Es eso lo que pasó? ¿A quién podría interesarle? ¿Y para qué? ¿Chantaje? ¿O acaso lo birló Rats para utilizarlo de zulo para el alijo? Ocurrió en su territorio. ¿Por eso lo trincaron? Pero ¿por qué precisamente ése en particular? Hay cadáveres por toda la ciudad. Encima de esa tienda, por ejemplo. Es una ciudad desquiciada. Muchas pistolas y pocos cerebros, como dijo alguien. ¿Llevaba una la viuda en su bolsillo? Probablemente. Recostada entre los fajos de billetes. ¿La utilizó alguna vez? Si tenía una, es posible que la usara. No hay más que poner una pipa en manos de alguien para averiguar lo divertido que es apretar el gatillo y ver cómo se le doblan las rodillas a la diana. ¿La utilizó contra su ex? Puede ser. Todo es posible, ¿no? Pasan taxis, con los limpaparabrisas agitándose, y parece que todos los conductores llevan chaqueta de cuero, perilla y gafitas de montura metálica. No puedo correr riesgos, no hay tiempo para eso, tengo que ver a Snark, y espero que no sea una trampa. Blue podría estar al acecho. Pero Snark y tú os habéis hecho bastantes favores a lo largo de los años para crear una especie de dependencia mutua y piensas que él querrá mantener la situación. Aprietas el velo de la viuda en el bolsillo para que te dé suerte, te acuerdas entonces de que ya no lo tienes. Debe de ser otra cosa.

Pero por mucha prisa que te des, corriendo contra reloj, parece que el trayecto dura una eternidad. Todo se estira. Las manzanas parecen más largas, más anchas las empapadas calles, atestadas de estruendoso tráfico, los coches pegados unos a otros. Debes volver sobre tus pasos, tomar atajos por donde no se ataja. Conoces el camino y lo desconoces. Te encuentras en esquinas ignotas, has de adivinar por dónde girar. Cruzando una calle a todo correr con riesgo de cercenarte las piernas por las rodillas entre el chasquido de parachoques, alcanzas a ver el edificio azul pálido de la policía que reluce tenuemente en la noche lluviosa. No se debería ver desde aquí, pero lo ves. La ciudad es así a veces. Sobre todo cuando no te tienes en pie y te mueres por una copa. Un día Joe te contó una historia sobre eso mientras se bebía un refresco. Era por la tarde, antes de la Happy Hour —que Joe llama la hora de la comida en el zoo—, de modo que el local de Loui estaba tranquilo. Sereno. Tú estabas de duelo, no sólo por la viuda, sino también por Fingers, así que el ambiente era perfecto y te tomaste más de una. Más de tres en realidad, quién las contaba. Joe no ha sido siempre abstemio, y cuando le preguntaste por qué lo dejó, te dijo que una noche la ciudad se volvió peligrosa y estuvo a punto de acabar con él. Sé que la quieres, te dijo. Pero ten cuidado. Esa trae problemas. Flame, según recuerdas, estaba al fondo ensayando una canción, algo sobre una zorra de corazón de piedra que enloquecía a sus amantes, haciendo rimar histerismo con quererte muchísimo y enterrarte ahora mismo, pero después se te acercó y te preguntó por qué hablabais siempre de la ciudad como si fuera una mujer. Bueno, dijo Joe, somos tíos. Así es como hablamos nosotros.

Eso ocurrió hace mucho, en la época en que las pillaba de caerme. Vivía prácticamente en la calle, si a aquello podía llamarse vivir, trabajando de gorila, portero, camello, basurero, camarero, chulo, cualquier cosa que me permitiera reunir a duras penas unos billetes para un poco de priva. En ocasiones me despertaba en la cama de una puta, otras en algún solar abandonado o en un callejón, sangrando y lleno de moretones pero sin recordar la bronca, si es que la había habido. Otras veces me daba un viaje con los coqueros, pero en general prefería el bebercio. Estaba enfermo gran parte del tiempo pero alguna que otra vez me sentía bien, y cuando ocurría eso me ponía a alborotar. Entonces la pasma me detenía por alteración del orden público, sobre todo si necesitaban vapulear a alguien durante un rato, aunque en general me dejaban tranquilo, sin hacerme otra cosa que restregarme la cara en mi propio vómito, robarme la droga o echarme a patadas a la alcantarilla, si estaba tumbado en medio de la acera.

Era un vida de mierda y empecé a echar la culpa a la ciudad. Los trompas son así: la culpa la tiene todo el mundo menos ellos. De modo que cuando estaba realmente cogorza, se lo recriminaba como un loco, llamándola de todo lo que se me ocurría a voz en grito para que todo el mundo se enterase. Ella se vengaba, por lo visto, cambiando de sitio las calles. Nada estaba nunca en el mismo lugar, ésa era mi impresión. Cuando dormía la mona, oía que los edificios echaban a andar, yéndose para otra parte. La mayoría de las veces no sabía dónde me encontraba. Naturalmente, como solía estar completamente cocido la mayor parte del tiempo, no podía saber lo que era real y lo que no, pero en cierto sentido todo lo era, porque aunque sólo lo imaginara, no dejaba de ser real, al menos en mi cabeza, que es la única que tengo. Y que en aquella época me empeñaba en reducir a cenizas.

Entonces tropecé una noche con una tapa de alcantarilla mal puesta, me caí y me despellejé la nariz, lo que me produjo una rabia tan violenta que me puse a gritar a la ciudad desde donde estaba tendido. ¡Lo has hecho a propósito!, aullé. Aquel agujero destapado vomitaba emanaciones tóxicas, de manera que, junto a todas las demás cosas indecentes que la llamé, le dije que no era más que un puto coño sin fondo y maloliente, y en cuanto esas palabras salieron de mi boca comprendí que estaba chalado por ella, y supe que ella también lo estaba por mí. Parece cosa de locos, y lo era, yo estaba chota, ya lo he dicho. Pero tenía que ser mía y sabía que ella lo estaba deseando. No podía pensar en otra cosa, si es que era capaz de pensar en algo. Ven por mí, grandullón. Me parecía oírle decir eso. Pero ¿cómo follarse a una ciudad? Lo único que se me ocurrió fue hacerme una paja frente a una boca de metro, pero cuando lo intenté, ella se cabreó aún más. Puede que se sintiera insultada, humillada o simplemente insatisfecha, pero a partir de entonces mostró verdadera crueldad. ¿Malas calles? Hasta entonces no tenía ni idea. Lo que antes había sido una sutil especie de juegos malabares se convirtió en un tiovivo sin control. Siempre que me ponía en pie, me encontraba otra vez por tierra. Las calles y aceras se arqueaban y ondulaban como una tormenta en alta mar, me lanzaban de un sitio a otro, se erguían y me sacudían en la cara. Quién sabe, a lo mejor la estaba volviendo loca de deseo y aquello no era sino una especie de convulsiones eróticas, pero me estaban matando y yo había perdido mis ambiciones amorosas. Acariciarla cuando andaba por los suelos parecía calmar un poco las cosas, pero siempre que trataba de incorporarme, la tomaba conmigo de nuevo. ¿Te ha pasado alguna vez por encima un edificio desenfrenado? No te gustaría nada. Entonces fue cuando comprendí que tenía que dejar la licoreta. Hasta que la mafia insistió en que pusiera una puerta de acero reforzado, Loui tenía ahí una de cristal esmerilado. Me arrojaron a través de ella. El gordito me recogió y me salvó la vida. Me dio un camastro en la trastienda, me quitó de beber. Desde entonces no he vuelto a salir de este local.

Snark te está esperando en el Star Diner cuando por fin consigues llegar. Está deprimido y se sirve aún más bebida que de costumbre del expendedor de leche. Su mujer, la contorsionista, tiene lumbago y lo único que puede hacer es anudarse los brazos en la nuca y atarse los cordones de los zapatos, mientras que la parte central del cuerpo, la más útil, se le queda rígida como una tabla.

Las hermanas siamesas se pelearon cuando una de ellas intentó fugarse de casa, y ahora no se hablan. Tratan de volverse la espalda, pero no lo consiguen del todo, y eso no les facilita la vida. Además tiene problemas en la comisaría porque se les ha escapado un detenido, lo que a su vez ha producido una crisis de policías mamados en toda la ciudad, y Blue lo considera responsable. Las bolsas de coca aparecieron de buenas a primeras en el calabozo cuando el preso desapareció, dice Snark. Casi como si estuviera realmente hecho de droga y se le hubiera roto el hechizo. De buenas a primeras: polis yonquis. Supones que así te comunica Snark la versión que ha dado a su superior, porque estás prácticamente seguro de que el as que sobraba era una maniobra de diversión que utilizó para ayudarte a salir. También te ha traído tu sombrero y tu vieja veintidós. Cuando el detenido puso pies en polvorosa, te dice, también desapareció parte de las pruebas.

Gracias, Snark. Eres un colega. La leche va de mi cuenta. Choca su taza con la tuya, la apura, pide al chico lleno de granos de detrás de la barra que exprima la teta otra vez. De rechupete. El puñetero Bordox casi te mata, pero esto es de lo bueno. Tu estómago agradece su familiaridad. Miras en el interior de la cinta del sombrero, que a menudo utilizas para chuletas y recordatorios. O que utilizan otros. Blanche, quizá. A veces hay cosas como Péinese, o Abróchese la bragueta. Hoy es Cherchez la monnaie. Eso suena a Blanche. Y también: Ya lo sabe todo. ¿Quién ha puesto eso? Tus iniciales están impresas por detrás de la cinta: PMN. Un artista del grafiti ha rodeado la M con un círculo y garabateado de Mamón por encima. Algún poli, sin duda uno de los compañeros semianalfabetos de Snark, o incluso el propio Blue. Cuando, hace años, explicaste a Snark lo que significaban realmente las iniciales, te contestó que estabas de suerte, con un nombre así nunca te harías viejo. Entonces creías que en su opinión siempre serías joven; aunque es probable, sin embargo, que insinuara que no ibas a durar mucho.

El mendigo ha vuelto, la deformada nariz aplastada contra la ventana, barba y cabellos blancos, mojados y greñudos por la llovizna, desvaídos ojos azules flotando en su rostro demacrado, fijos obsesivamente en ti. Esta noche no. Ni un puto estacazo más en el tarro.

Sabemos algo más sobre el palurdo que apiolaron con tu veintidós en el callejón, dice Snark, señalando que le llenen otra vez la taza. Por lo visto era de una pequeña comunidad rural y tenía una hermana en la ciudad, a quien quería matar o intentaba proteger, no está claro. Puede que las dos cosas.

¿Cómo os habéis enterado?

Llamó una tía. Blue dijo que tenía pinta de atraco. Le habían limpiado los bolsillos, estaban vueltos del revés.

Es verdad. Lo había olvidado. Lo hice en la escalera de servicio. Un tanto mareado, buscas los bolsillos de la trinchera, que no paran de moverse, y cuando los encuentras, metes la mano y sacas unos trozos de papel, una foto, un chupachups, unas bragas de niña. Ahí va, fíjate.

Será mejor que tires eso.

Pero espera, ¿no lo ves?, quien guardó todo aquello en la taquilla de la estación de autobuses de que te hablé podría haber sido el cabrón del Martillo.

Sí, tal vez, pero ¿cómo vas a probarlo ahora que le han dado matarile? Blue quiere mandarte a la silla eléctrica, Noir. Eres el último que ha visto con vida a muchas personas. Al menos a cinco, aunque a Blue se le puedan ocurrir más. El pianista, la puta del «Café del Punto Muerto», el pervertido del depósito de cadáveres, el gorila del callejón, la menor rica…

¿No cree que he matado a la viuda?

Los ojos de Snark se desenfocan un momento, como si estuviera confuso o preparándose para soltar un pedo. Ah, claro. La viuda. Seis. Así que lo único que le falta es la prueba de que has quitado las bragas a una niña.

Te encoges de hombros (el conocimiento: más ligero que el aire; lo puedes eliminar soplando), le dices que se lleve las bragas, les haga un agujero para otra pierna y mire a ver si les sirve a las siamesas, luego hurgas medio achispado entre las demás cosas. Hay un mapa de la ciudad con una cruz en el muelle cuatro, un recibo de una casa de empeños, un recorte de uno de tus anuncios de los soldaditos de plomo, una receta de analgésicos, un amuleto de pata de conejo, y una foto doblada en blanco y negro. De un Martillo más joven sentado en el borde de lo que podría ser un quiosco de música en un parque, con una sonrisa de sietemesino en los morros y una tía a su espalda, aunque en la foto sólo se ve su hemisferio sur.

¿Quién es la titi con esas piernas de bandera?

No sé. Examinas las piernas, intentando no ponerte bizco. Esas pantorrillas preciosas. ¿La viuda hace unos años? El ángulo de la cámara, que enfoca desde abajo, permite atisbar un poco bajo la falda, entre las sombras de más allá de sus rodillas con hoyuelos. El Martillo tiene una mano en alto, en algún sitio por detrás de esas piernas. Instintivamente, vuelves la foto para mirarle el trasero, y ves lo que está escrito: Hoy ya es ayer. Sientes cierto dolor de corazón. O quizá sea ardor de estómago del chili con carne. Te da vueltas la cabeza. Necesitas aire. De todos modos, Snark se ha ido, no recuerdas cuándo. Se estaba quejando de tener que sustituir los pretzels por una tostada fría mientras le rellenaban de nuevo la taza, y de pronto había desaparecido. Te desprendes de unos billetes para el ágape nocturno (eres incapaz de contarlos, el chaval de detrás del mostrador parece bastante contento, de todos modos no son tuyos) y compras un donut de fresa y pimienta recubierto de caramelo para el viejo mendigo, te cubres el buscado tarro y sales a perderte en la noche.

Algo que estás decidido a no hacer hoy es seguir al mendigo en su pluviosa y sombría ronda. Cuello de la trinchera subido, ala del sombrero inclinada sobre la nariz, húmedo pitillo en los labios, la cabeza hecha polvo en un amasijo de confusión. Avanzas cautelosamente pegándote a los muros para asegurarte de que nadie te sigue, describiendo una secuencia de espirales de trescientos sesenta grados al cruzar las calles, lo que probablemente da la impresión de que estás completamente borracho, la pura verdad. Curda. Cogorza. Maldito sea ese Snark sin fondo. El mendigo prosigue su marcha, indiferente a tu alcohólica danza a su espalda, aferrando su donut escarchado. Buscando un cubo de basura para tirarlo, quizá; para cambiarlo por un poco de lechuga parduzca o un calcetín viejo. Salvo cuando quita y vuelve a poner la tapa de los cubos de basura, vuestros pasos pesados y húmedos son lo único que se oye en la noche densa y pegajosa. Te escuece el tatuaje del culo pero puede ser porque, con tus ondulantes virajes, has acabado siguiéndote a ti mismo.

Nada de luz, salvo por los tenues charcos amarillentos que trazan las farolas, el calamitoso destello irisado bajo los parpadeantes letreros de neón, que anuncian refugios cerrados tiempo atrás. Incluso cuando supuestamente sale el sol, nunca parece llegar a estas callejuelas claustrofóbicas, tus calles, donde ejerces tu oficio desde hace tanto tiempo que las más soleadas te parecen ahora extrañas. Solías pasar muchas horas, incluso cuando no trabajabas en algún caso, persiguiendo la costura negra de las medias en las pantorrillas de las mujeres por estas calles, éstas y otras a las que podían conducirte. En ocasiones por crujientes y polvorientas escaleras a cuyo término se desarrollaban pequeñas y tristes aventuras que rara vez acababan bien. Era en la época de tu juventud, cuando todo resultaba interesante. Algunos días estabas tan concentrado que todo lo que no eran piernas desaparecía, hasta que ellas se esfumaban también y sólo quedaban las costuras negras con su movimiento de tijera. Cuando se lo mencionaste a Blanche y le preguntaste si te estabas volviendo chaveta, te contestó que no, sólo eras un insensato que iba en pos de sus maniáticos y perversos sueños, gajes del oficio que podían conducirte a un mal desenlace y poner en peligro tu carrera. Te recomendó que, cuando empezara a ocurrirte aquello, entraras en la primera cafetería a tomar un vaso de leche caliente. Le dijiste que ya bebías mucha leche en el Star Diner y no te sentaba nada bien. Las medias de Blanche, suponías, probablemente serían de lana y sin costuras, pero nunca te has fijado.

Un día, cuando las costuras, con su movimiento de tijera, doblaron una esquina y tú las seguiste, tropezaste con la muñeca que las llevaba. Me está siguiendo, afirmó ella, como resolviendo un caso.

Es mi trabajo, señora, contestaste, incorporándote y sacudiéndote el polvo. Detective privado.

¿Le ha contratado alguien para hacer esto, señor Privado?

Noir, señora. No, sólo practicando, por así decir. Poniendo manos a la obra.

¿Las manos, dónde?

Donde estén calientes.

Pero ¿por qué yo, Privado Noir?

Llámeme Phil, muñeca. ¿Qué puedo decirle? Me gustan sus piernas.

¿Mis piernas?

Eso es, encanto. Las dos. Y lo que hay en medio.

Por lo que podías recordar, nunca habías pronunciado esas palabras, pero tenías la impresión de que sí. Una especie de catecismo, sabido antes de aprendido. De manera que cuando se encogió de hombros y dijo de acuerdo, señor Encanto, ya entiendo, si eso es lo que quiere, y empezó a quitarse la ropa, no te quedaste muy sorprendido. Eso sucedía en un cruce muy concurrido, el sol haciendo su extraño número centelleante, con mesas en la acera como en un documental turístico sobre vacaciones en una isla. Se quitó las bragas y se tumbó en una de las mesas como si fuera el plato del día. Estaba estupenda, la chica de tus sueños, y sabías que de pronto te habías enamorado locamente, pero allí, en medio del tráfico y los peatones, no estabas seguro de que pudieras penetrar siquiera una ración de nata montada. Peor aún, temías acabar con esa impresión. Algo inconsistente, sin base real. Pero, bueno, la vida es un misterio, qué coño. Te bajaste los pantalones y Blue, que casualmente pasaba por allí, te detuvo por exhibicionismo. Espere un momento, ¿y ella?, preguntaste, pero la titi había desaparecido, llevándose su ropa. Te pareció recordar su culo perfecto, destellando al sol (ya había empezado a llover otra vez), pero a lo mejor te habías inventado esa parte y después seguiste creyéndola, del mismo modo en que atracadores y asesinos imaginan su inocencia y luego nunca la ponen en duda. Blue seguía dándote de bofetadas cuando apareció Blanche con el dinero de la fianza y una orden de habeas corpus, y te habría gustado saber por qué había tardado tanto.

Excitándote con esas ensoñaciones en tecnicolor, has perdido de vista al viejo mendigo. Puede que una de tus trescientas sesenta no fuera más que de ciento ochenta. Te levantas de la alcantarilla rebosante de agua en la que te has caído y te tambaleas hasta un portal en sombras, la cabeza dándote vueltas por tus rotaciones etílicas, y consideras tus posibilidades. También tu suerte. La analizas. Tiene tu destino cierto aspecto de albergue para vagabundos. Te quitas el pañuelo doblado del bolsillo de la pechera y te suenas los mocos. A tomar por culo, dices para tus adentros. Te estás haciendo viejo para esta mierda. Vuelve a la oficina. Al sofá. Una buena botella que libar. Refugio. Das un paso adelante, otro atrás. Coche patrulla. Deslizándose por la calle húmeda, su luz girando. Pero en completo silencio. Como flotando unos centímetros sobre los charcos. No, eso es, no puedes volver a la oficina. Blue la tendrá vigilada. ¿Qué es lo que trama ese hijoputa, a fin de cuentas? ¿Acaso se ha inventado un cadáver y te ha enviado en persecución de un fantasma, sólo para meterte en un lío? Probablemente. Pero entonces, ¿qué le ha pasado realmente a la viuda? ¿O a sus restos mortales? Ojalá hubieras hablado con ella más veces. Tenía miedo, parecía sentir atracción por ti. Tardaste mucho en darte cuenta. Pero cualquier iniciativa que hubieras tomado no te habría llevado a ningún sitio. ¿Y qué tiene todo eso que ver con el Baranda? El socio de su maridito muerto. Su asesino, tal vez. El de ella. Y Blue: ¿es que, como todo el mundo en esta puta ciudad, trabaja para el Baranda? Ese sabe que vas por él, así que a Blue lo mandan para que te retire de la circulación. Por otro lado, Blue siempre ha estado haciendo lo posible por joderte vivo. ¿Acaso es Blue el Baranda en persona? Te duele la cabeza con esas ideas descabelladas. Sencillamente tendrías que desaparecer de este sitio pestilente, perderte en alguna selva primigenia. Pero ¿qué harías allí, aparte de morirte? Sudando como un cerdo enfermo con tu traje de lana a rayas y tu corbata de lunares. No, no hay modo de salir de aquí, para ti no, señor Encanto. Has nacido en la ciudad y tu destino es vivir tu vida en ella hasta el final. Lo que te queda. Muy poco, supones. Cuando aquella noche contaste en el local de Loui la historia de aquella chalada en la mesa de la terraza del café, Joe el camarero dijo que sí, que conocía el numerito, se lo habían hecho a un montón de idiotas, y según lo que había oído, siempre terminaba de la misma manera. Una tía peligrosa. Daba miedo. Entonces, ¿qué harías si ella y sus costuras negras volvieran a aparecer? La misma puñetera cosa.

No tienes por qué seguir más al mendigo, sin embargo. Le has regalado el donut, él ha dado un mordisco, te ha contado una historia y se ha marchado arrastrando los pies, y tú siguiéndolo como si no tuvieras otro remedio. Ya lo has perdido. Vale. Estás libre. ¿Y ahora qué? Te viene el olor del puerto. Podrías seguir tu olfato y refugiarte en un cuarto de la trastienda de Skipper. Pero antes de que puedas volverte en esa dirección, el viejo mendigo pasa arrastrando los pies como en una redifusión silenciosa, la barbuda barbilla en el hundido pecho, el largo pelo blanco cayendo en cascada sobre sus hombros, la lluvia goteando de las alas de su maltrecho sombrero. Lleva la bolsa de plástico firmemente sujeta con ambos brazos a su deprimido vientre, arrastrando los bordes del abrigo por la calle encharcada. Lo pierdes un momento al doblar una esquina, y cuando lo alcanzas está muerto. Despatarrado frente a un cubo de basura abierto, estrangulado, sus desvaídos ojos azules desorbitados y vidriosos. Una sucia corbata amarilla de lunares violetas anudada en torno a su descarnado cuello. Tú tenías una parecida, pero Blanche te obligó a tirarla. Cuando le diste el donut esta noche, te contestó con una historia, como de costumbre. Una vez había una mujer que caminaba de espaldas despidiéndose de alguien y se cayó por una boca de alcantarilla, te contó. No volvió a salir y nadie lo vio salvo yo, así que supongo que allí seguirá todavía. Se te quedó mirando. Tiene mucha gracia, señor. Y usted ni siquiera sonríe. Escupió indignado, enseñando su único diente, y se alejó. Ahora deseas haberte reído con su historia, haber alegrado al viejo alguna vez antes de que la palmara. Si no hubieras estado tan curda, lo habrías hecho. Te recordó el viejo chiste: ¡Cuidado con el precipicio! ¿Qué precipi-i-i-i-cio-ooo…? Merecía al menos un movimiento de cabeza y una mueca, y lo decepcionaste. Pero ¿qué importa? Muerto, está muerto, no queda nada, todo es como si nunca hubiera sido. El vejete aún aferra el donut con el semicírculo hecho por sus encías. Para no despediciarlo, se lo quitas de un tirón y das un mordisco. Al hacerlo, te llega una vaharada a ese perfume tan especial. No consigues situarlo. Pero sabes lo que viene a continuación.

Sin sueños esta vez. A menos que tomes en cuenta la idea que te sobrevino en la fracción de segundo entre el perfume y el porrazo, que persistió en tu cabeza después de que te sacudieran: en resumen, que la ciudad estaba tan delimitada como un tablero de ajedrez, ningún sitio para ocultarse, ni modo de marcharse salvo uno, y tú solo e indefenso, tus movimientos ni siquiera tuyos. No es que sea una gran idea. Para tenerla basta una fracción de segundo.

Recobras el sentido con la cabeza machacada y un trozo a medio masticar de donut picante en las mandíbulas. Sabes dónde estás sin abrir los ojos. Llamémoslo corazonada de detective. Habrá vitrinas llenas de soldaditos de plomo y un sillón de pedicuro. Bienvenido, señor Noir, dice una voz. Me han dicho que quería verme.

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