Ninja

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Capítulo 3

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La tormenta

 

Tokio. Aeropuerto de Narita. 7,30h.

La lluvia descargaba con furia haciendo temblar inquietantemente las plateadas alas del Boeing 714 procedente de Los Ángeles, que justo en aquel momento tomaba tierra en la pista número seis. El cielo se había oscurecido por entero y los tableros de embarque empezaban a anunciar los primeros retrasos a causa de la tormenta. Pequeñas multitudes de ejecutivos trajeados se arremolinaban inquietos como gallinas ante los tableros electrónicos de llegadas y salidas, donde el temido letrero de “Okure-Delayed-Retrasado” comenzaba a multiplicarse en varios idiomas junto al horario de llegada prevista. Rostros preocupados, corbatas aflojadas y nerviosas llamadas por teléfono móvil. «Pasajeros del vuelo 714 procedente de Los Ángeles procedan a facturar su equipaje por la puerta número doce». El mensaje se repitió varias veces en japonés y en inglés. La fila de viajeros con sus equipajes de mano avanzaba ordenada a través de un largo pasillo iluminado por tubos fluorescentes con suelo de linóleo blanco. Al final del corredor, la encargada de aduanas, una chica joven y sonriente de uniforme azul oscuro, revisaba los pasaportes mientras el contenido del equipaje pasaba por el sofisticado escáner de última generación. La inquietud empezaba a hacerse patente entre los turistas occidentales que, aterrados ante la aparente ausencia de indicaciones en inglés o en cualquier otro idioma que no fuera el japonés, comenzaban a entender hasta qué punto habían entrado irrevocablemente en otro mundo que les era extraño y hostil.

Ejecutivos asiáticos conferenciaban por sus sofisticados teléfonos móviles formulando disculpas en varios idiomas, acompañándolas de breves reverencias. Solo uno de ellos parecía no sentirse en absoluto preocupado por el retraso y permanecía calmado y en silencio. La encargada de aduanas miraba con cierto interés al viajero japonés que tenía ante ella, al tiempo que tomaba en sus manos su pasaporte. Tenía buen aspecto. Elegante. Atractivo.

—Señor Takeshi Kojima, de Tokio. ¿Tiene usted algo que desee declarar?

—Nada en absoluto —contestó con una cordial sonrisa.

—Veo que su pasaporte no ha sido sellado en diez años, señor Takeshi. Ha estado usted fuera mucho tiempo.

—He pasado algún tiempo en Europa y América trabajando y cursando estudios. Soy abogado.

El viajero hablaba con voz grave. Serena. Y en un impecable japonés cuya procedencia geográfica exacta, la aduanera no lograba identificar.

—¿Qué le trae de vuelta, señor Takeshi, negocios o placer?

—Negocios. —Respondió— Negocios inconclusos.

El dueño del pasaporte vestía un elegante blazer negro de diseño italiano. Hubiera podido confundirse con el resto de ejecutivos del pasaje, excepto por que era considerablemente alto para ser japonés, y no parecía en absoluto un oficinista. El impecable traje parecía esconder una potente musculatura. Se diría un bailarín o un atleta profesional, pues se movía ágilmente y sin esfuerzo. Llevaba el cabello azabache muy corto, casi rapado y ceniciento por las sienes. Tenía la tez curtida por el sol y unas facciones acusadas, de pómulos altos y mentón firme. Un rostro japonés de una áspera apostura varonil. Ni demasiado joven ni demasiado viejo. Con su equipaje ya en la mano, se ajustó sus gafas ahumadas y se dirigió hacia la puerta de salida donde un nutrido grupo de familiares esperaba impaciente la llegada de los pasajeros, que eran recibidos con abrazos o reverencias. Discretamente alejados del grupo, dos corpulentos guardaespaldas aguardaban inmóviles como tótems, apostados a la sombra de una columna. Uno de ellos, sostenía una fotografía entre sus toscos dedos, que comparaba sin disimulo con todos los ejecutivos que salían por la puerta. Cuando el viajero del blazer negro atravesó la puerta, sus dos miradas se cruzaron en silencio, haciendo un gesto de mutuo asentimiento. «Comunica al señor Taggart que el viajero ha llegado».

Nada más cruzar la puerta de embarque, el visitante advirtió inmediatamente la presencia de los guardaespaldas, dirigiéndose directamente hacia ellos para saludarse con una mutua reverencia protocolaria. «Bienvenido a Japón, señor Takeshi. El señor Taggart le espera en la limusina». El recién llegado atravesó el concurrido aeropuerto escoltado por los dos yakuzas. En un enorme video wall de televisión que llegaba hasta el techo, coloristas personajes de dibujos animados japoneses daban la bienvenida a los visitantes en diversos idiomas. En contraste, en la zona de consigna de equipajes, entre el bullicio babilónico de lenguas y razas, lectores luminosos de color rojo transportaban humildes versos haiku para amenizar la espera. Mientras caminaba escoltado, el viajero alcanzó a leer fugazmente uno de los breves poemas: “Pregúntale a los vientos que soplan qué hoja del árbol será la próxima en caer.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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