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PRIMER INTERLUDIO » Capítulo 3

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PRIMER INTERLUDIO

Capítulo 3: Juguetes rotos

Sakata se hallaba a solas en su despacho cuando, al levantar la vista del grueso vademécum que estaba repasando, le sorprendió una vez más el amanecer. Nada nuevo para él. El veterano galeno limpió mecánicamente sus gafas de concha y caminó por la habitación para estirar las piernas, acercándose a la ventana para admirar el nevado paisaje de Okinawa. La ventisca había remitido. La nieve caía depositándose suavemente tras el cristal. Fuera estaban bajo cero, pero dentro el ambiente era cálido y acogedor. Su mesa estaba presidida por tres enormes monitores de última generación, cada uno dividido en una docena de pantallas, desde los que controlaba todas sus actividades al mismo tiempo. Desde las bolsas de Tokio y Nueva York o la marcha de la clínica en su ausencia, hasta los informativos horarios. Sakata tenía la necesidad irrenunciable de controlar todos y cada uno de los aspectos de la existencia a su alrededor. Ahora, la mayoría de los monitores eran rectángulos negros, pero el galeno, con despectiva condescendencia contemplaba uno en especial.

En la pantalla veía cómo su único paciente, miraba sentado en la cama los dibujos animados con la expresión absorta de quien escucha una conferencia apasionante. El norteamericano parecía representar todo lo que Sakata había odiado desde que tenía conciencia: era un ser vicioso, banal y sin escrúpulos, mentiroso, rastrero y carente de honor. Un espécimen tan patético en su falta de valores que no podía sentir por él más que un desapasionado desdén. Tenía, pese a ello, para el doctor, la misma fascinación intrínseca de cualquier juguete roto, el encanto de ese mecanismo deteriorado que él debería reparar como un reto personal. El sujeto escondía además, algo mucho más importante en su interior que meros muelles y engranajes. Una cualidad única, imprescindible, que Sakata necesitaba a toda costa, para llevar a cabo su ambicioso proyecto. Aquel hombre tenía un coraje innato de luchador. Había tenido que poseerlo para sobrevivir a la Yakuza y a sí mismo tal y como lo había hecho. Y ¿por qué no decirlo? En el fondo, Sakata admiraba eso.

No obstante, el doctor compartía aún algo más con el gaijin. Participaban ambos de esa ambición consubstancial que les había hecho alzarse sobre la mediocridad, hasta convertirlos en hombres inmensamente ricos. De un triste huérfano de guerra, hijo póstumo de una japonesa y un soldado americano, Sakata llegaría a ser una de las mentes más brillantes y reconocidas de su país. Sin embargo, la notoriedad no era importante para él. Sakata era un devoto de la perfección. Era ese enamoramiento por lo insuperablemente bello, por lo perfecto, esa vocación de Pigmalión, la que le había llevado a compartir con el americano algo acaso más importante y valioso: Hiyori Nakashima. A espaldas de Kenshiro, Sakata había sido algo más que su cirujano plástico. Había sido su confesor y amante durante años. Se enorgullecía de haber cambiado en ella algo más que su cuerpo. Y ese íntimo regalo había sido mutuo. Ella era una de las razones para ayudar a Dallas Parker, pero solo una de ellas. Aún tenía una deuda con Hiyori. Siempre la tendría. Por eso, al menos en parte, ayudaría al gaijin a seguir vivo.

Pulsando un botón, la imagen del americano desapareció de la pantalla y pudo ver su propio rostro reflejado en la negra superficie. De pronto, sin querer, volvió al patio nevado y blanco del internado imperial donde había transcurrido su infancia. Volvió a ver a todos los niños del internado, desfilando en filas paralelas sobre la nieve. Su madre, como tantas en la posguerra, se había visto abocada a la prostitución más vil debido a su pobreza. Fue abandonada también, como tantas otras, por su novio americano que jamás regresó. Para Sakata, su mismo nacimiento en aquel indigno e indeseado mestizaje, había sido una ofensa ya por siempre irreparable. El albino color de sus ojos y su piel, incompatible con los rasgos asiáticos de su rostro, como una sinfonía caprichosamente discordante, eran a su juicio una muda e imperecedera humillación para él y su comunidad. En su infancia, llegó a escuchar comentar a sus propios familiares que hubiese sido preferible que hubiese muerto junto a su madre, mujer a la que jamás conoció ni perdonó. Había sido así, educado en el odio hacia el mestizo y en consecuencia, hacia sí mismo.

Poco amigo de divagaciones inútiles acerca del pasado, el doctor se acercó de nuevo a su mesa, y activó el proyector holográfico 3D. Suspendido en mitad del despacho en penumbra, entre tres rayos de luz verdosa que convergían en el centro, giraba en el aire el molde virtual tridimensional que el ordenador había construido a partir del rostro escaneado del americano. Sakata lo comparó con otro molde virtual paralelo que giraba acompasado y en el que se apreciaban ya en rojo, los cambios que pretendía realizar al día siguiente con el bisturí.

Sacando una mini grabadora del bolsillo, empezó a dictar notas en japonés mientras, en la proyección holográfica que flotaba en el aire, la cabeza virtual de Dallas Parker seguía girando sobre sí misma ajena a cuanto se avecinaba.

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