Ninja

Ninja


Capítulo 4

Página 9 de 28

 

 

4

El regreso del hijo pródigo

Continuación:(CINCO AÑOS DESPUÉS)

Al recibirle en la limusina, Ray saludó al recién llegado efusivamente al modo occidental, estrechando su mano. «Hajimemashite, Takeshi-san», dijo con su sonrisa más profesional. «Kochirakoso, Taggart-san», respondió Takeshi, «si lo prefiere Taggart-san, podemos hablar en inglés.» Ambos se sentaron frente a frente, con el visitante flanqueado por los dos yakuza que le habían recogido en el aeropuerto, procediendo a continuación a presentarse formalmente intercambiando tarjetas meishi con una reverencia. Takeshi tomó la tarjeta de visita de Taggart con ambas manos, guardándola en el bolsillo de su americana con sumo cuidado, como si en lugar de una tarjeta estuviera dando cobijo a un preciado ser vivo. El americano se apresuró a darle el pésame por la reciente muerte de su padre.

―Saburo Kojima, su difunto padre, fue un destacado miembro del clan. Todos sin excepción lamentamos su gran pérdida, Takeshi-san.

―Aspiro humildemente a estar a la altura de poder servir al clan en su memoria.

Taggart alabó dilatadamente su historial con el expediente en la mano, con su habitual habilidad para inflar el ego ajeno en su propio beneficio.

―Diez años viviendo y trabajando en los Estados Unidos. Graduado con honores en derecho y ciencias políticas en Princeton y Yale. Notable, señor Takeshi, notable. Yo me gradué en Stanford, ¿la conoce?

―He oído hablar de ella.

―Y veo que ha llevado casos importantes en Los Ángeles. No ha perdido el tiempo, señor Takeshi. Debo felicitarle por el caso Larsson. Confío en que pronto se adaptará con acierto a sus nuevas funciones dentro de la organización. Como sin duda estará al corriente, las cosas han cambiado mucho en el clan en los últimos años. Todo Japón lo ha hecho, sin ir más lejos.

―Estoy muy satisfecho de haber regresado al fin a mi patria, y espero poder dedicar mi vida a servir al clan como lo hizo mi padre.

La limusina avanzaba rápidamente en dirección al edificio Nakashima en medio de una tormenta monzónica que golpeaba con saña el techo transparente del vehículo.

―Un tiempo terrible sin duda. ―Comentó Taggart, intentando entablar alguna conversación trivial con su reservado interlocutor, que sostenía de forma harto incómoda su mirada, tal que si ya le conociera― ¿Han tenido ustedes problemas para aterrizar?

―Ninguno de importancia Taggart-san. ―contestó sonriendo― Un vuelo apacible desde la soleada California.

―Tiene gracia. Parece que la tormenta hubiera venido con usted.

El recién llegado Takeshi respondió con una enigmática sonrisa.

Imponente como un faro en mitad de la tormenta, la inmensa mole de vidrio y acero de la torre Nakashima se alzaba sobre los demás edificios iluminada por potentes focos que recortaban su silueta sobre el cielo borrascoso. El vehículo se detuvo suavemente al llegar frente a la marquesina de cristal de la entrada, bajando de ella todos sus ocupantes excepto el chófer. Taggart y Takeshi Kojima atravesaron el amplio vestíbulo en dirección a los ascensores privados del fondo. El eco de sus pasos reverberaba en la amplia sala. El silencio sepulcral en la sede de los Nakashima no había cambiado, pero la seguridad se había incrementado. Guardias armados patrullaban ahora el edificio con perros dóberman, convirtiéndolo en un recinto aún más inexpugnable. El viejo conserje había sido sustituido por dos mal encarados yakuzas, armados con subfusiles, que escrutaban sin descanso los monitores y a los propios visitantes, en busca de algo sospechoso. Era evidente que Katsuo estaba reclutando un pequeño ejército con algún propósito concreto. Taggart colocó la mano sobre el identificador dactilar y ambos ascendieron por el ascensor de la fachada. El panorama de la ciudad bajo la densa lluvia recordaba un inmenso cementerio gris.

―La vista suele ser estupenda desde aquí, ―comentó Taggart―, temo que eligió un mal día para venir.

En realidad, Ray odiaba las alturas desde niño, pero detestaba aún más tener que encontrarse con Katsuo cara a cara. Prefería tratar con él por teléfono, como de costumbre, a tener que soportar aquella intensa mirada de reptil. Hubiera preferido hacerse extraer una muela.

―Echaba de menos la lluvia de Tokio ―dijo Takeshi al fin, mientras contemplaba el sombrío paisaje―. En California es rara en esta época del año. En cualquiera, en realidad.

―Vera, señor Takeshi, hay algo importante que debe saber, el honorable Oyabún se halla... indispuesto últimamente. Hoy deberá tratar con el señor Katsuo, su lugarteniente. Él controla los asuntos del clan desde hace algún tiempo. Desgraciadamente, no es muy partidario de aumentar el número de nuestros abogados. En el caso de que decida aceptarle como miembro, déjeme hablar a mí. Haré todo lo posible por que sea asignado al equipo de abogados que cuida de nuestros intereses en el norte de la isla. No serán casos importantes de momento, pero tal vez con el tiempo podrá mejorar su situación en el clan. Con mi ayuda.

Taggart había esperado adrede hasta el último instante para decírselo, como un as guardado en su manga al objeto de ponerle nervioso y minar así su autoconfianza. Takeshi, sin embargo, parecía tranquilo y muy agradecido.

―Le agradezco mucho su interés por mí, Taggart-san. Es usted muy amable.

―Después de todo, ha pasado usted tanto tiempo en América que es casi un compatriota. ―dijo Ray palmeándole la espalda, sonriendo.

Taggart se adelantó para ser el primero del grupo en entrar. Takeshi vio de soslayo temblar su mano al pulsar el botón de apertura del ascensor. Cuando las puertas se abrieron, el antiguo despacho circular de Kenshiro estaba inmerso en una penumbra azulada por efecto de la tormenta. Tras la amplia mesa, la inconfundible y amenazadora figura de Katsuo se recortaba a contraluz ocupando el sillón del Oyabún, flanqueado por cuatro guardaespaldas armados de pie a su espalda, dos a cada lado. Las paredes de cristal del despacho dejaban caer una perenne cortina de agua que bañaba la habitación de índigos reflejos acuáticos, dando la impresión de estar en el interior de un acuario. Los trofeos y reconocimientos que Kenshiro atesorara en otro tiempo habían desaparecido, siendo sustituidos por una pequeña pero impresionante colección de espadas y armaduras samurái iluminadas por diminutos faros halógenos que trasladaban en el tiempo a una época remota de señores feudales y batallas sangrientas. Era evidente que Katsuo había tomado plena posesión de su cargo oficioso de Oyabún en funciones, cambiándolo todo con él. Incluida la decoración. Su rostro estaba en penumbra, pero el brillo inhumano e hipnótico de sus ojos de escualo se hacía presente de forma palpable mientras examinaba al recién llegado con vaga curiosidad. En sus enormes manos jugueteaba con un antiguo puñal japonés, opulentamente repujado, que usaba como abrecartas y que sus subordinados habían aprendido a temer. Una daga cuyos reflejos metálicos iluminaban fugazmente sus pétreas facciones. Al recién llegado no le pasó inadvertido que faltaban dos dedos de su mano izquierda. Conocía bien el significado de aquella mutilación. Por un momento, se preguntó qué insondable capricho de la genética o de la fatalidad podría haber dado lugar a un ser semejante. Con su enorme envergadura, su mera presencia parecía magnetizarlo todo, como un enorme planeta oscuro que tuviera su propia gravedad. Tras un breve silencio, la voz de Katsuo se dejó oír, punzante y afilada como el puñal que sostenía en sus manos.

―Su padre sirvió fielmente al clan Nakashima hasta el mismo día de su muerte. Era un auténtico yakuza.

―El señor Takeshi viene precedido de toda una reputación y posee inmejorables referencias. ―Apuntó Taggart.― Ha ejercido diez años en Los Ángeles con las mejores firmas de abogados y sus conocimientos legales tal vez nos podrían ser de utilidad. ―Taggart se acercó a Katsuo con el dossier en la mano, dejándolo sobre la mesa.― Me permitiría incluso recomendar su traslado al equipo legal que trabaja en estos momentos en la isla de Okkaido encargándose provisionalmente de apoyar...

Katsuo formaba una tienda de campaña con los dedos, mientras escuchaba en silencio el discurso de Taggart. La sombra inundaba las cuencas de sus ojos mientras parecía reflexionar. De pronto, sin previo aviso apartó de un brusco manotazo el dossier, tirando todos los folios por el suelo. Ray se alejó prudentemente.

―No. Ya tenemos suficientes abogados en nómina. En este momento, el clan necesita guerreros. Guerreros japoneses como su padre. El señor Takeshi ha pasado demasiado tiempo ocupado lejos de Japón. Debió haber permanecido allí.

Katsuo depositó el puñal sobre la mesa e hizo gesto de que se fueran, dando por acabada la reunión.

—Envíenlo de vuelta a América. No es digno de nosotros.

Taggart suspiró aliviado. Estaban a punto de marcharse cuando, atónito, vio como Takeshi se volvía bruscamente y avanzaba hacia Katsuo con la determinación del kamikaze dibujada en su rostro, con una expresión que ignoraba por completo el temor o la vacilación. Los cuatro guardaespaldas reaccionaron al unísono, cargando simultáneamente sus metralletas y apuntándole al corazón. Sus dedos estaban apoyados en el gatillo, pero Katsuo, intrigado por la insólita actitud del desconocido, los detuvo con un gesto de su mano. Takeshi, ignorando los cuatro cañones que le apuntaban, se despojó violentamente de su chaqueta y corbata, arrancando los botones de su camisa, para descubrir un musculoso torso cobrizo, decorado con un enorme tatuaje de dos dragones enfrentados que cubría la casi la totalidad de su pecho y espalda. Acto seguido, se acercó en silencio hasta la mesa y sosteniendo sin vacilar la inhumana mirada de Katsuo, tomó en sus manos el puñal que había sobre el escritorio. Lo desenfundó lentamente, con un sonido metálico que se dejó oír en toda la sala. Luego extendió su mano izquierda sobre la madera y sin dejar de mirarle en ningún momento, clavó en el dorso de su mano el puñal de un golpe seco, con fuerza inusitada, atravesándola hasta clavarse en la durísima mesa de caoba. Su rostro relajado no expresó dolor o cambio alguno. Acto seguido, se arrodilló ante él. «Mi vida y mi alma al servicio del clan, Oyabún. El clan, o mi muerte.»

Los ojos de Katsuo emitieron un fulgor especial al escuchar esta última palabra. La mirada del otro apuntaba ahora al suelo, en señal de reverencia y sumisión. Katsuo extendió su enorme garra, arrancando sin esfuerzo el puñal de la mesa, sobre la que empezaba a formarse un charco de sangre. Lentamente acercó el filo hasta el cuello de Takeshi, justo sobre la yugular. Pero el desconocido no hizo gesto alguno de apartarse. Todos los presentes en la sala lo dieron ya por muerto, preparándose para la desagradable escena que vendría a continuación. Pero en lugar de ello, Katsuo envainó el puñal, lo depositó sobre la mesa y volvió a formar una ojiva con los dedos.

«Levántate, Takeshi-san,» dijo, a lo que añadió, en tono ceremonioso, «pues en este día, has sido aceptado entre nosotros. Desde ahora y en adelante, deberás obediencia a la Ikka y al Oyabún. Aunque tu mujer y tus hijos mueran de hambre, deberás lealtad a la Ikka y al Oyabún. Desde hoy en adelante, no tendrás otro quehacer hasta el día de tu muerte. El Oyabún será tu único padre y tu única madre, y le seguirás a través de incendios e inundaciones.»

Katsuo miró directamente a Taggart, que estaba de pie, atónito, junto a la puerta del ascensor.

―El señor Takeshi ha sido admitido como miembro del clan de pleno derecho. Será destinado a tu equipo de abogados. Desde este momento será tu kohai, y tu ayudante personal. Marchaos.

Mientras el ascensor descendía, Ray, visiblemente contrariado, se aflojaba el nudo de la corbata al tiempo que prendía, con manos temblorosas uno de sus cigarrillos franceses.

―Le felicito señor Takeshi, ha sido todo un golpe de efecto. Arriesgado pero muy efectivo, debo reconocerlo. Casi me da un ataque, por amor de Dios.

Takeshi vendaba cuidadosamente su mano herida con un pañuelo al tiempo que, con tono calmado, respondía a un sudoroso Taggart:

―No tuvo nada que ver con eso, Taggart-san. Temo que aún no lo haya entendido del todo.

―¿Ah, no? Vaya, muy bien, ¿y a qué ha venido ese numerito del faquir entonces?

―Creo que hay ciertas cosas en mi país que son difíciles de entender para un gaijin, Taggart-san.

Ray prefirió ignorar el tono vagamente despectivo de su réplica, al que estaba ya más que acostumbrado. A medida que el ascensor bajaba, Taggart se fue serenando y recuperando su nivel habitual de diplomacia, al fin y al cabo, iba a tener que trabajar con él. Era evidente que lo había subestimado. No volvería a cometer tal error. Antes de que el ascensor tocara tierra, ya se había secado el sudor, recuperado su sonrisa profesional e incluso se interesaba por el estado de su herida. Antes de despedirse le invitó cordialmente a cenar en su casa, con su mujer y su hija, para que pudieran conocerse mejor. Después de todo, el japonés no tenía por qué ser un obstáculo. Era evidente que era un fanático y como cualquier exaltado, si aprendía a manejarlo, tal vez pudiera serle útil. Incluso podría convertirse en un excelente cabeza de turco en el plan que se proponía llevar a cabo. En el exterior, la tormenta comenzaba a alejarse hacia el mar.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page