Ninja

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Capítulo 5

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El descanso del guerrero

 

En occidente, las autoridades policiales solían admirarse de que en un país como Japón, poseedor de la red mafiosa más extensa del planeta con más de ochenta mil miembros conocidos, el nivel de criminalidad callejera fuera tan irrisoriamente bajo. A menudo, los trajeados salarymen amanecían durmiendo la mona en cualquier esquina tras una noche de juerga usando sus costosos portátiles a modo de almohada, sin el menor temor a que nadie los sustrajera. Podías pasear con total seguridad a casi cualquier hora sin ver a temblorosos junkies disputarse las esquinas o a prostitutas semidesnudas haciendo la calle al estilo de Sunset Boulevard. La razón, como casi todo en el país del sol naciente, tenía que ver con el control. La escoria sabía bien que el dominio del crimen organizado pasaba invariablemente por manos de los hombres tatuados, quienes a menudo cumplían la función de ente parapolicial que mantenía limpias las calles. Así, al contar, nunca faltaban manzanas y, en consecuencia, nadie se quejaba. Pero por descontado, en todo cesto siempre hay alguna manzana podrida. Y esta en concreto, se llamaba “King” Takumi.

A sus diecinueve años ya se había agenciado una buena clientela, vendiendo marihuana y pastillas de metanfetamina a los estudiantes de un exclusivo colegio metropolitano, usando como oficina los lavabos de un centro comercial cercano. Aquel día había sacado suficiente pasta como para volver a casa temprano y jugar el resto de la semana a la videoconsola. El jovenzuelo estaba ansioso por pisar la calle y estrenar el flamante monopatín que acababa de comprar en la tercera planta cuando vio algo que le estropeó la mañana. A través de uno de los espejos convexos de las cámaras de seguridad, pudo atisbar de reojo a un individuo delgado y trajeado con gafas de sol, que le venía siguiendo. Y sabía bien que eso eran muy, muy malas noticias.

Takumi esperó conteniendo el aliento hasta cruzar las puertas de salida del centro y justo entonces, en un solo rápido movimiento, lanzó el monopatín al suelo y saltó encima, propulsándose con la otra pierna calle abajo. De inmediato, el joven del traje negro reaccionó echando a correr tras él con toda la fuerza de sus piernas. «Poco sabe este sucio bakuto que fui campeón de skateboard tres veces antes de cumplir los dieciséis». Pensaba mientras aceleraba vertiginosamente tras girar la esquina del centro comercial. Sabía que, si conseguía llegar a los aparcamientos con su acentuada pendiente hacia la carretera, estaría salvado. Y el delgado y jadeante yakuza que le seguía a duras penas, no parecía precisamente una gacela, pues ya le llevaba media calle de ventaja y aún no se estaba empleando a fondo. «¡La próxima vez deja de fumar, bakuto de mierda!» Le gritó agitando la mano en gesto obsceno, mientras se volvía desternillándose para asegurarse que aún seguía lejos. Estaba a punto de alcanzar la salvadora cuesta del parking, cuando algo dolorosamente sólido se interpuso entre sus ruedas y la libertad. Un pesado bate de béisbol salido de la nada, apareció horizontalmente tras la esquina para aplastarle las costillas, deteniendo su huida en pleno aire.

Mientras el infortunado patinador, hecho un ovillo, se retorcía de dolor en el suelo intentando respirar con las costillas rotas, su joven perseguidor, mucho más entero de lo que antes parecía, se detuvo a su lado y se atusó el tupé con una media sonrisa, que se esfumó al dirigirse a él con voz severa:

―Vale; dame el ticket de compra del monopatín.

―Pero... ¿qué…qué dices? ―Preguntó un confundido Takumi tosiendo.

Rocky Yoshikawa, negando con la cabeza con una cómica mueca, respondió a su pregunta con una sonora y dolorosa patada a sus costillas fracturadas.

―Te he dicho, saco de mierda, ―insistió mientras recogía el monopatín del suelo, sacudiéndole el polvo― que me des el puto ticket de compra de este monopatín.

Escupiendo sangre, el joven traficante rebuscó en su bolsillo y le entregó un arrugado papel, que Rocky comprobó con expresión satisfecha. «¡Genial!», murmuró sonriente.

―¿Puedo preguntar para qué diablos quieres ese monopatín? ―preguntó Tetsu echándose al hombro el pesado bate de béisbol.

―Es para el chico, ya sabes.

―Por amor de Dios, tiene cinco años, ese trasto es casi más grande que él.

―Yo diría que conozco a mi hijo un poco mejor que tú. Además, los críos crecen, ¿o no?

La enchaquetada pareja mantenía la conversación con la indiferencia de la cotidianeidad ignorando por completo al malherido traficante que les miraba desde el suelo con expresión desencajada.

―Tú sabrás. ―Concluyó Tetsu, dándose la vuelta para irse― ¿Necesitas ayuda con este, o te espero en el coche?

«¿Estás de broma?», respondió Rocky con media sonrisa, mientras ajustaba sobre sus guantes de cuero un metálico puño americano, apretándolo con fuerza. Una de las primeras cosas que Rocky aprendió sobre su estremecedor oficio es que, si vas a molerle los riñones a alguien a puñetazos, es mejor apretar los puños con todas tus fuerzas. El hueso de la pelvis es más duro de lo que parece y, si dejas la mano floja, te romperás la muñeca. Por desgracia para el camello que miraba sus puños con auténtico terror, hacía años que Rocky daba palizas como un profesional consumado. Al llegar frente a su casa una hora después, el Mustang negro de Tetsu se detuvo un momento para permitir apearse a su compañero. Rocky tomó el monopatín en una mano y una bolsa negra de deportes, que extrajo del maletero, en la otra. Tetsu bajó la ventanilla y se dirigió a él desde el coche: «Te recogeré mañana a las ocho. Y límpiate esa sangre de la camisa si no quieres que Asami te enseñe cómo se da una paliza de verdad.» Rocky se despidió con la mano del hombre que era su mentor, su compañero y su amigo. El mismo al que había odiado con todo su inquina, al que aprendió mas tarde a respetar y, finalmente, a apreciar como a un hermano. Pero a quien jamás, ni un solo día, había dejado de temer. En aquellos cinco años, su compañero de armas le había salvado la vida en más de una ocasión, habían arriesgado el pellejo juntos y le había cubierto las espaldas cada vez que su inexperiencia había puesto en peligro alguna misión.

Pero al igual que aquella primera noche, la de su amargo bautismo, Rocky sabía sin lugar a dudas que, si algún día el objetivo era él mismo, el dedo del “Dragón de piedra” no vacilaría en apretar el gatillo. El tiempo y la cercanía de la muerte propia y ajena le habían hecho aceptar aquella cruel paradoja y aprender a vivir con ella. Al entrar en el sucio recibidor del inmenso enjambre de apartamentos donde vivía, tras comprobar que no había ningún vecino, se cambió rápidamente la camisa por otra limpia. Luego llamó al ascensor. El elevador, tapizado de grafitis, aún conservaba intacto medio espejo. En él se observó de refilón mientras se remetía la camisa dentro de los pantalones. Echó un vistazo a las ojeras bajo sus ojos. Estaba cansado y necesitaba dormir.

Los trabajos como el de aquella tarde eran sus favoritos: patear el culo a la escoria que vendía droga a los niños, a acosadores o a algún violador ocasional, eran encargos que podía cumplir sin sentirse vacío y enfermo. Pero sabía que no siempre era así y había acabado por aceptarlo. Los días en los que vomitaba al llegar a casa quedaban ya lejos. Aquel largo lustro en compañía del implacable Tetsu, había hecho encallecer algo mucho más necesario para su supervivencia que sus propios nudillos. Ahora su mirada tenía algo en común con la de su mentor. Había llegado a la misma amarga conclusión a la que llegó muchos años atrás el mismo hombre que le enseñó. El único modo de no volverse loco era no sentir nada.

La funesta noche en que apuñalara a “Bola de nieve”, su amigo de la niñez, en aquella sucia caseta, pensó que era lo peor que había hecho en su vida y lo peor que haría jamás. Pero estaba muy lejos de saber lo errado que estaba. En aquellos cinco años había hecho cosas en las que había aprendido a no pensar. Mientras buscaba las llaves del piso en su bolsillo, sin saber por qué, recordó que de niño, las películas que solía ver no eran las mismas que fascinaban a sus compañeros, aquellas abigarradas reposiciones en tecnicolor con monstruos de gomaespuma devastando un Tokio en miniatura. Su favorita era, en cambio, “Un invierno con Nibori”, un insulso melodrama familiar, y su escena predilecta aquella en la que el padre volvía sonriente a casa para abrazar a su hijo y jugar con él. Su madre jamás entendió por qué cada noche, al volver del trabajo, encontraba aquella vieja cinta olvidada en el vídeo, ni tampoco lo preguntó. El pequeño Yoshi, mucho antes de llamarse Rocky, era del todo incapaz de imaginar cómo sería abrazar a su verdadero padre al volver a casa. Para él, aquella escena era tan irreal y remota como el propio Godzilla. Y cada tarde, al quedarse solo, sin conciencia real del motivo, visionaba aquel filme una y otra vez. Recordaba nítidamente aquella amargura sorda en la vacía sala de estar. Esa aflicción que le invadía de golpe, sin saber siquiera lo que le pasaba, cuando aún no tenía edad para entender siquiera por qué estaba abatido. Aquel extraño sentimiento de consuelo al ver a otros niños subir al coche con sus padres al salir de clase. Como si al mirarlos alguna partícula de ese amor ajeno llegara hasta él, flotando en el mismo polen que sin verlo, le hacía estornudar. Girando al fin la llave con su dolorido puño apretado, concluyó que preferiría morir ahogado en su propia sangre como el pobre “Bola de nieve”, que permitir que su pequeño Yoshi pasara por aquello

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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