Ninja

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Capítulo 6

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Los honorables proscritos

 

Habilitada en uno de los pisos intermedios de la inexpugnable atalaya conocida como Torre Nakashima, la sala de juntas del clan era una extensa y alargada habitación de austera elegancia oriental. Sentados en cuclillas alrededor de una larga mesa japonesa de madera en sillones bajos de alto respaldo, se reunían los principales jefes del hampa nipona pertenecientes a clanes afines a los Nakashima de dentro y fuera de la ciudad. Al otro lado de las paredes de vidrio brillaban las luces de los rascacielos de Shinjuku. En el interior, el olor acre a tabaco de picadura impregnaba el aire. Tatuajes barrocos de belleza inaudita asomaban orgullosos bajo las mangas de trajes de Dior o Armani. Manos nudosas que exhibían llamativos anillos de oro junto a dedos amputados por la implacable ceremonia del yubizume. Pocos conservaban intactas todas sus falanges, nadie era infalible. Ni siquiera Katsuo. Viejos camaradas de armas durante la Gran Guerra conversaban animadamente sobre temas cotidianos de una sordidez extrema para un no-yakuza. Capos de largo historial delictivo pasados de los cincuenta, hombres fornidos en su mayoría, que no habían ascendido por su preclara inteligencia sino por su destreza en el ejercicio de la barbarie. Miradas arrogantes encallecidas por la rutina de la muerte y ojos acostumbrados a ver, oír y callar, porque el silencio era el principal mandamiento de la yakuza. Y aquel que lo incumpliera, podía darse por muerto.

Al fondo de la sala flanqueado por cuatro guardaespaldas armados, una imponente figura presidía la mesa. Un simple carraspeo le bastó para que el silencio absoluto se adueñara de la enorme habitación y todas las miradas se clavasen en su rostro, exageradamente atentas. Katsuo empezó a hablar y todos escucharon. Sentados a su diestra se hallaban tres hombres llamativamente trajeados, de pómulos cobrizos y rasgos asiáticos continentales, que portaban maletines sobre sus rodillas. El trío escuchaba en silencio, asintiendo a ratos, el soliloquio del Oyabún, con solemne semblante. Eran los tres emisarios llegados directamente de Hong Kong para asistir a la reunión extraordinaria convocada por Katsuo. Pertenecían a los Tong de China, la infame mafia asiática que controlaba el crimen y la droga en cada puerto de su vecino continental. Los tres obedecían a los Dragones Negros, el clan liderado por Tchai-Lang Simoya, un nombre tan temido y respetado como el de su colega yakuza en todo el sudeste asiático. Katsuo explicó al detalle el modo en que pretendía establecer un primer acercamiento con las bandas mafiosas de Hong Kong, que acabaría con años de inútil rivalidad y competencia, para atender a un objetivo común: la creación de un “puente de la droga y las armas” que uniera cada ciudad portuaria del sudeste asiático con las costas japonesas. El poder del clan Nakashima garantizaría la no intervención policial, a cambio del control parcial de la zona de influencia de Tchai-Lang. Beneficios mutuos y un mayor poder y control. El discurso fue breve y seguido de una ronda indiscriminada de aplausos. Una ovación bruscamente interrumpida por el seco sonido de un disparo.

De pie ante la puerta abierta de la sala de juntas, vestido con un traje arrugado sobre la camisa abierta, un tembloroso y enfurecido Kenshiro Nakashima sostenía un revólver aún humeante en su mano. Tenía el rostro congestionado por la indignación y el alcohol, y llevaba una cinta blanca atada sobre la frente con un lema patriótico escrito en rojo. Gritando en su áspero japonés, gutural como el ladrido de un dóberman, el Oyabún dictaba duras consignas en contra del enemigo asiático al tiempo que se golpeaba el pecho advirtiendo a su inexpresiva audiencia de las fatales consecuencias que tendría una indigna alianza con los perros de la guerra de Tchai-Lang. Dos guardaespaldas aparecieron de inmediato por detrás, arrebatándole la pistola y llevándoselo de la sala pese a sus inútiles forcejeos. «¡Aún sigo siendo Kenshiro Nakashima!» Fue lo último que gritó antes de que las puertas se cerraran y un tenso silencio volviera a dominar la sala de nuevo, como un material tangible y asfixiante. Los líderes yakuza se miraban entre ellos sin atreverse a hablar, mientras los tres emisarios Tong, se levantaban cautelosamente del suelo, donde se habían arrojado al oír el disparo. Cuchicheaban nerviosamente entre ellos en chino mandarín, indignados y furiosos ante el evidente conflicto de liderazgo de sus futuros socios nipones.

Una helada mirada de Katsuo bastó para aclarar todas sus dudas y de paso, congelarles las vocales en la garganta. El resto de la reunión transcurrió como si nada hubiese ocurrido. A su término, cuando todos se hubieron ido, un emisario comunicó a Katsuo que el Oyabún había desaparecido, matando a un guardia con su propio revólver. «Encontrad a ese borracho y traedlo de vuelta.» Fue su único comentario, pero sabía que le gustara o no, era hora de tomar una decisión definitiva respecto a Kenshiro.

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