Ninja

Ninja


SEGUNDO INTERLUDIO » Capítulo 1

Página 12 de 28

 

 

SEGUNDO INTERLUDIO

(CINCO AÑOS ANTES)

Capítulo 1 de 4:

“Tukusama”

 

Lo primero que percibí al despertar de la anestesia, fue una lejana y confusa cacofonía de impactos de madera contra madera, seguido de una distante voz en japonés que no acerté a entender. Lo segundo, un calor asfixiante en todo mi cuerpo y un escozor que torturaba cada poro de mi piel. Cuando al fin despegué los párpados, la luz me hirió pese a que la habitación estaba sumida en una dócil penumbra. Aún antes de abrirlos, ya adiviné el motivo del picor y el sofocante calor: estaba envuelto de pies a cabeza en prietas vendas de gasa blanca, como una momia egipcia.

Durante los primeros cinco segundos, una aguda sensación de claustrofobia hizo que mi corazón se acelerara y el sudor empapara el vendaje. Lentamente, me forcé a respirar profundamente, hasta que la taquicardia fue remitiendo. Miré alrededor nerviosamente tratando de adivinar dónde diablos estaba. Sobre mi frente vendada, en el techo, giraban sin prisa las aspas de un vetusto ventilador colonial, que hacían mecerse mansamente las cortinas de gasa del ventanuco que había sobre el jergón donde descansaba. La habitación era angosta, con paredes recubiertas de una fina esterilla de mimbre trenzado. Frente a mí, había un viejo y gastado panel deslizante de shoji que cerraba el habitáculo. El ruido de los golpes cesaba y se reanudaba cíclicamente. Sabía que lo había oído antes en alguna parte, aventuré que quizá en una carpintería o aserradero. Definitivamente, aquello no parecía el pulcro y aséptico estilo de Sakata.

Una sed abrasadora incendiaba mi garganta. Intenté abrir la boca para hablar pero un punzante dolor en los labios me lo impidió y solo conseguí exhalar un sordo murmullo gutural. Supongo que debí hacer ruido, porque pronto oí pasos que se acercaban y la sombra de una figura delgada se dibujó tras la mampara, seguida de un muchacho que portaba una bandeja. «Vaya, al fin ha despertado, señor Parker. Ha dormido más de veinticuatro horas. Empezábamos a preocuparnos.» Fue al oír su voz cuando advertí que no era un muchacho, sino una chica muy joven la que me hablaba en perfecto inglés. Llevaba el pelo corto e iba peinada como un chico, aunque sus rasgos eran claramente femeninos. Volví a emitir un quejido apagado, intentando decir algo. Se acercó para arrodillarse junto al jergón sin soltar la bandeja. «No intente hablar, señor Parker», advirtió. «Si puede oírme, parpadee. Eso es. No puede hablar porque tiene los bordes adyacentes de sus labios cosidos. Las suturas se caerán solas a las cuarenta y ocho horas, hasta entonces, tomará solo alimentos líquidos con esta pajita. Parpadee de nuevo si tiene sed. Bien. Parece que está sediento.» Me dio algo que parecía limonada y bebí con avidez, preguntándome cómo diablos hacerle saber que no sabía dónde diablos estaba cuando ella misma respondió a mi pregunta con una voz modulada y serena.

«Supongo que se estará preguntando dónde está. Se halla en el Dojo Tukusama, en Kioto. Es una escuela de Kendo regentada por mi padre, el honorable sensei Tukusama. Mi nombre es Kokoro, y, desde ahora hasta que se recupere, seré su enfermera.» Entendí entonces por qué el sonido me resultaba tan familiar. Fue el mismo que oí en el club deportivo al pasar junto a las clases de esgrima para ejecutivos, camino de mi último partido con Taggart.

«Cuando Sakata le trajo a nosotros, aún estaba inconsciente», relató desapasionadamente. «Ha dormido desde entonces. No sé qué le han hecho, tampoco quién es usted, ni me importa. Pero sea quien sea, es evidente que han acordado esconderle aquí hasta que se recupere. Dentro de unas semanas, le retiraré los vendajes y veremos cómo ha quedado. Entonces podrá marcharse.» Traté de incorporarme sobre la cama, para descubrir que alguien se había llevado los músculos de mi abdomen y mis piernas, y volver a caer sobre el jergón. «No trate de moverse. Aún está demasiado débil. Dejaré junto a usted esta campanilla. Cada vez que necesite algo, no dude en hacerla sonar. No sienta vergüenza por hacerlo.» La joven se levantó y se fue, dejándome de nuevo solo en la habitación. Hubiera dado la maldita paga de un año, qué digo, habría dado todo el maldito dinero de Fort Knox porque alguien me hubiera rascado la espalda.

Ahora debo llevar aquí una semana, aunque no podría asegurarlo con certeza. Las horas aquí dentro se hacen eternas y ni siquiera creo que sepan qué es una televisión. He acabado por acostumbrarme a las vendas hasta tal punto que se han convertido en una segunda piel. Las aspas giran hipnóticamente sobre mi cabeza hora tras hora, apenas refrescan el ambiente, pero me ayudan a dormir, que es lo que hago la mayor parte del tiempo. Mis sueños y yo seguimos atrapados en un limbo espeluznante donde cada noche nos visita Hiyori. Unas veces se ahoga en el barro ante mis ojos pero no tengo brazos para socorrerla; otras, sueño con que me arranco el vendaje y tengo la cara horriblemente desfigurada, entonces me despierto con las vendas empapadas. Kokoro ya se ha acostumbrado a mis constantes pesadillas. Anoche quiso saber más:

—¿Qué aparece en tus pesadillas?, ¿qué es lo que te hace gritar de esa manera?

Me lo había preguntado de forma tan directa que no me quedó más remedio que contestar: «En mis sueños veo morir a alguien, una mujer a la que conocía.» Respondí. Kokoro me miró de soslayo con rictus inescrutable. Pareció dudar antes de hacer la siguiente pregunta pero, cuando la formuló, su tono fue firme. Esperaba una respuesta. «En televisión aseguran que eres un asesino, ¿es cierto?», preguntó escrutándome, «¿mataste tú a esas dos mujeres?» Su mirada se clavó en mí sin parpadear. Tuve la corazonada de que si mi respuesta no le satisfacía, podía darme por muerto. «No», respondí al fin. Sus intensos ojos oscuros me escrutaron aún unos segundos más, antes de pronunciar su veredicto. «No tienes ojos de asesino», sentenció, «he conocido a muchos y tú no tienes esa mirada. Y supongo que, si lo fueras, Sakata no te habría traído aquí.» «¿Qué habrías hecho si te hubiera dicho que sí?», inquirí. Aquella vez su enigmático silencio al marcharse fue mucho más elocuente que sus contadas palabras.

Pronto mis músculos volvieron a responder y reuní fuerzas para bajar hasta el gimnasio, espoleado por la necesidad de observarlo más de cerca. El Dojo olía a madera y sudor rancio. Comparada con el cuchitril donde dormía, parecía tan amplio como un estadio. La sala propiamente dicha era un rectángulo de madera de pino que brillaba al amanecer, con su revestimiento de laca clara. Allí había doce individuos ataviados con kimonos oscuros, de camisa azul y faldón negro, que les llegaba hasta los tobillos. Formaban dos largas hileras enfrentadas y cada cual enarbolaba a dos manos una suerte de palo de bambú rematado por una empuñadura circular similar a una espada. Aquello era una clase de esgrima japonesa tradicional. Los luchadores tendrían entre veinte y treinta años, y todos eran nipones. Un individuo vestido de gris se mantenía erguido entre ambos grupos. Le rodeaba un halo de austera autoridad que yo percibía incluso desde la distancia a la que me hallaba. Era de baja estatura y muy delgado, con el pelo completamente blanco, hirsuto, casi rapado; de rostro escueto y curtido, su tez estaba surcada por profundas arrugas que partían de sus ojos para arrasar el rostro transversalmente. La frente parecía dividida en dos por una hendidura vertical que surgía de su entrecejo, petrificándole el rostro en un rictus implacable. Se diría que aquel hombre hubiera existido mil años y en su cara se hubieran cincelado las batallas que había presenciado, como marcas arañadas en la pared de una mazmorra.

Durante la posterior clase de kárate, el sonido del bastón del sensei golpeando el tatami, resonaba en el Dojo como un eco apagado por el sonido simultáneo de los karatekas moviéndose como un solo hombre, ejecutando un complicado kata. Cada uno de aquellos cultivados cuerpos se movía con la elegancia con que nadan los tiburones en un acuario; parecía que no ejecutaran un movimiento preestablecido, sino que fuesen poseídos por el movimiento en sí. Aquello no tenía nada que ver con el boxeo. Era muy diferente. Hasta un tipo como yo podía entenderlo. Me hipnotizaba sobremanera la concentración inalterable de sus miradas, emplazadas más allá de toda duda, de toda vacilación. Una máquina perfecta. Como los autómatas de Sakata. En medio de ellos, resonaba la voz gutural del sensei.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page