Ninja

Ninja


SEGUNDO INTERLUDIO » Capítulo 2

Página 13 de 28

 

SEGUNDO INTERLUDIO:

Capítulo 2 de 4:

“El bosque de los susurros”

 

Cada día que pasa voy sintiendo cómo aumentan mis fuerzas, así que he tomado la costumbre de bajar cada mañana a ver de cerca los entrenamientos. Los alumnos me miran con curiosidad y recelo, pero nadie pregunta, lo que en parte, resulta muy esclarecedor. Es evidente que el Dojo Tukusama no está abierto al público como una escuela de lucha al uso. Los que allí acuden son ya expertos karatekas y espadachines consumados. Intuyo que jóvenes yakuza o hijos de empresarios acaudalados, todos japoneses, cuyas habilidades, sin embargo, palidecen frente a la destreza del sensei. El Dojo está situado, o casi debería decir oculto, en lo más profundo del denso bosque de Mishimara, a más de una hora en coche de cualquier lugar habitado.

Esta mañana, harto de mi encierro monacal, decido salir por mi cuenta a explorar los alrededores. Necesito estirar las piernas y alejar de mi cabeza los lúgubres pensamientos que cada noche me atormentan. Me calzo unos zuecos de madera que quizá pertenezcan a alguno de los luchadores y salgo por una puerta lateral para no llamar la atención. Durante al menos una hora nadie me echará en falta. Hace un sol primaveral, puedo sentir su calidez a través de las vendas. Al cabo de unos minutos, dejo atrás el Dojo y me interno en el bosque. Subiendo por la ladera, la arboleda es muy densa; el sol dora sus cimas, mientras que abajo, persiste una luz vaporosa y suave, de profundidad casi acuática. Sin dejar de oír el trinar de los pájaros, avanzo por una senda antigua bajo una luz verdosa. Las ramas de los cedros forman una cúpula y solo en algunos espacios más abiertos se puede ver el cielo, como si se contemplase desde el interior de un pozo. No me había dado cuenta hasta ahora de lo puro que es el aire en este lugar. Ni siquiera echo de menos mis cigarrillos. Me pregunto por qué.

A medida que asciendo por la falda de la colina, voy teniendo mejor perspectiva del lugar en el que me encuentro. Al llegar a un balcón elevado, echo la vista atrás y veo asomar entre el espeso ramaje la punta de una torre formada por varias pagodas japonesas montadas una sobre otra, cada vez más pequeñas, con sus aleros salientes encorvados en las puntas. El Dojo Tukusama. Dejando tras de mí la milenaria residencia de mi anfitrión, me interno en el bosque a paso más ligero. Siento como mi cuerpo se va activando y mis músculos vuelven a responder. A medida que avanzo por la húmeda selva, los sonidos y olores del bosque me rodean cual manto protector. Por alguna razón, este lugar me hace sentir seguro, protegido, como un animal más. Dos notas se superponen en la sinfonía: el canto del agua de un arroyo cercano que no logro situar y el viento susurrando en las ramas, acariciando el suave manto de musgo que lo cubre todo, las cortezas de los árboles, las piedras, incluso el suelo. De pronto me detengo y me siento en la hierba en mitad de un claro del bosque, jadeando sudoroso por el esfuerzo de mi aún débil musculatura. Por un segundo me hago consciente de dónde estoy y me resulta difícil entender los intrincados caminos que me han traído hasta aquí.

Este solitario paseo es un remanso de paz en la violenta secuencia que ha sido mi vida últimamente. Demolidos todos los cimientos que creía seguros, hasta mis propios principios vitales, si alguna vez los tuve, ahora ya no tengo lugar alguno al que volver. Tres nombres se repiten en mi mente contra mi propia voluntad: Taggart. Katsuo. Kenshiro. Como una gota de ácido sobre mi frente, cada segundo, de cada minuto, de cada maldita hora. Ya no puedo elegir, ni quiero. Solo seguir adelante.De pronto, un sonido de ramas rotas me sobresalta y me giro para descubrir, atónito, a solo diez metros de mí, las inquietas siluetas de dos jóvenes ciervos salidos de entre la espesura. Los animales se paran y me miran con curiosidad, olfateando el aire, captando mi olor. Uno de ellos se marcha corriendo y desaparece en la enramada. Inopinadamente, el otro se aproxima a mí muy despacio, tímido y receloso. Sus bellos y enormes ojos me miran, curiosos, ladeando la cabeza, tan cerca que casi puedo tocarlo. Nunca había visto un animal de este tamaño tan de cerca. Es una sensación extraña, casi mágica.

Me llevo la mano al bolsillo de mi yukata gris, buscando algo de comer para ofrecer al animal, cuando, súbitamente, algo aprieta mi hombro dolorosamente, con tal fuerza de presión, que paraliza por completo mi brazo y la mitad de mi espalda, haciéndome clavar la rodilla en el suelo. A mi oído, la joven voz de Kokoro me susurra: «No debe darles de comer, señor Parker. Estos animales son salvajes. No nos necesitan.» La mano de la chica libera al fin mi hombro, para acariciar la cabeza del ciervo, que se acerca a ella sin temor alguno. «¿Ve esa fina franja blanca allí, junto a la testuz?», continúa, mientras me mira sonriente y relajada, por primera vez desde que la conozco. «No hallará esa marca fuera de estos bosques. Este es un ciervo shika sutendogurasu. Una cierva, en realidad. Esta especie es autóctona de esta zona de Kioto. Ellos son el alma secular de este lugar.»

―Parece que te gustan los animales. ―Apunto intentando obviar el dolor de mi hombro derecho.

―Son mucho mejores que la mayoría de las personas que conozco. ―Responde ella sin mirarme, mientras abraza sin reparos al animal.

Más allá del rictus severo, acaso heredado de su padre, y de la evidente tosquedad de sus maneras, hay en su gesto una frescura e inocencia que no son fingidas. Adivino que Kokoro ha debido pasar demasiado tiempo aislada del mundo y de la gente de su edad en estos bosques. No sé qué me sorprende más, si la fuerza inhumana de sus finos dedos o el hecho imposible de que se haya materializado a mi lado cuando, un segundo atrás, no había nada en cien metros a la redonda. Ni siquiera me he preguntado aún por qué diablos el ciervo tampoco la oyó, ni la vio llegar.

―¿Sabe, señor Parker? Mi padre dice que los antiguos consideraban a los ciervos mensajeros de los dioses. Para muchos, aún son animales sagrados. ―Sonríe mientras el animal se acerca y olfatea las vendas de mi cara sin la menor timidez.― Parece que a ella le gustas.

―Creo que está más interesada en la comida que llevo en el bolsillo ―aclaro.

―O acaso piense que también tú seas un mensajero de los dioses. ―contesta la joven.

―Solo tengo un único mensaje que entregar, Kokoro. ―Aclaro mientras mi rostro se crispa― Y te garantizo que a aquellos que lo reciban, no les gustará.

La joven da un suave palmetazo en el lomo del animal, que se marcha ágilmente por el mismo hueco en la espesura donde desapareció su compañero. Kokoro y yo quedamos a solas, sentados en mitad del claro del bosque. Sobre nosotros, las nubes discurren sin prisa en un cielo de intenso color añil. Me dejo caer de espaldas sobre la hierba y cierro los ojos, oyendo el susurro del viento en las hojas. Siento los ojos de Kokoro sobre mí, escrutándome.

―¿Cómo pudiste hacer eso de antes? ―Pregunto al fin, rompiendo la magia.― ¿Cómo es posible aparecer de la nada de esa forma?, ¿acaso puedes hacerte invisible?

―Lo que es visible o no depende tan solo de hacia dónde dirijas tu mirada. ―Su rostro ha retomado su habitual seriedad mientras me mira. Se diría que su voz perteneciera a alguien mucho mayor― A menudo solo verás aquello que te empeñes en ver. Para el resto estarás ciego, aunque lo tengas delante de ti. ―Responde mientras me mira.

―Aquello que hiciste antes. ―Insisto sin darme por vencido― ¿Es eso que llaman ninjutsu?

―Mi padre jamás dio nombre a su arte secreto, señor Parker. Su objetivo nunca fue crear escuela, tan solo encontrar su propio camino. Y si se pregunta si aquel se asemeja a lo que practican cada mañana esos necios que tanto le fascinan, la respuesta es no. Ninguno de ellos estará jamás a la altura de recibir su instrucción.

―¿...Por qué me lo has enseñado entonces? ―Pregunto mientras parece dudar.

―Creo que es hora de volver. ―Concluye.

Antes de que tenga tiempo de contestar, Kokoro se pone en pie de un salto, iniciando el camino de regreso. Es tan evidente que desea que la acompañe como que su frase no fue una petición. Con la cabeza bullendo de preguntas, obedezco y la sigo en silencio por el bosque, caminando unos metros por detrás. No creo que nadie pueda culparme por no querer

discutir con ella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page