Ninja

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Capítulo 8

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El vacío emisario de la venganza

 

Tokio, Puerto de Tsukiji: 00:00 h.

El almacén 212 del callejón 13-C estaba situado en una de las terminales más apartadas del puerto, lindando con los antiguos embarcaderos. Era aquella una vieja nave industrial, vasta, oscura y silenciosa con un penetrante olor a salitre y a humedad fruto de años de abandono. En el pasado, había sido uno de tantos almacenes de salazón de pescado y algunos olores aún persistían en el aire como obstinados inquilinos reticentes a marcharse. Las ventanas que daban al callejón lateral habían sido clausuradas toscamente con tablones de madera, dando todo el aspecto de que aún permaneciera deshabitado como lo había estado desde hacía años, pero el local había sido arrendado varios meses atrás por un desconocido japonés que pagó generosamente y por adelantado.

Solo a unos pocos cientos de metros en el exterior, se hallaba el conocido mercado de Tsukiji, donde en apenas unas horas daría comienzo el cotidiano bullicio de las subastas de pescado y marisco. Pero, por ahora, tan solo las olas que rompían en el muelle cercano y alguna sirena distante rompían el silencio de la noche. El ala derecha del enorme almacén había sido parcialmente restaurada y entablada como un Dojo japonés tradicional, estaba enteramente a oscuras a excepción de una enorme pantalla de plasma desintonizada, que sumergía parte del recinto en una vibrante penumbra azulada de ruido blanco. Recortándose contra la gran pantalla se vislumbraba la silueta de un hombre que meditaba arrodillado en la posición del loto; iba enfundado en un traje ceñido de color negro índigo que casi no reflejaba la luz, haciéndolo virtualmente invisible en la oscuridad. El individuo de negro era conocido como Takeshi Kojima y era un yakuza. Pero no siempre fue así.

Una vez fue otro hombre, en un tiempo y un lugar que ahora parecían muy remotos. Una vez amó a una mujer y brevemente tuvo un alma. Mas nada de aquello le importaba ya. Pulsando el botón de un control remoto, el reproductor multimedia se activó con un zumbido y una imagen apareció en pantalla. La escena aparecía confusa y con escasa definición, como si hubiera sido captada por una cámara oculta de seguridad o la lente telescópica de un furtivo paparazzi a cientos de metros de distancia. Era evidente que aquellas eran imágenes tomadas clandestinamente. En ellas aparecía lo que asemejaba ser un Dojo no muy distinto a este, pero en aquel había un hombre japonés gigantesco de al menos dos metros, cuya corpulencia quedaba en parte oculta bajo un amplio kimono negro. El hombre estaba de pie, desarmado y de espaldas a la cámara. Pero no era preciso verle los ojos para sentir su turbadora presencia: era Katsuo. Y no estaba solo.

De pronto, de la oscuridad que le circundaba surgieron varias figuras de negro enarbolando katanas, y empezaron a rodearle. Parecían surgir de todas partes. Eran más de una docena y se movían como una manada de lobos, girando en torno a él. Sin previo aviso, el combate dio comienzo. El primer movimiento fue tan rápido que la cámara ni siquiera pudo captarlo. Baste decir que dos de los ninja se desplomaron al unísono con el cuello roto y Katsuo le arrebató el arma en el aire a uno de ellos. A continuación, todos los demás guerreros se abalanzaron sobre él, atacando a la vez. El combate fue espeluznante y sangriento. Katsuo se movía con la rapidez de una pantera, sin mirar siquiera, repartiendo muerte en cada mandoble. Movimientos imposibles, inimaginables, impredecibles. Ningún ser humano podría hacer eso. Solo un demonio.

Takeshi parecía estudiar con atención cada uno de sus movimientos. Congelaba la imagen y la pasaba de nuevo a cámara lenta, anotando mentalmente cada detalle. Grabándolos a fuego en su memoria muscular. Para futuras referencias. Todo acabó precipitadamente en apenas unos segundos. No hubo piedad. Solo Katsuo quedó en pie, con el kimono ensangrentado pegado a la piel y el rostro perlado de salpicaduras carmesíes, rodeado de los cuerpos literalmente despedazados de sus enemigos. Ninguno había sobrevivido para cobrar la cuantiosa recompensa que el Oyabún había ofrecido por su propia cabeza. Aquellos hombres constituían tan solo un entrenamiento.

Por un instante, la cámara captó su rostro, fugazmente, apenas un segundo. Y Takeshi paró la imagen; pulsó un botón, ampliando y definiendo la imagen progresivamente. El rostro ensangrentado de Katsuo ocupaba ahora la gran pantalla, mirando directamente a la cámara sin saberlo. Aquel rictus era el de alguien transportado más allá del placer, poseído por el gozo ancestral de la matanza, transfigurado en un ángel de la muerte. Takeshi continuó sentado largo rato sosteniendo su mirada inhumana en la oscuridad con la luz azulada de la pantalla reflejándose en su propio rostro. Observaba a su némesis, el ser que años atrás había robado todo el sentido a su vida, intentando en vano penetrar en su interior. Nadie como él conocía su misterioso y letal estilo de lucha, nadie como él conocía de lo que era capaz. Pero ¿cómo penetrar en la mente de un demonio?, ¿cómo anticiparse a él? Takeshi-Dallas se levantó y se dirigió en silencio a un oscuro rincón del Dojo, regresando de allí con una formidable katana prendida del cinto. Con paso firme se plantó en el centro del entablado y se despojó de su camisa negra, inspirando profundamente. Concentrándose. La luna llena penetraba a través de una claraboya en el techo del almacén bañando con su tenue luz el pétreo torso tatuado del guerrero color bronce bruñido. Dos espeluznantes dragones, uno negro y otro blanco, reptaban a través de nubes rojizas por sus fornidos brazos hasta encontrarse en mitad de su pecho, frente a frente, con sus aterradoras fauces enfrentadas, mirándose desafiantes.

Durante los largos y dolorosos meses que tardó en dibujarlo y realizarlo, el anciano maestro tatuador japonés le había explicado a su circunspecto cliente el significado de los dos dragones: Las dos fuerzas opuestas en pugna perpetua; la eterna paradoja de la fuerza imparable y el objeto inamovible. Pero solo obtuvo de su inescrutable pero generoso cliente el más enigmático de los silencios. El espadachín realizó una reverencia al vacío y permaneció allí, de pie en la oscuridad, esperando con los músculos tensos como la cuerda de un arco. De repente, con un solo movimiento fulminante, la katana saltó de su funda aceitada con la rapidez de un relámpago metálico. El luchador quedó congelado en una elegante postura marcial, con la punta de la espada apuntando a un adversario invisible, el rostro en tensión, presto para el combate.

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Entonces comenzó a moverse sobre el tatami, esgrimiendo su sable en la oscuridad, en lo que parecía un complejo Kata. Una majestuosa coreografía de violencia controlada. Era la forma del décimo anillo, representaba la perfección de la disciplina del samurái. Un combate contra un enemigo invisible, quizá el peor de todos: una lucha contra sí mismo. En aquellos cinco años de entrenamiento marcial en las montañas había aprendido algo, tal vez una sola verdad indudable y temible, que albergaba la esencia de su vida y su lucha. Algo invisible, inasible, pero que se traslucía inexplicablemente, en cada uno de sus movimientos. «Si luchas contra el diablo, deberás vestir la piel del diablo; y habrás de bajar al mismo infierno para arrancársela». Tukusama se lo había dicho. También que el día que se enfrentara con Katsuo, sería sin duda, el día de su muerte. Pero Takeshi sabía que ese día llegaría pronto, y no lo lamentaba. «Un samurái debe tener presente de día y de noche que ha de morir.» Había regresado a Tokio para matar a tres hombres. No sabía si lograría finalmente concluir su siniestra gesta y destruir con ellos el clan Nakashima, pero en realidad tampoco le importaba. Se había adentrado hasta el corazón mismo de la oscuridad y seguía avanzando ciegamente hacia la nada, llevado tan solo por un impulso. Aquel envite era lo único importante. No temía morir pues sabía bien que la verdadera muerte era despertar al dolor con cada nuevo amanecer y no saber por qué razón seguía respirando, cuando todo cuanto le importaba había muerto. Había aprendido aquella dura lección hacía ya mucho tiempo en Tennessee, tras el grave accidente que le apartó del boxeo dejándolo tullido en la solitaria cama de un hospital.

Durante aquellos cinco años de entrenamiento secreto en las montañas de Okinawa, el tiempo había sido algo estático, como viajar de noche por una llanura desierta y sin luces. A través de la meditación en condiciones extremas, Kokoro y Tukusama le habían enseñado que el implacable tiempo sería al fin su aliado, pues era un material tan dúctil como la cera templada. Podía extenderse hasta hacerse eterno, o contraerse y dar cabida en un suspiro a toda una vida. A medida que los meses y los años fueron pasando, se fue sumergiendo en una vida monacal disciplinada y rutinaria que jamás había conocido hasta entonces. Una espartana existencia al margen de la existencia misma, donde el combate y el dolor eran una constante cotidiana. Un mundo arcaico, eterno, donde no intervenían la realidad ni el paso del tiempo, solo el acero y el sudor. Hasta que despertó una mañana y se percató de que ya no necesitaría nunca más la perspectiva de una efímera felicidad ni el desvarío pasajero del amor para que su corazón siguiera latiendo con fuerza salvaje. Puede que no tuviera una razón para vivir, pero tenía una buena razón para matar. Y por ahora, eso bastaría. Aquel hombre aprendió a hacer cosas que hasta entonces consideraba inimaginables para un ser humano. Hasta que un día, lo inimaginable se convirtió en posible, y lo posible en rutinario. El Dojo de madera lacada y el poste almohadillado que cada día golpeaba hasta la extenuación más allá del sufrimiento, con obsesiva vehemencia, se convirtieron en la única dimensión de su existencia.

Dallas Parker había planeado su venganza, con el cuidado y la meticulosidad de un maestro de ajedrez. Había cambiado su rostro. Incluso su piel. Había adoptado la identidad de un hombre muerto. Le llevó años encontrar un candidato con el rostro y el pasado adecuados para usurpar su identidad y privarle de su futuro. El verdadero Takeshi Kojima ni siquiera vio venir la hoja de su espada. Valiéndose del soporte polivalente de claves y estructuras que los esbirros de Kenshiro jamás llegaron a encontrar, había accedido a los ordenadores del clan obteniendo la información necesaria, e introduciendo datos falsos que confirmarían la identidad del nuevo miembro de la Yakuza. Hasta los más mínimos detalles. Cinco años después, el momento de la verdad había llegado.

Era hora de ajustar cuentas.

Cuando, al término del kata, la katana rasgó el aire por última vez, Dallas-Takeshi la enfundó en silencio, colocándola con una reverencia sobre un soporte de madera frente al que había una pequeña foto de Hiyori, como un humilde altar erigido a su propio dolor. Caminó hasta una gran mesa con un ordenador y varios instrumentos electrónicos, que asemejaban pequeñas antenas parabólicas, y que se activaron automáticamente a un orden verbal. Ahora su japonés era perfecto. Durante su entrenamiento, Tukusama y su hija le hablaban indistintamente en japonés y en inglés, en un extraño dialecto que hizo asentar su precario uso del idioma, hasta que su pronunciación adquirió la seguridad que correspondía a un nativo. En la pantalla apareció un diagrama electrónico de color verde que representaba un mapa detallado de la torre Nakashima. Sobre este, puntos intermitentes de color rojo, señalaban los micrófonos imperceptibles con los que había sembrado el edificio. El último de ellos lo había colocado bajo la mesa del despacho de Kenshiro, justo en el momento en que se arrodilló ante Katsuo. Eran tan diminutos como un grano de arroz y transmitían vía satélite hasta su mesa todos los movimientos de su enemigo. “Aquel que conoce a su enemigo y a sí mismo no deberá temer el resultado de cien batallas”. Ahora sabía que Kenshiro había desaparecido. O eso creía la Yakuza. Presionando otro botón, un mapa de Tokio apareció en pantalla, con un punto rojo intermitente que se movía hasta detenerse en un almacén cercano al puerto de Tsukiji, apenas a dos kilómetros del lugar donde ahora se encontraba. Takeshi había colocado una trazadora ultrasónica en el coche de Kenshiro gracias a la cual podría localizarle en cualquier momento. Era hora de hacerle una visita al viejo Oyabún. Y preparar su primer movimiento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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