Ninja

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Capítulo 10

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10

Foto de familia

 

Tras un buen rato buscando aparcamiento, estaciono al fin mi flamante Porsche 911 frente a la atestada marquesina azulada de un cine de estreno cerca del edificio Sakamoto. Giro la llave y sé que el potente motor de carreras aún gruñirá enfurruñado por un segundo de más, antes de pararse. A esta belleza le gusta correr y detesta que la contradigan. Aunque a veces sienta nostalgia por mi viejo Cadillac y odie admitirlo, en el fondo adoro este patentado capricho de nuevo rico. Al fin y al cabo, un ostentoso deportivo negro con tapicería de cuero es mucho más apropiado para un yakuza, y a ojos del resto del mundo, eso es lo que soy ahora. Un mafioso amarillo que luce gafas de sol en plena noche.

Contemplo a la gente que sale del cine y consulto mi reloj de pulsera, llego temprano para variar. Aún continuaré sentado con el motor parado cinco minutos más sin decidirme a salir. Desde mi regreso de las montañas de Okinawa, el retorno a la civilización y al lujoso tren de vida, que fuera el móvil de mi existencia hasta hace solo un lustro, me produce un extraño vértigo. Ahora, a menudo necesito el lenitivo silencio de la meditación casi tan desesperadamente como el propio aire. Sin embargo a cada minuto que pasa, mis propias reacciones me sorprenden. «Aún tengo tiempo de fumarme un cigarrillo.» El pensamiento se cuela en mi cabeza casi sin querer. En cinco años en las montañas no había probado uno. Por desgracia, el verdadero Takeshi Kojima debía ser el mejor cliente de la Phillip Morris, por ende, los cigarrillos han vuelto a mi bolsillo para quedarse.

“Proteger la máscara por encima de todo”.

Cada día que transcurre desde mi vuelta a Tokio, noto cómo mis antiguos instintos regresan con fuerza y el viejo Dallas gana terreno en mi interior, y ello me preocupa. Arranco con los dedos el filtro del Marlboro y me lo pongo en los labios. El humo me inunda el paladar dejando ese regusto amargo en la garganta, relajándome, y todo está otra vez en su sitio. Todo excepto una maldita cosa.

Me quito las gafas ahumadas y contemplo ausente por el espejo retrovisor, cómo la luz azul se refleja a intervalos en mi rostro oriental. Cinco años después, sigo sin acostumbrarme. Dudo que lo haga nunca. Es inquietante que en mis sueños aún siga teniendo mi antigua cara. Vuelvo a colocarme las Ray-Ban y me convenzo a mí mismo, por enésima vez, de que Dallas Parker está definitivamente muerto. Solo entonces, salgo del coche. La Torre Sakamoto no es solo uno de los edificios de apartamentos más caros y exclusivos de Tokio. Alojarse aquí permanentemente constituye un símbolo de poder y estatus incuestionable. Treinta y nueve de sus cuarenta pisos albergan a inocentes, respetables y opulentos huéspedes, pero el inquilino del piso cuarenta, no es en absoluto inocente ni respetable. Se llama Ray Taggart y es el bastardo que asesinó a su propia esposa antes de traicionar a su mejor amigo y enviarlo a la muerte. En realidad, es un cadáver ambulante, solo que aún no lo sabe. El portero, un tipo bajito y sonriente, me da las buenas noches y admira el corte de mi traje mientras me dirijo a los ascensores. El vestíbulo es una pura ostentación barroca muy propia de ti, Ray. Siento al subir una mezcla de nerviosismo y rabia contenida ante la perspectiva de volver a verte cara a cara. Cuando te hablé por última vez en la torre de los Nakashima, estaba demasiado ocupado con Katsuo, como para preocuparme por ti, pero ahora es diferente. Debo concentrarme al máximo en interpretar mi nuevo papel en este drama, y dominar mi cólera. Nada debe salir mal.

“Proteger la máscara por encima de todo”.

Más de una vez, he pensado en telefonearte en mitad de la madrugada, en hacerte saber que sigo vivo y que voy a por ti, solo para poder escuchar tu voz temblando en el auricular. Pero no quería que la vieja rata se asustara y huyera. No. Te quiero donde estás, rico y despreocupado, esperando sin saberlo siquiera a que te caiga encima el hacha implacable del verdugo. Espera a ver el final, Taggart; solo espera un poco más. Las puertas del ascensor se abren. Compruebo en el espejo el nudo de mi corbata y me paso la mano por el pelo gris casi rapado. Antes de abandonar el elevador me detengo ante el espejo unos segundos y me concentro en variar la expresión de mi cara, me relajo como Tukusama me enseñó. Dejo de parecer rabioso. Dejo de parecer nervioso como un atracador novato en un 7-eleven. Me esfuerzo en sonreír, hasta estar del todo seguro de parecer inofensivo, amable, incluso encantador. Extraigo del bolsillo del abrigo un paquete envuelto para regalo que he traído como presente. Entonces respiro profundamente, me acerco y llamo al timbre. Un sonriente y hogareño Taggart, me recibe con un cálido apretón de manos. Va vestido con un batín inglés de seda bordado en color plata y no pierde la ocasión de interesarse, una vez más, por el estado de mi mano vendada antes de hacerme pasar al interior. Entramos en un regio vestíbulo con un espejo Art decó y una alfombra persa. A nuestra derecha, varios peldaños de madera conducen a un gran salón dominado por un inmenso cuadro expresionista de color rojo chillón en el que hay esbozadas toscamente varias formas y símbolos. Inevitablemente me fijo en él. Parece otra basura postmoderna residuo de los ochenta, así que debió costarle bastante caro. «Es un Schnabell.» Me aclara antes aún de que se lo pregunte. «Me costó varios millones en una subasta en Sotheby's . Al parecer cosechó muy buenas críticas en la Bienal de Berlín hace unos años.» Le miro asintiendo como un erudito, con pretendida admiración. «Ignoraba que también le interesara el arte moderno, señor Taggart, es usted sin duda un hombre fascinante.» Ray, riendo y negando con la cabeza, me pone la mano en el hombro y jocosamente se desmiente a sí mismo en tono confidencial. «En realidad, todo esto fue idea de Casey. Creo que es el maldito cuadro más horrible que jamás haya visto, pero…» dice encogiéndose de hombros con su vieja sonrisa cómplice «…ya conoces a las mujeres.»

Caminamos a continuación sobre una mullida alfombra beige de pelo largo mientras me va mostrando su salón con orgullo mal disimulado. A su alrededor están expuestos sin pudor todos los símbolos de su éxito: el piano, la clásica barra inglesa bien surtida de bebidas, los lujosos muebles y sofás, todo de los mejores diseñadores del país. Después de cinco años viviendo en una celda monacal, todo este lujo se me antoja casi obsceno. Parece que a Ray le ha ido realmente bien. El hecho mismo de que pueda alojarse allí proclama en voz alta que lo ha conseguido, que ahora ostenta cierto poder dentro del clan. Yo he desaparecido del mapa y él se ha adueñado de todo cuanto tuve. Incluso más. Le ha salido rentable venderme como una res a un carnicero. Salimos fuera y me muestra una amplia terraza con una piscina climatizada, iluminada por una suave luz subacuática y un agradable velador, acaso para cenar en verano, pero ahora es invierno. Nos acercamos hasta el mirador y un viento helado atraviesa mi americana. Cuarenta pisos más abajo, Tokio brilla como un arrecife de coral en la noche de Tahití. Ray se apoya en la barandilla y tras encender clandestinamente otro de sus Gauloises con filtro: «Ella cree que lo he dejado», confiesa. Me cuenta algo que pretende ser filosófico sobre el arduo esfuerzo que requiere mantenerte arriba cuando al fin has llegado a la cima: «Recuerdo que antes todo era más fácil. Más puro, en cierto modo. Pero el precio del éxito es algo que debes estar dispuesto a pagar, muchacho». Y supongo que yo mismo fui parte de ese precio, ¿no, Taggart? «A veces pienso que para ascender en este negocio es preciso soltar ciertos lastres, sin dramas ni remordimientos, como parte del juego, ¿entiendes?» Asiento comprensivamente mientras me pregunto cuántas veces rebotarías contra el maldito asfalto de ahí abajo si te arrojara desde aquí, sería una hermosa despedida, pero solo una entre tantas que he llegado a elucubrar cada noche. Y ni siquiera podría ver tu cara al final. «Desde el primer momento en que te vi, Takeshi, advertí un verdadero potencial en ti, muchacho. Sé que eres un caballo ganador. Pero creo que existen ciertos riesgos que acaso aún no alcanzas a ver. Y creo que alguien debería prevenirte.»

«¿A qué peligros se refiere?» Le interrogo con mi fingido candor nipón. «Me refiero por supuesto, al resto del clan. Tal vez sea cierto que has pasado demasiado tiempo fuera. Puede que ignores que tu llegada ha suscitado una gran controversia. Y también ciertas envidias... Soy tu sempai, Takeshi; tu hermano mayor. Solo quería que supieras que tienes en mí un amigo de confianza. Y también a un aliado en caso de ser necesario.»

Más tarde, Taggart me revelará en voz baja que Casey no sabe absolutamente nada de su relación con la Yakuza. «Ni siquiera sospecha que exista algo ilegal, ¿entiendes? Ella cree que ambos trabajamos para la Koga Corporation. Es por ello que debo rogarte encarecidamente tu más absoluta discreción.» Con toda la convicción de que soy capaz, agradezco a Taggart su amabilidad y confianza, y le aseguro que puede confiar en mi silencio. Es extraño. No tenía idea de que hubiese mantenido a Casey al margen. Siempre pensé que ella estaba implicada en todo esto desde el principio, incluida la propia muerte de Candie. «Casey debe estar ocupada preparando la cena, por eso no ha salido a recibirle» explica. Tiene una especie de don natural para el estofado. Debe ser por su sangre irlandesa. Ya lo comprobará: insuperable.»

Caminamos por el amplio salón. De pasada, me fijo en una de las fotografías colocadas sobre el piano Yamaha. La mayoría son suyas y de Casey, pero me detengo justo delante de una muy especial. En ella aparecen Taggart y la difunta Candie, bronceados y sonrientes mientras les abraza un tercero que ha sido arrancado de la fotografía, dejando un revelador reborde blanco de papel rasgado. Recuerdo demasiado bien aquella excursión en yate para no saber que el tercero en discordia, aquel que había sido amputado groseramente de la foto, era el mismísimo Dallas Parker. Fingiendo una vaga curiosidad, le pregunto por la mutilada fotografía, esperando para mi secreta diversión, a ver qué retorcida excusa se le ocurre. «¿Y quién era el tercero en discordia?, ¿tal vez algún antiguo rival amoroso?» Pregunto con una sonrisa cómplice. Ante mi fingida sorpresa, el rostro de Taggart palidece visiblemente por efecto de mi pregunta. «Lamento mucho haber preguntado, señor Taggart,» me apresuro a disculparme fingiendo azoramiento, «no quisiera entristecerle con viejos recuerdos. He sido un imprudente al haber...» De pronto, Ray se apoya sobre el piano, como un bluesman demasiado viejo que fuera a desmayarse sobre el escenario.

―No. No. Es culpa mía, muchacho ―responde a media voz―. Debí tirar esa maldita fotografía hace años... pero es que tengo tan pocos recuerdos de mi difunta esposa... la pobre Candie odiaba las fotos.

―De veras señor Taggart, lamento terriblemente...

―No... No importa. Habrías acabado sabiéndolo de todos modos. El hombre que falta en esa imagen se llamaba Dallas Parker. Fue mi mejor amigo. Y también el hombre que asesinó cobardemente a mi esposa hace ya cinco años. Parece increíble que ya haya pasado tanto tiempo.

Tras el embozo de mi fingida sorpresa, asisto sin haberlo pedido, a otra clase magistral del maestro de todos los farsantes. Con rostro contrito y voz amarga, me relata cómo Candie fue estrangulada cruelmente por su mejor amigo que, al parecer, mantenía una relación clandestina con ella. Me cuenta cómo se vio abocado a una oscura depresión de la que tan solo le salvó el amor de su segunda mujer.

«Aún no consigo entender cómo pudieron hacerme algo así sin que yo sospechara nada... Creo que necesitaré una copa. Le ruego que me disculpe.» Ray me da la espalda para acercarse a la barra y servirse un Martini con hielo. Por un momento, solo por un instante, el maldito bastardo casi me ha convencido de que realmente fui yo quien mató a su esposa. Casi he sentido lástima por él. Lo peor de todo es que no puedo dejar de admirar de algún modo la maestría con la que miente. Hijo de perra. Incluso ahora cuando ya no es necesario, lo hace por puro placer. Está en su misma naturaleza de alimaña. Mis ojos se clavan en su nuca mientras se sirve sin prisa el licor. Siento cómo mis manos, cruzadas a mi espalda, se cierran con fuerza hasta clavarme las uñas en la palma de la mano, justo sobre la herida reciente, y mi mandíbula se tensa como un martillo hidráulico.

Yo era tu amigo, bastardo.

Solo el que ha perdido lo que yo perdí, sabrá que hay momentos en que las armas son objetos impersonales y distantes, en los que una bala es tan solo una fría carta portadora de una muerte que tú quisieras entregar en persona, en que la hoja de una navaja se halla a un abismo del objeto de tu odio, y ni siquiera la brutalidad salvaje de un martillo está lo bastante cerca de su piel y de su sangre.Hay momentos, Taggart, en que lo único que podría darme lo que en verdad necesito es, despellejar hasta el hueso mis nudillos en tu rostro de Judas bastardo. Tengo que serenarme o todo se irá al infierno. Proteger la máscara por encima de todo. De pie en mitad del salón, Ray me mira confuso con su Martini en la mano, sin entender la expresión crispada de mi rostro. «Eh, muchacho, Takeshi, estás pálido, ¿te encuentras bien? Oye, espero que mi historia no te haya impresionado. Todo eso ocurrió hace mucho tiempo, ya no tiene importancia. Vamos, tómate una copa y olvidemos este asunto. La cena ya debe estar casi lista.»

De pronto, siento como algo toca uno de mis puños crispados a mi espalda y me giro sobresaltado, pero no hay nadie. Entonces bajo la vista y la veo. A mis pies, una pequeña niña de unos... ¿cinco años?, de rubio cabello rizado y grandes ojos azules, me mira con cándida curiosidad, ignorante de los férvidos pensamientos que un segundo antes se agolpaban en mi cabeza. «Oh, Takeshi, esta es mi hija Theresa. Olvidé hablarle de ella.» Se disculpa Ray con cierta indiferencia. «Es muda de nacimiento, pero no por ello es menos curiosa, ¿verdad, Theresa?» Explica mientras le pasa la mano por el ensortijado cabello. Muda. Ni siquiera sabía que el maldito Taggart tuviera ahora una hija. La pequeña no deja de inspeccionarme sin pudor con sus ojos azul transparente. Se diría que ya me conociera. Su rostro es una fascinante mezcla de los de sus padres. Tiene los ojos de Taggart, pero su expresión es muy distinta. De algún modo, el nudo en mi estómago se deshace como la escarcha. Me arrodillo junto a ella sosteniendo de cerca su mirada inocente y por un instante mágico solo estamos nosotros dos. La chiquilla, curiosa, acaricia mi rostro con sus diminutas manos, mi mentón, mis pómulos. Luego se fija en mi mano herida y sin dudar, la toma en las suyas besándola para que sane, en un tierno exorcismo infantil aprendido acaso de su madre. Y de pronto me percato de que me he olvidado por completo de Ray. No estaba preparado para esto, me siento completamente desarmado. Ahora entiendo por qué no he debido venir aquí, debería marcharme ahora mismo. «Es curioso. Theresa suele ser extremadamente tímida con los extraños, pero parece que usted le gusta. Casi me siento celoso.» Ríe mientras apura su copa.

Entonces la hija de mi enemigo hace algo que realmente me desconcierta: alarga de nuevo su mano hasta tocar mi barbilla y con sus diminutas uñas se diría que pretende arañarla, como si de algún modo intuyera que hay algo oculto ahí debajo, que esta piel es tan solo otra sofisticada máscara. Es entonces cuando sin dejar de mirarme, su arañazo se torna de nuevo caricia. Una que acaso nos hace cómplices. Debo estar completamente loco, pero tengo la inquietante certeza de que esta niña silenciosa es la única a quien mi disfraz no ha podido engañar. En ese momento, oigo una voz a mi espalda, una voz del pasado. «Veo que ya conoce a Theresa, señor Takeshi.»

Casey. Me levanto y estrecho su mano, sonriendo. Había olvidado por completo lo bella que era. Me sonríe con genuina naturalidad, enfundada en sus vaqueros y un holgado jersey viejo, mientras se disculpa con un guiño: «No desesperen, caballeros. La cena estará lista en unos minutos. Recuerden que todo lo bueno se hace esperar.» La esposa de Taggart toma a su hija en brazos para acostarla. «Es hora de dormir, cielo». La niña se aleja en brazos de su madre sin dejar de observarme. Taggart la ve alejarse con rostro apesadumbrado. Esta vez su amargura no es fingida.

―Dijeron que fue una tara genética...o algo así. El caso es que Theresa nunca podrá hablar, y requiere una educación especial muy costosa. Los médicos aseguran que es increíblemente inteligente, pero casi autista. Tan solo se relaciona con su madre. A mí me rechazó desde el principio, y sin motivo aparente. ¿Puede alguien entenderlo?.

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