Ninja

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Capítulo 13

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13

La hora de los remordimientos

 

El dormitorio del matrimonio Taggart estaba alumbrado tan solo por el cuenco opalescente de la luna, enorme y todopoderosa en el cielo de Tokio, reflejándose en la puerta espejo del armario ropero que estaba abierta. La suave luz hacía centellear en la penumbra las menudas lentejuelas plateadas de tres caros y elegantes vestidos de fiesta, extendidos sobre la cama de matrimonio. Casey parecía haber estado dudando cuál se pondría aquella noche para la cena con el señor Takeshi. Abandonados en el suelo, cual despojos de un cuento de hadas, sus zapatos de tacón, y sobre el tocador, frascos de caro perfume francés, joyas y una fotografía de su boda, en la que sonreía cogida del brazo de Ray. En un rincón del oscuro dormitorio, descalza y agazapada en el suelo, Casey sollozaba con la frente apoyada en el cristal de la ventana. El vaho intermitente de su respiración se reflejaba en el vidrio y el impresionante paisaje urbano con un millón de flotantes luces parpadeantes, era tan solo una vacía postal enturbiada por las lágrimas. Tenía el pelo suelto cayéndole a un lado de la cara, acaso pretendiendo ocultar su mejilla aun hinchada y doliente por la violenta bofetada. Habría deseado que aquel hombre, Takeshi, hubiera estado presente en aquel instante. Él la hubiera defendido, de ello estaba segura. Él no habría permitido que aquel cerdo miserable al que llamaba esposo, la hubiera abofeteado en su presencia. Pero entonces pensó algo aún peor; algo que le hizo tragar una bilis si cabía más amarga. En otro tiempo no hubiera necesitado que ningún hombre la defendiera.

En otro tiempo se habría defendido ella misma. ¿Qué le había pasado? Siempre había pensado que era una mujer fuerte. Siendo aún una jovencita, en el instituto, sus amigas a menudo acudían a ella cuando estaban en apuros, pues su sola presencia les daba fortaleza. Y ella las escuchaba siempre firme y optimista, con aquella auto confianza que todas envidiaban; la primera de su promoción, la capitana del equipo de waterpolo, todos confiaban en Casey. ¿Cómo había podido terminar ella con un miserable como Taggart?

«Esto nunca, nunca, debió ocurrir» se repetía. Ella se merecía algo más que esto. Tanto en el instituto como la universidad, los hombres la asediaban sin descanso, ni tampoco demasiado éxito. Antes de marcharse dando un portazo, uno de aquellos pretendientes universitarios le recriminó despechado el modo en que parecía buscar a su padre en cada hombre con quien intimaba: «Llevas toda tu vida buscando a John Wayne, pero tu maldito John Wayne se suicidó, Casey, y nada cambiará eso». Sí; todos eran así, fuertes y seguros en apariencia, pero hasta el último de ellos albergaba siempre una debilidad, un defecto inherente, fuera el que fuese. Ninguno soportaba la comparación con aquel hombre al que ella había adorado. Y tarde o temprano, todos acababan decepcionándola. Tal vez nunca fuera tan fuerte como todos pensaron, o acaso el suicidio de su padre creara en ella una carencia, un vacío doliente que nada ni nadie conseguía llenar. Así fue hasta que conoció a Ray.

Ray era simplemente perfecto. Maduro, culto, atractivo. Siempre tenía la impresión de estar aprendiendo a su lado. Le colmaba de atenciones, le hacía sentir que ella era única. Y al estar junto a él se sentía tan segura. Era sin duda, el hombre más adorable de la tierra. Y ella, al fin, lo había encontrado. Era su gran triunfo. Además, sentía que Ray la necesitaba. Había perdido a su mujer, asesinada por su mejor amigo. Parecía un melodrama de sobremesa, pero aquello fue real. Le arrebataron de un golpe a sus dos seres más queridos. «Solo te tengo a ti», le dijo aquella noche. Y ella le creyó. No le importó la diferencia de edad, ni tampoco la opinión de los demás. Por primera vez en su vida, sabía lo que quería y nadie se lo quitaría. Al principio todo fue maravilloso. Tardaría aún varios años en descubrir que aquel encantador abogado escondía más recovecos de lo que en un principio parecía. Su marido, el hombre con quien dormía cada noche, tenía un matiz insondablemente oscuro del que nadie parecía darse cuenta. Un ángulo muerto en el que su mirada revelaba una ausencia fría e inquietante. En el lugar en el que debería estar su alma, no había nada.

Al principio, solo fueron pequeños detalles. Cosas intrascendentes, de las que se olvidaba cuando hacían el amor. No recordaba exactamente cuándo había sentido nacer entre ellos la sombra de la sospecha. Y no la de algo concreto. Era algo tal vez mayor y más terrible. Algo que le daba un miedo atroz y que era mejor ignorar. Todo era preferible a aceptar que a Taggart solo le importaba él mismo. El resto del mundo era tan solo la tramoya de su actuación, incluyéndola a ella. Pero tenía una vida estupenda, la que siempre había soñado. ¿Por qué estropearla? Luego nació Theresa, una niña que no podía hablar. Una hija que precisaba todo el cuidado del mundo, que la necesitaba a ella. Al principio le resultó extraño, pues cuando era estudiante se imaginaba a sí misma de manera bien distinta. Siempre estuvo segura de que jamás tendría descendencia, y jamás pensó que la maternidad pudiera afectarla de aquel modo. De pronto, aquel ser indefenso daba sentido a todo de nuevo, compensaba todo lo pasado y lo futuro, incluso lo más injustificable. Aquella niña le regaló una razón para vivir más allá de ella misma. Y fue cuando él no la aceptó, cuando todo empezó a ir mal de verdad. Taggart lo había preparado todo para su hija, había mandado construir un enorme cuarto de juegos, comprado vestidos, juguetes, quería dárselo todo. Entonces lo supieron. Muda. Autista. Una niña que jamás podría comunicarse, acaso deficiente mental. Subnormal.

Creyó morir cuando vio la horrible decepción dibujada en el rostro de su marido. Taggart quería lo mejor para ella, quería que fuera su princesa, la niña más feliz, la más perfecta. Pero ella ni siquiera había sido capaz de darle una hija normal. Ray se desentendió de ella desde el principio. Y al hacerlo, renunció también a Casey. La joven sollozaba con la cabeza apoyada en el cristal, igual que lo había hecho aquella tarde remota, hacia ya tantos años, cuando su padre murió. No lloró en el entierro. Tampoco durante el funeral. Fue cuando, al regresar a casa, encontró su despacho vacío y silencioso con una carta a medio escribir, cuando cayó en la cuenta de que era demasiado tarde. De que realmente era ya tarde para todo. Se encerró en aquel oscuro despacho, junto a aquellos libros que tantas veces le había leído, junto a sus papeles y sus cosas, y lloró toda la noche. Jamás se lo contó a nadie. Tras el suicidio de su padre, su madre se volvió a casar. Casey la odió enconadamente por ello. Llevaban años sin hablarse, pero últimamente pensaba en ella a menudo. Ahora entendía al fin el porqué de su miedo y su soledad. Y su imperdonable debilidad, casándose con aquel hombre mediocre, no le parecía ya un crimen tan horrible. Porque ahora ella también tenía miedo. Casey debía compaginar su trabajo diario en la universidad con el cuidado de su hija. Apenas veía a su esposo más que un rato al anochecer. Pero no lo lamentaba. Era duro admitir que había aprendido a odiarle. Sin embargo, temía dejarle tanto como enfrentarse a él. Su hija requería una educación que sin su marido jamás podría costear. No podía volver a América sin renunciar a su puesto y, aun así, su sueldo era una miseria. Estaba atrapada y Ray lo sabía bien.

La puerta del dormitorio se abrió y la claridad del pasillo iluminó a Casey que, acurrucada en un rincón, parecía un ciervo deslumbrado por los faros. Se recortaba a contraluz la silueta de su esposo, y solo precisó una mirada para saber a qué había venido. Siempre se excitaba cuando discutían. Sobre todo cuando le pegaba. Sabía lo que iba a ocurrir a continuación, y sabía también que no se negaría. Y esa certeza la quemaba por dentro como si hubiera bebido lejía. Sintió vergüenza y asco, mientras él la desnudaba. Pero una vez más, no se resistió.

 

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