Ninja

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Capítulo 14

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Una canción de despedida

 

Si por azar del destino conocieras la hora exacta de tu muerte y pudieras escoger una canción para escuchar justo antes de morir, ¿qué tema elegirías? Eran las tres de la madrugada y, sentado a oscuras ante la pantalla de su ordenador portátil, Rocky Yoshikawa, vestido con una raída camiseta de tirantes y el pantalón del pijama, se planteaba este mismo extraño dilema. ¿Qué melodía quería oír justo antes de que las luces se apagaran para siempre? ¿Cuál sería la banda sonora de su último suspiro? A Rocky le encantaba escuchar sus auriculares mientras iba caminando, conduciendo, incluso mientras ejecutaba mecánicamente su horrible labor. La vida le parecía gris y monótona sin un fondo musical. Si hubiera estado dotado de algún talento artístico, le habría gustado ser una estrella del rock, así que, pensaba, era imprescindible elegir un último bis para el broche final de su último concierto. Rocky Yoshikawa debía despedirse con clase. Una difícil elección, pero al menos, una actividad que le mantendría ocupado evitándole pensar. Porque en aquellas duras y amargas horas que restaban hasta el amanecer, sabía bien que su mente sería su peor enemigo. Esa misma tarde, un mensajero le había entregado un paquete en mano con un uniforme de chófer y un recorrido marcado en un mapa en rotulador rojo. Sobre el plano, pegado con un trivial post-it de color amarillo, una fatídica hora: las doce en punto. «Bueno» pensó, «no todo el mundo tiene el privilegio de saber con precisión la hora exacta de su muerte». Y él sin duda lo podía corroborar. Había visto en más ocasiones de las que quería recordar esa familiar expresión de sorpresa y espanto en el rostro de sus víctimas antes de apretar el gatillo. Nadie se cree de veras que va a morir hasta el último segundo. Y ¿qué era lo que hacía aquel joven reo sentenciado apenas unas horas antes de su muerte? Aparentemente tranquilo, introducía metódicamente en su celular la secuencia de temas que le acompañarían en sus últimos momentos, mientras seguía el ritmo de la música sacudiendo la cabeza, con sus grandes auriculares puestos. No quería hacer ningún ruido, pues todos en la casa dormían plácidamente, excepto él.

Aquella última tarde, había ido al cine con su mujer y su hijo, luego cenarían en un McDonald’s, el favorito de Yoshi, solo por la ilusión de verle jugar con los pequeños juguetes multicolores que regalaban con el menú infantil. Más tarde, al llegar a casa, había hecho el amor con Asami, con una pasión que hacía tiempo que no recordaba. Después, y ya con su hogar en silenciosa calma, había pasado más de una hora velando el sueño de su pequeño Yoshi. Por último, antes de irse, posó un beso sobre su frente y dejó un sobre con una nota de despedida bajo su almohada y otro con instrucciones sobre cómo deberían proceder tras su muerte. Se había asegurado por internet de que el dinero prometido por el clan, constaba ya como ingreso en la cuenta corriente de su querida Asami. Todo estaba arreglado. Se dio una larga ducha caliente. Bajo el agua tibia que disfrazaba sus lágrimas, se despidió de los amaneceres y las puestas de sol, se despidió de los sueños y los amargos remordimientos. Se despidió de la familia que nunca creyó merecer y a la que ya no podría cuidar. Se despidió al fin, no sin dificultad, de su vergonzoso miedo y del deseo de correr lejos y esconderse. Tras la ducha se afeitó a conciencia y peinó su tupé. Desnudo, se miró en el espejo. Era tan joven, que su tatuaje yakuza estaba aún a medio acabar. Casi escondido entre una maraña de estilizados dragones orientales y peonías apenas esbozadas, el rostro de su madre aún le observaba con aquella plácida sonrisa. Se despidió también de ella. Y al fin, se sintió en paz. Respiró profundamente, y apagó la luz del cuarto de baño. Sobre la mesa del salón, abrió el paquete certificado y extrajo el uniforme de chófer, doblado y planchado. Se vistió cuidadosamente ante el espejo. El maldito uniforme le venía grande, era al menos dos tallas mayor, pero la gorra le sentaba bien, pensaba que, al menos, dejaría un bonito cadáver. Acto seguido miró su reloj, tomó las llaves y se las guardó en el bolsillo junto a su móvil. Todo estaba dispuesto. Bajó sin prisa por las escaleras de servicio hasta el parking, completamente desierto a las siete menos cuarto de la mañana. Se acercó hasta el lujoso vehículo, mientras en el aparcamiento resonaban con fuerza sus pisadas. Estaba sacando las llaves del bolsillo cuando, por encima de la rítmica melodía de Elvis que atronaba sus auriculares, creyó oír un ruido a su espalda

 

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