Ninja

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Capítulo 15

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Boom

 

El sol estaba casi en lo alto cuando en el vestíbulo de la torre Nakashima, las puertas del ascensor privado del Oyabún se abrieron. Katsuo salió de su interior ajustándose sus gemelos de oro, con gesto pensativo. Seis enormes guardaespaldas armados le esperaban en el hall, saludándole con una reverencia. Cuando comenzó a andar, los seis cancerberos se distribuyeron silenciosamente a su alrededor, en la formación habitual de protección diplomática, tres delante y tres detrás, protegiéndole con sus cuerpos de un hipotético francotirador. Eran su guardia pretoriana, hombres de confianza, hombres valiosos. Al menos tanto como podía serlo un hombre para Katsuo.

Mientras atravesaba el recibidor, el antiguo sicario repasaba mentalmente el orden del día. «Un programa relajado» pensó. A la una, reunión almuerzo con Tchai-Lang, líder de los Tong, en un restaurante nyotaimori de Shinjuku. Katsuo no reprimió un leve gesto de desprecio al considerarlo: el líder de los Tong en su execrable vocación de turista, había insistido en reunirse en uno de aquellos peculiares restaurantes. Nyotaimori quería decir literalmente “cuerpo adornado de mujer”, pero su significado estaba muy lejos de la moda o la coquetería. Reputados hombres de negocios pagaban más de mil doscientos dólares por persona, para tener la ocasión de almorzar directamente sobre el cuerpo desnudo de una mujer virgen. Era una selecta y ancestral tradición, basada en el control y la pureza, que el turismo y la excesiva publicidad habían convertido en un ritual morboso para hombres de negocios enfermos. Tendría también junta de accionistas al atardecer, y entrenamiento al anochecer. Perfecto.

Hacía un sol espléndido aquella mañana invernal. La limusina estaba aparcada, como siempre, frente a la marquesina de cristal del vestíbulo. Katsuo se encontraba a diez metros del coche cuando su teléfono móvil empezó a vibrar. Katsuo se extrañó. Pocos conocían su número privado, y no esperaba llamadas. Lo encendió justo a tiempo de leer un escueto mensaje de cuatro palabras: “BOMBA EN EL COCHE”

Al levantar la vista de la pequeña pantalla verde, Katsuo vio el rostro del conductor de la limusina. Aquel hombre no era el habitual, llevaba auriculares para escuchar música y tenía algo entre las manos. En un latido lo comprendió todo, y su cuerpo se tensó como una ballesta. Era un Teppodama. El afinado oído de Katsuo, alcanzó a oír el clic, al apretar el detonador manual. Lo que ocurrió a continuación, sucedió en décimas de segundo. En un rápido movimiento reptiliano, Katsuo aferró a uno de sus guardaespaldas por las axilas, levantándolo del suelo con su fuerza sobrehumana cual si fuera un muñeco, usándolo como escudo viviente. Entonces un enorme fogonazo cegador, silencioso al principio como una película sin volumen, sale del interior del vehículo, haciendo estallar las ventanas. El suelo tiembla como en un terremoto y las paredes de cristal del vestíbulo estallan en mil pedazos, lanzando por doquier una lluvia de mortales trozos de vidrio que vuelan como cuchillos, clavándose en todas partes, seguido de una repentina ola de calor, que abrasa en el rostro y al tiempo quema todo el oxígeno a su alrededor, con estruendo ensordecedor.

La imparable onda expansiva, impulsa por el aire a los guardaespaldas como marionetas desarboladas, varios metros hacia el interior del vestíbulo. Katsuo siente en su pecho el brutal empuje de la explosión, como un tren de mercancías, que le levanta del suelo, lanzándole a más de diez metros, junto a su escudo humano. La limusina, convertida en una inmensa y apocalíptica bola de fuego, se levanta veinte metros en el aire, como un ave fénix surgido del mismo infierno, trazando un arco luminoso en el cielo de la mañana, en medio de una densa nube de humo, para caer segundos después directamente sobre la marquesina, que se hunde bajo el tremendo peso, con estruendo aterrador. El coche envuelto en llamas tapona la entrada del vestíbulo, con el conductor carbonizado aun aferrado al volante en el asiento del piloto. Un denso olor a plástico y carne quemada impregna el aire. Las alarmas del edificio se han disparado enloquecidas, y el destrozado hall se llena de guardias con extintores, que intentan sofocar el incendio. Todos los miembros de la escolta de Katsuo están tirados por el suelo, muertos o heridos intentando levantarse. Tres de ellos han sido destrozados por el efecto de la metralla y los cristales, uno tiene el cráneo destrozado y otro se ha incrustado contra la mesa del fondo del vestíbulo.

Con la expresión de furia más salvaje que jamás haya visto ser humano, Katsuo se levanta del suelo, apartando como un fardo sangrante el cuerpo inerte del hombre que le ha servido de parapeto. La onda expansiva ha convertido sus ropas en jirones y está cubierto de sangre y restos humanos. Tiene el rostro enrojecido y chamuscado por la explosión, y una pequeña esquirla de metal humeante se le ha clavado en un pómulo. Con las mandíbulas tan apretadas como un remache de acero, se la arrancó, haciendo correr un hilo de sangre por su mejilla. Lentamente el zumbido en sus oídos empezó a remitir, y comenzó a oír sonar el beeper de su teléfono celular en el bolsillo de su destrozada chaqueta. Había un segundo mensaje. En él se le revelaba el paradero exacto de Kenshiro, así como los nombres de todos los demás implicados en el fallido atentado. Un siniestro regalo. Una lista negra.

Parecía que Katsuo tenía un caprichoso ángel de la guarda. Esa noche las aguas del río Sumida volverían a teñirse de la sangre de sus enemigos. Pero antes tenía otros asuntos que atender. «Preparad otra limusina y traedme un traje nuevo de inmediato.» Ordenó a voz en grito. «Avisad a los Tong de que llegaremos unos minutos tarde. Encontrad entretanto a todos los miembros de esta lista, y ejecutadlos; a ellos y a sus familias. Sin testigos ni supervivientes.»

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