Ninja

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Capítulo 16

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16

Clic, clic, clic

 

Eran las doce del mediodía, y en la calle un sol de justicia hacía humear sin piedad el asfalto. Sin embargo, en la angosta habitación del piso franco donde Kenshiro se escondía, la noche se alargaba desde hacía varios días. El derrocado Oyabún había bajado del todo las persianas y corrido las cortinas como acostumbraba a hacer siempre. Kenshiro odiaba la claridad a causa de su glaucoma. Tan solo unos delgados rayos de luz se filtraban por una rendija acuchillando el humo del tabaco que el anciano, tumbado en la cama consumía sin cesar. Dominado por una impaciencia febril, miraba de forma automática la esfera de su reloj de pulsera, esperando ansioso la llamada más importante de los últimos cinco años. Exhalando el humo entre los dientes, Kenshiro volvió a consultar por décima vez en el último minuto, la esfera fluorescente de su Rolex de oro. Su contacto se estaba retrasando. En estos días la puntualidad era una virtud ardua de encontrar, sobre todo entre sus subordinados más jóvenes. A las doce y cinco sonó el teléfono. Kenshiro se abalanzó sobre el auricular como un yonqui sobre una dosis. Pero en lugar de recibir el mensaje que esperaba, recibió tan solo la confirmación de sus peores temores. Sintió cómo su rostro palidecía y un escalofrío recorría su espalda.

El Teppodama había fracasado.

Katsuo no solo había sobrevivido, estaba ileso. Eso solo podía significar una cosa: traición. Sin colgar siquiera el auricular, Kenshiro saltó de la cama y tomo su chaqueta, encajándose en el cinturón el revólver que había sobre la mesa. Tenía que salir de allí a toda costa. A partir de aquella fatídica llamada, cada segundo que perdiera, podía significar para él la vida o la muerte. Con un cuidado extremo, abrió la puerta y se asomó al pasillo, estaba desierto. Cruzó a la carrera el espacio que le separaba de la salida de incendios. Al abrir la puerta, se dio de bruces con un camarero del restaurante del primer piso, portador de una bandeja repleta que cayó estrepitosamente al suelo dejando oír un eco de platos rotos por toda la escalera.

El empleado, un hombre joven aunque calvo, comenzó a gritar al descuidado anciano, furioso porque el contenido de los platos se había derramado sobre su uniforme abrasándolo con la sopa caliente. Kenshiro apretaba la pistola bajo su americana, tentado de disparar entre los ojos a aquel jovenzuelo impertinente, pero, nervioso por los gritos, musitó una disculpa y empezó a correr. Aquel tipo nunca sabría lo cerca que le había rondado la muerte aquella mañana. Dejando al camarero vociferando en la escalera de incendios, Kenshiro bajó a toda prisa, saltando los peldaños de dos en dos, respirando como un asmático, estando a punto de caer en dos ocasiones. Al llegar al estrecho angostillo que había tras el hotel, jadeante, volvió a sacar la pistola, ocultándola tras la pierna mientras caminaba de perfil, como solía hacer en su juventud. El callejón, ocupado por hediondos contenedores de basura, era estrecho y estaba oscuro, pero a medida que se acercaba al final, la luz del día que reverberaba en las aceras, le hirió en los ojos, haciéndole parpadear. En la avenida, el bullicio habitual de transeúntes y viandantes no parecía indicar aún nada fuera de lo normal. Agazapado en las sombras del callejón, escrutó cuidadosamente la calle y las ventanas, en busca de un posible francotirador apostado, pero no vio nada. Al otro lado de la vía, oculto discretamente a la sombra de unos árboles, le esperaba su coche, aparcado allí a propósito, por si algo salía mal. Kenshiro había aprendido hacía mucho a no confiar en nadie excepto en sí mismo. Su propio padre cometió el error de confiar en él. Y fue el último.

Gruesas gotas de sudor le corrían desde el nacimiento del pelo, empampándole las cejas. Estaba rojo, congestionado por el sudor y el esfuerzo, se estaba haciendo viejo para esto. Sus pulmones resoplaban como un fuelle roto por la carrera escaleras abajo, y su corazón galopaba sin control. «Sería del todo inadecuado morir ahora de un absurdo ataque al corazón», pensó. «Esa no sería una muerte digna.» Cuando se cercioró una vez más de que todo era seguro, cruzó la calle caminando deprisa. Tras varios intentos, sus manos temblorosas acertaron con la cerradura y entró en el vehículo. Enjugó el sudor de su frente con un pañuelo, y se puso la pistola amartillada entre las piernas, sobre el sillón. Apretó las manos sobre el volante y se obligó a calmarse. Era imposible que le encontraran tan pronto. Nadie sabía dónde estaba. Aun tenía tiempo. Katsuo había sobrevivido. Eso solo podía significar una cosa y es que había una maldita rata entre sus filas. Pero no, no podía ser alguien de la vieja guardia. Eran hombres leales, y por añadidura también estaban implicados, arriesgaban demasiado. Tenía que haber sido alguien de fuera, pero ¿quién?, ¿quién?, ¿quién?

«Ya pensaré luego,» concluyó «ahora debo salir de aquí. Tengo otros escondites desde donde volveré a organizarlo todo. Encontraré al traidor y lo mataré con mis propias manos. Nadie juega con Kenshiro Nakashima y sale con vida.»

El Oyabún giró la llave y trató de arrancar el Toyota, pero el motor no respondió. Algo no marchaba bien. Su pulso se aceleró de nuevo. Algo raro ocurría: él mismo había comprobado a conciencia el motor. De pronto, sin que Kenshiro hiciese nada, los cuatro pestillos de las puertas se cerraron automáticamente al unísono, y las ventanillas eléctricas quedaron bloqueadas. Intentó abrirlas, y golpeó frenéticamente los irrompibles cristales en vano. Estaba atrapado. Había caído en una trampa. Permaneció sentado, esperando con el revólver apretado en su regazo a ver aparecer el inhumano rostro de Katsuo tras el cristal. Pero nadie apareció. En la calle todo parecía tranquilo. Nadie se fijaba en él. Solo era un viejo sudoroso en un coche utilitario. Pero un viejo con un revólver. Súbitamente su teléfono móvil empezó a sonar, sobresaltándole. Con mano temblorosa activó el receptor. Al otro lado de la línea una voz desconocida le hablaba en un inconfundible inglés americano.

—Y vaya el viajero despacio o vaya deprisa, es tan solo la muerte lo que le aguarda al final.

—¿Quién demonios está ahí?, ¿con quién hablo? ¿Moshi moshi donata sama desu-ka?

Una risa apagada y del todo malintencionada se escuchó al otro lado del auricular.

—Hay que tener paciencia con la poesía, Kenshiro. La paciencia es una virtud que he aprendido a cultivar.

—¿Qué significa este juego? ¿Quién está ahí?

—Un viejo amigo, Kenshiro. Reconocería mi voz si no fuese porque mis propias cuerdas vocales fueron alteradas quirúrgicamente para modificarla. Pero esa es una larga historia, y me temo que no le resta tiempo para escucharla.

—¿De... de qué diablos me habla? —Cada vez más nervioso— ¿Es usted quien puso a Katsuo sobre aviso? ¿Qué espera conseguir?, ¿dinero? ¡Estúpido!, yo puedo darle más del que...

—Cállese. —La voz era ahora seca y cortante.— Mire en el interior de la guantera y encontrará la respuesta que busca.

Kenshiro abrió la guantera, intentando controlar el temblor de sus manos. En ella había un sobre. Rasgándolo torpemente, sin más preámbulo, extrajo una foto de su interior. En ella, un sonriente Dallas Parker en blanco y negro, le contemplaba con cierta expresión socarrona desde una foto de archivo de cinco años atrás. El puño de Kenshiro se cerró automáticamente, estrujando la fotografía con furia creciente.

—No. No es posible. No eres tú. ¡Estás muerto maldito! ¡Yo te mande matar! ¡Yo te mande matar!

—¿Igual que hiciste con tu propia esposa?

—¡Tú, perro gaijin traidor, tú me forzaste a ello maldito seas! ¡Tú me deshonraste ante todos, me avergonzaste ante mis iguales, no me dejaste otra opción!

—Siempre hay otra opción, maldito bastardo.

Su tono era ahora tan implacable como el desenlace que se avecinaba.

—Pero tu tiempo de elegir acabó.

Justo entonces, el aterrado anciano pudo escuchar con claridad el rechinar de unos neumáticos sobre el asfalto, apenas diez metros a su espalda. Dos limusinas derraparon cerrando el acceso a la calle por ambos extremos, como una red para atunes antes de la matanza. Un tembloroso e impotente Kenshiro, vio descender de su interior a un pequeño ejército de yakuzas que entraron en el hotel, mientras otros vigilaban la avenida, buscándole coche por coche, mientras los transeúntes huían despavoridos a sabiendas de que la policía tardaría demasiado en aparecer. Aquella traidora voz del teléfono, tan solo había pretendido distraer su atención hasta que llegaran. Había caído en su trampa como un novato, y ya no había escapatoria. El rostro del acabado Oyabún estaba crispado y bañado en sudor. Sabía que todo había terminado. Tomó entre sus manos el revólver, el mismo que había usado con aquella joven prostituta hacía solo una semana, y lo apoyó tembloroso en su barbilla.

—No. No ganarás esta vez, maldito gaijin. No me cogerán vivo. Un yakuza muere con honor. Muere por su propia mano. Te veré en el infierno.

CLIC.

Al otro lado se escuchó una risa tan áspera como un cuchillo rasgando una lona. Una risa que conocía bien el significado de aquel sonido.

CLIC, CLIC, CLIC...

—Creo que olvidé decirte que me tomé la libertad de descargar tu pistola mientras dormías. No, Kenshiro, no morirás como un maldito samurái. No hay honor para ti, hijo de perra. De pronto, uno de los yakuza lo descubrió, y comenzó a gritar su nombre, haciendo acudir corriendo al resto. Kenshiro los vio alinearse a unos metros de su coche, al otro lado de la acera, como un pelotón de ejecución. Más de quince hombres armados con subfusiles en la mano, apuntándole. A muchos de ellos los conocía desde niños. Kenshiro apoyaba las manos sudorosas contra el cristal con rostro incrédulo y empalidecido. Esto no podía sucederle a él. Él era Kenshiro Nakashima. Este no era un final digno de él. Así no. Así no. «Adiós bastardo.» Susurró su interlocutor al teléfono. Apenas un segundo tras la abrupta y despiadada despedida de la voz del auricular, cientos de pequeños agujeros de bala tapizaron la carrocería del Toyota, haciendo saltar una lluvia de chispas que impregnó el aire de un acre olor a pólvora y cordita. El coche vibraba violentamente bajo el castigo del tiroteo en medio de un estruendo infernal, ante la mirada impasible de sus verdugos.

Entretanto, desde la ventana entreabierta de un segundo piso cercano, amparado en la oscuridad, un hombre vestido de negro contemplaba la escena con expresión de profundo desprecio en sus labios apretados. Aquel hombre no desvió su mirada cuando el Oyabún, atravesado por cientos de proyectiles a la vez, escupía sus últimos estertores agónicos, antes de caer sobre el volante con la cara reducida a pulpa. Tampoco cuando el vehículo estalló convertido en una bola incandescente, incendiando a su vez a los coches que lo flanqueaban. Siguió mirando aun cuando Kenshiro era ya solo un bulto informe y carbonizado que apestaba como una hamburguesa olvidada en la freidora. Vio arder a su enemigo hasta que llegaron los bomberos, casi una hora después. Una voz en su interior, le sugería que quizá en la locura que contemplaba se adivinara un mensaje. O tal vez solo la imaginó. Pero si esperaba encontrar alguna respuesta entre aquellas llamas crepitantes, no halló ninguna.

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