Ninja

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Capítulo 18

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18

El parque de Shinjuku

 

Universidad de Sofía, Tokio. El sordo zumbido del timbre anunció con varios minutos de retraso, el final de la clase del mediodía en el aula magna. Los estudiantes, que llevaban un buen rato consultando hoscamente sus relojes y teléfonos móviles, abandonaron aliviados el paraninfo. Era aquella el aula de cultura japonesa, y la mayor parte del alumnado estaba formado por extranjeros en su mayoría americanos, casi todos de familias pudientes, que libraban sus tensiones con mayor alborozo del habitual entre sus compañeros nipones. Cada día al salir de clase, algunos pretendían de forma sistemática flirtear con su joven y atractiva profesora. A veces invitándola a tomar café, a almorzar, o regalándole libros que, en realidad, ya tenía. Casey siempre sonreía negándose amablemente. Aunque realmente, no sabía muy bien por qué.

Podría haberse acostado con el claustro de profesores en pleno y la mitad de sus estudiantes, y Taggart no se habría enterado. Jamás prestaba la menor atención a su trabajo ni a su persona, fuera de sus intereses habituales. En el fondo, a Casey le divertía y adulaba la ingenua insistencia de aquellos adolescentes tardíos, cortejándola con sus flores y regalos. Habían llegado a convertirse en una agradable costumbre. A menudo ellos eran la única nota de color a su vida. Ellos y Theresa, claro. Ella era lo que en verdad la hacía levantarse cada mañana. Casey se había quedado, una vez más, a solas en el aula magna, frente a sus gradas semicirculares vacías y silenciosas. Solía quedarse allí a menudo un rato después de clase, por si alguno de sus alumnos necesitaba aclarar alguna duda de última hora. Estaba sentada en una esquina de la mesa, repasando el dudoso examen de uno de sus discípulos, cuando oyó unos golpes en la puerta que reclamaban su atención. Frotándose el puente de la nariz, se desprendió de las gafas y levantó la cabeza con cierta resignación. Al principio asumió que sería otro de sus estudiantes ejercitando sus tempranas dotes de seducción, pero pronto se percató de que estaba equivocada en parte. Al menos este no era un alumno. En el umbral estaba Takeshi Kojima, de pie, con la gabardina en la mano. Llevaba un jersey negro de cuello alto bajo una chaqueta del mismo color, que hacían destacar el tono cobrizo de su piel y el gris acerado de sus cabellos cortos. Con la mano aun sobre el pomo de la puerta le sonreía desde el dintel. Takeshi parecía tímido, casi azorado, pese a sus canas. «Eh... bien, me dijeron en recepción que la encontraría aquí», musitó. Sonrió de nuevo y se acercó hasta la mesa desde donde ella le observaba con las gafas en la mano, sorprendida aun. «Tenía la mañana libre en la oficina», continuó mientras echaba un vistazo al vacío graderío, «y bueno, ya sabe cómo somos los japoneses, no sabemos muy bien qué hacer con tanto tiempo libre, así que pensé que quizás le apetecería almorzar conmigo hoy; hace un día soleado ahí fuera.»

—....

—Claro que si tiene algo mejor que hacer, yo no...

—No, no, al contrario. —A Casey le divertía su encantadora timidez— Me alegro de que haya venido, no acostumbro a tener compañía a la hora del almuerzo. —Volvió a mirarle de arriba abajo—Es solo que —sonrió— no esperaba que aceptara realmente mi invitación de venir a verme. Los nipones soléis pasar por alto ese tipo de cosas.

—Bien, —sonrió Takeshi, azorado— tal vez haya pasado demasiado tiempo en América como dicen todos. Pero si está demasiado ocupada, yo... —Hizo gesto de marcharse.

—No, no, en serio me alegro mucho de que este aquí. Mire, creo que conozco un buen sitio para almorzar al otro lado del parque, si es que no le importa caminar con esos zapatos.

El parque de Shinjuku era un bellísimo recodo de paz y naturaleza, una isla aislada en medio del atestado maremágnum del centro urbano de la ciudad, donde el silencio y la armonía coexistían de manera insólita con el ajetreado bullicio de las calles que lo cercaban. Dejando atrás el tráfico metropolitano, ambos caminaron ya sin prisa y en silencio, bordeando el largo sendero que rodeaba los bellos estanques artificiales, poblados de brillantes carpas y sombríos cormoranes. Cruzaron a través de estilizados puentes curvos de madera y de cuidados parterres, obra de diestros jardineros, que florecían todo el año. El otoño tocaba a su fin, en una larga y bella agonía que se prolongaría hasta bien entrado el invierno, cubriendo el suelo de un manto cobrizo perlado de áureos destellos. Las ramas de los altos árboles centenarios, se cubrían de amarillos, rojos, granates y ocres dorados. En otoño, Tokio era la ciudad más bella del mundo. De vez en cuando, Takeshi la observaba furtivamente. Ella estaba radiante con su cabellera pelirroja suelta, parecía formar un todo con el entorno natural que la rodeaba. Como una flor arrancada en un sueño, pensó, que se desvanecería en la bruma de la mañana. Takeshi tenía siempre la sensación de que la belleza era algo efímero en su vida. Tan frágil que temía que siquiera las palabras pudieran romper el encanto. Ella le miraba sonriendo sin apenas separar los labios. Sonreía con los ojos. Encontraba encantadora aquella timidez de Takeshi. El modo en que contemplaba la belleza otoñal del parque como si fuera la primera vez, sin poder ocultar tampoco la nostalgia que, tal vez a su pesar, asomaba a sus pupilas.

— ¿Sabías que este jardín fue una vez el feudo privado de un Shogun? Tan solo fue abierto al público como parque nacional después de la invasión americana, pero antes perteneció al Daimio del clan Naito. ¿No te parece extraño?

— ¿Y qué debería parecerme extraño?

—Me estremece pensar que un lugar tan grande y hermoso como este, pudiese pertenecer a una sola persona. Todo este espacio para ti solo. Es injusto.

—Bueno, dicen que los japoneses somos islas; apreciamos mejor la belleza en soledad. Forma parte de nuestra forma de ser.

—A mí me aterra. Incluso en un sitio como este.

—Sin embargo, suele almorzar sola.

—Prefiero la soledad a cierto tipo de compañía.

Casey respiró el aroma a tierra mojada cerrando los ojos para apreciarlo mejor, recluyéndose en su mundo por unos instantes; aquel olor siempre le recordaba a Irlanda. «Adoro este lugar en primavera, me recuerda a mi primer año aquí. Ray me llevó a ver la floración de los almendros. Fue algo notable. Los pétalos blancos volando en el cielo, como copos de nieve, arrastrados por el viento. Creo que fue lo más hermoso que he visto en mi vida, ¿lo ha visto alguna vez? Oh, bueno, sí, claro que sí.» Takeshi sonrió nostálgico, y no porque hubiera visto alguna vez aquel bello espectáculo del que solo había oído hablar, sino porque aquellas palabras le recordaban a otra voz y a otra mujer; una de mirada tan pura, como los crisantemos que flotaban ahora en el estanque frente a ellos. Aquel lugar era como una iglesia donde de nuevo el pasado restablecía inevitable y dolorosamente su poder sobre él.

—Para nosotros la floración de los almendros simboliza la fugacidad de la vida. —Dijo Takeshi— Nos recuerda cada año lo efímero de la belleza. Y lo frágiles que somos.

—Vaya, es bonito. Ojalá Ray me hubiera contado algo así aquel día, pero creo que estaba más entusiasmado con su nueva videocámara. No hacía sino tomar fotografías y grabarme como un maldito turista.

— ¿Como un maldito turista japonés? —apuntilló Takeshi arqueando la ceja con fina ironía.

Ambos rieron la ocurrencia, descargando así parte del nerviosismo que ambos pretendían ocultar. Pero al termino de su risa, Casey estaba más seria que de costumbre.

—Recuerdo que yo insistía en que apagase aquel maldito trasto, pero él... Bueno, Ray no puede entender nada de esto. No podría aunque quisiera. Para él solo existe aquello que puede comprar y poseer. Ojalá hubiera sabido eso mucho antes.

— ¿Debo suponer que las relaciones con su marido no son todo lo satisfactorias que debieran? La otra noche al volver al comedor creí ver algo que no me gusto. —Takeshi pronunció estas últimas palabras con extrema seriedad— Acaso no sea asunto mío, pero me gustaría ayudarla, si esto fuera posible.

—No. No, gracias. Agradezco su interés y todo eso, pero es solo... —la joven se mordía el labio inferior, rehuyendo la mirada del japonés— Es solo que es algo en lo que usted no puede ayudarme.

Casey reanudó la marcha y abandonaron el parque por una de las puertas laterales, ingresando de nuevo bruscamente en la realidad. La calle estaba atestada de peatones apresurados y el tráfico, denso por la hora punta, discurría con la ordenada lentitud de siempre. Las sombras grises de los dirigibles verdes de Fujitsu, se deslizaban sobre las aceras como charcos de mercurio. La calle discurría paralela al curso del río, o más bien, de uno de sus numerosos canales. Cruzaron corriendo como colegiales por entre el tráfico, y atravesaron un pequeño puente de madera, de aspecto mucho más funcional y tosco que los bellos puentes del parque. Aquello era un antiguo barrio industrial obrero que contrastaba con el lujo de Shinjuku, al otro lado del parque. Justo al atravesar el puente había estacionado un humeante puesto ambulante de sushi, de aspecto nada recomendable. Casey miró divertida el rostro de Takeshi. Era evidente que no era aquello lo que esperaba encontrar después de tan largo paseo.

—Sí, sí, parece algo sucio y poco sofisticado, lo sé, pero sirven el mejor sushi de la ciudad, y no es tan caro como esos restaurantes de Shinjuku o Kabukicho. Vamos, no se quede ahí con esa cara y acérquese.

—Pero, vamos, a Taggart le sobra el dinero, gana mucho más que yo. ¿Por qué almorzar en un sitio como este?, ¿acaso es su buena acción del día dar de comer a la vendedora?

Casey pareció quedarse pensativa mientras rebuscaba algo en su bolso.

— No. No lo sé en realidad. Tal vez sea la costumbre. Mi madre y yo nunca tuvimos mucho de nada tras la muerte de... quiero decir, que en casa siempre estábamos ahorrando, recortando de aquí y de allá, haciendo milagros con la economía para llegar a fin de mes. Supongo que toda esta vida de lujo en el fondo me remuerde un poco la conciencia. No me siento cómoda, eso es todo. No es mi estilo.

La vendedora era una vieja pasa arrugada con gorro de lana, que enseguida reconoció a Casey. Sonriendo, les dio dos bandejas blancas de polietileno con algo que parecía comestible aunque era difícil de identificar, palillos incluidos. Compraron dos latas de cerveza japonesa, y ambos almorzaron de pie, apoyados en la barandilla del puente, sobre el río. En la calle paralela, al otro lado del canal, las bicicletas multicolores se alineaban en largos aparcamientos a lo largo de la acera. La mayoría ni siquiera estaban atadas. Nadie iba a robarlas. A la joven aun le sorprendía el admirable civismo del que hacían gala los japoneses. A veces, parecían la sociedad perfecta. Tal vez demasiado para ellos dos.

La bella irlandesa parecía divertirse con la impericia de Takeshi con los palillos. «Hacía años que no veía a nadie tan torpe con los palillos, desde que conocí a Ray. Debería darte vergüenza, Takeshi Kojima, ser japonés y no saber usarlos.» «Falta de práctica.» Fue todo lo que él respondió con una enigmática sonrisa.

— ¿Qué le llevó a estudiar cultura nipona?

«Mishima, Kawabata, Miyabatsu... Mi padre me solía leer a menudo poesía japonesa, siendo muy niña, cuando aun vivíamos en el Ulster. Creo que mi primer recuerdo de este país está fuertemente ligado a mi padre y a Irlanda. Él admiraba tanto vuestra cultura, vuestras costumbres, vuestro idioma. Pero, curiosamente jamás visitó Japón. No pudo hacerlo. Años más tarde estudié lengua y cultura japonesas en la universidad. Creo que en cierto modo, quería cumplir el deseo de mi padre de ir a Japón. Me enamoré de este país antes incluso de conocerlo. Fue un flechazo.»

La tarde cayó enseguida. Atardecía pronto en aquella época del año. Bajo ellos, las contaminadas aguas del río Sumida, les devolvían entre aceitosos reflejos multicolores, su propia imagen teñida por la luz de los anuncios de neón. Hablaron durante horas, sin mirar siquiera el reloj, uno frente al otro, conversando sobre el pequeño puente de madera, sin necesidad de nada más.

Takeshi escuchaba, dejando que sus ojos respondieran por él, mientras Casey le hablaba de Irlanda, de verdes prados remotos, soñados o reales, de olores y colores nunca olvidados, de la soledad. Dos almas extraviadas en una urbe hambrienta, despojados de algo que tal vez solo se pudieran dar el uno al otro. Como dos bañistas nadando mar adentro, ambos sabían que a cada brazada su situación se haría más irrevocable.

Había empezado a oscurecer. De pronto Casey miró el reloj, angustiada. Había faltado a su clase de la tarde, más de cien alumnos se habrían quedado esperándola. Tal vez para un nipón, la vergüenza por su falta habría eclipsado a lo que realmente sentía en aquellos momentos, fuese lo que fuese. Pero Casey no era japonesa y el hombre que la miraba de aquel modo extraño tampoco lo era. A pesar de su piel. Takeshi la besó, con timidez al principio, y ella respondió de un modo tan entregado, que se asustó de su propia reacción. Ni siquiera se despidió. De pie sobre el puente, Takeshi la vio marchar, albergando en su interior la invariable certeza de que volvería a verla. Y aquella vez sería suya. Inevitablemente. Como la llegada cíclica del monzón cada primavera. Era inútil resistirse.

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