Ninja

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Capítulo 11

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Cuando aquella mañana la vio aparecer empujando su carrito al final del pasillo de congelados en dirección al área de dietética, por un largo instante sintió en la boca del estómago ese arraigado envite de timidez adolescente de echar a correr. El súbito deseo de esconderse o girarse hasta dejar que pasara de largo. Pensó que acaso no le reconocería o que quizá sería ella quien pasaría por su lado pretendiendo que no le había visto, para ahorrarse la incomodidad de aquel encuentro inesperado. Pero después de tantos años, la conocía demasiado como para no saber que aquellos recelos infantiles eran exclusivos de quienes, como él, tenían miserias que esconder; y lo que más había admirado siempre de ella, era precisamente la insobornable esencia de su sinceridad. Aquella naturaleza franca y espontánea sin miedos ni tabúes, tan insólita y a la vez preciosa por su extrema rareza en un país como el suyo. Estaba en estas cavilaciones, cuando una alegre exclamación interrumpió sus pensamientos y la vio soltar el carro y acercarse, jovial, para abrazarle sin más rodeos.

― ¡Toshiro! ―exclamó desde el fondo del pasillo― ¡Toshiro Fukuda!

― ¡Asami!

―No sabía que venías por aquí, ¿es que aún vives en el barrio?

A pesar de que ahora residía en un lujoso piso en el centro, convenientemente cerca de la residencia del Sr. Ishiguro, Toshiro siempre visitaba el supermercado del viejo barrio en cuanto podía, lo que venía a ser una vez a la semana, cada vez que se acercaba a visitar a sus padres. Asami no podía esconder su felicidad por haber encontrado a su viejo y querido amigo de la infancia. Desde hacía meses, sus alegrías eran contadas y su mundo parecía haberse ido haciendo poco a poco, cada vez más pequeño. Especialmente tras el amargo diagnóstico de su enfermedad. «Caminas por la vida pensando que a tu lado te acompañan un montón de amigos,» le confesaría tiempo después, «pero es solo al ser tocada por la desgracia cuando, al volver la vista, descubres que siempre estuviste sola.»

Rocky estaba en aquellos días ausente, fuera de la ciudad por motivos de trabajo, tan secretos como todo cuanto ignoraba o prefería ignorar de su terrible ocupación. Y el pequeño Yoshi se quedaba cada día a almorzar en el comedor escolar, por lo que sus mañanas a menudo se hacían demasiado largas. Y desde hacía algún tiempo, los dolores crecientes y su, cada vez más evidente, debilidad no permitían ya que hacer las labores domésticas fuera como antaño una distracción de sus problemas. Tras lidiar por unos embarazosos minutos con la familiar timidez de su amigo, le convenció al fin para que la acompañara a almorzar. Se sorprendió cuando fue él mismo quien insistió en que prepararía la comida personalmente. Asami desconocía que Toshiro adoraba cocinar casi tanto como dar buena cuenta de sus propios guisos, pero sobre todo, su mayor placer era hacerlo para otros y cuantos más, mejor. Cada semana conducía más de una hora, solo para poder guisar para sus ancianos progenitores. Sería un privilegio hacerlo aquella tarde para la única mujer a la que de verdad había amado. Desde que Rocky le hablara de su enfermedad no había dejado de pensar en ella ni un solo instante, pero asistir con sus propios ojos a la decadencia de la que fuera la niña de sus ojos le rompía el corazón. Asami estaba visiblemente pálida y delgada. Llevaba un pañuelo cubriéndole el pelo, acaso ―pensó― para ocultar el odioso efecto de los químicos con los que era tratada en una clínica local. Sin embargo, a ojos de Toshiro, seguía siendo la misma chica de sus sueños. No veía las ojeras bajo sus vivaces ojos grises, ni el ajamiento de sus labios. Caminaron por las viejas calles empedradas recordando añejos lugares ya desaparecidos y anécdotas de viejos conocidos, en dirección a la pequeña frutería del señor Suzuki. Hombre de sencillos placeres y mundanas costumbres, Toshiro disfrutaba escogiendo y seleccionando al tacto y al olfato las frutas y verduras tal como su madre le había enseñado.

― ¿Recuerdas cuando tú distraías al señor Suzuki con tu carita de niña buena mientras Rocky y yo le robábamos la fruta a escondidas?

―Sí, claro que sí, ―contestó riendo― y creo que el pobre señor Suzuki también, a juzgar por la cara con que te miró cuando nos vio aparecer juntos.

―Vamos, Asami, no creo que nos haya reconocido.

― ¿Tanto hemos cambiado?

Toshiro cargaba con las bolsas del supermercado de ambos pese a la insistencia de su amiga para que le dejara ayudarle, pero solo con oír sus asmáticos jadeos al caminar, podía hacerse una idea de lo mal que iban las cosas. El piso de Rocky y Asami era pequeño y claustrofóbico, incluso para lo habitual en Japón. Apenas tres diminutas habitaciones y un escueto baño. Las paredes estaban invadidas por el moho y la humedad, que su amigo intentaba disimular decorándolas con arrugados posters de películas antiguas. Obviando las evidentes restricciones que padecían, la joven le enseñó el cuarto del pequeño Yoshi, y le mostró con orgullo un sinfín de fotos de la joven familia repartidas por la pequeña sala de estar. Su amigo las examinó pacientemente. «Hacéis una familia estupenda, Asami, me alegro mucho por vosotros.» «Bueno, ¿y la tuya?» Al ver que su amigo no respondía, añadió con desparpajo: «bueno, ya sabes, ¿hay alguna chica o qué?» Toshiro sonrió sonrojándose y negó con la cabeza. La verdad habría sido demasiado difícil de explicar, así que, despojándose de su arrugada chaqueta, decidió que era hora de preparar la comida. No tuvo que preguntar por la cocina, pues estaba en la misma habitación. El joven sonreía mientras ponía a hervir el arroz, haciendo comentarios alegres, quitando importancia a lo deprimente que le resultaba en realidad el inmundo cuchitril en el que aquellos infelices vivían hacinados, pero en su interior solo sentía una sorda rabia.

No era justo que fuera tan solo el maldito dinero el único impedimento para que aquella mujer recuperara su salud. Pero ambos habían crecido en el barrio y sabían bien que la justicia era allí un concepto distinto dependiendo de en qué lado de la avenida estuvieras. Su amiga le observaba sonriente mientras Toshiro, canturreando con la camisa remangada y el delantal puesto, troceaba los tomates en diminutos cuadraditos con la soltura de un profesional. Tenía un aire tan campechano y hogareño con los mofletes encarnados por el vapor del arroz, que costaba relacionarle con la sórdida pistolera y la cachiporra que habían quedado colgadas junto a su chaqueta en una silla del salón. Hacía un buen rato que Asami no les quitaba ojo. «Toshiro», se atrevió a preguntar al fin, «¿qué diablos hace un buen tipo como tú trabajando para la yakuza?»

―Bueno, no todos son tan malos tipos en el lugar donde trabajo.

―No me entiendas mal, pero esta pistola que llevas no es precisamente para batir la clara del huevo. Es que, verás, si te soy sincera, realmente no me sorprendí cuando hace años, Rocky me confesó que había ingresado en el clan. Quiero decir, que él siempre fue un rebelde, siempre pareció tener una cuenta pendiente con el mundo entero, pero tú...

―La vida es rara a veces, Asami. Buscamos nuestro lugar sin encontrarlo, hasta que un día, sin más, este nos encuentra a nosotros.

Un breve silencio entre ambos siguió a su respuesta. De algún modo, Asami empezaba a entender que Toshiro ya no era aquel que ella conoció. Algo en él había cambiado. Estaba sereno y en paz. Los años y la madurez parecían haberle sentado bien. «Se me hace tan raro ver tus armas puestas ahí encima. En todos estos años, Rocky jamás me permitió siquiera ver las suyas. De hecho, en casa nunca habla de su trabajo.» Confesó Asami. «Él» prosiguió. «Él siempre intenta alejar todo lo feo de su oficio del pequeño Yoshi y de mí. Ya le conoces, siempre trata de aparentar que todo va bien, que todo está bajo control. Pero algunas veces se levanta en plena noche y se encierra en el baño durante horas. Él cree que duermo, pero en ocasiones le oigo llorar. Y eso me destroza.» Concluyó sin poder evitar emocionarse. Toshiro, en silencio y con las manos manchadas de tomate, la miraba con profunda compasión desde la pequeña barra encimera de aquella cocina en miniatura. «No. Lo siento Toshiro, de verdad», dijo enjugándose las lágrimas, «no sé por qué te lo he contado, no debería haberlo hecho.» Su amigo se acercó a ella y la miró a los ojos, tomando sus manos entre las suyas, manchándoselas sin querer. «Yo creo que sí, Asami. Ambos nacimos aquí y sabíamos que las cosas nunca serían fáciles. Quizá por eso hicimos lo único que podíamos hacer, sobrevivir. Nada ha cambiado. Aún nos tenemos tan solo los unos a los otros.»

― ¿Por qué eres tan generoso conmigo?

―Shh.

Sin que el a menudo desmañado Toshiro supiera el motivo, esas traicioneras palabras que nunca fueron sus aliadas en los momentos difíciles surgieron entonces de sus labios sin esfuerzo, cálidas y reconfortantes. Le dijo al oído que pronto vendrían días mejores y de nuevo los tres harían cosas juntos, que todo volvería a ser como era antes. No supo si le creyó mientras mentía, pero Asami lo abrazó con fuerza. «Acaso» pensó el resignado Toshiro de siempre «como abrazaría a un hermano», pero tras el primer instante, ella no se separó de él, y ninguno de los dos sintió el menor impulso de hacerlo aquella tarde. Dos horas después, Asami miraba desde su ventana a un sonriente y feliz Toshiro que se despedía saludándola desde la calle, antes de desaparecer con las manos en los bolsillos caminando calle abajo. Era todo tan perfecto que deseaba atesorar aquel momento. Había hecho y dicho al fin tantas cosas importantes aquella tarde. El corazón del antiguo “gorila haragán” estaba tan saturado de emociones, que apenas quedaba espacio para una punzante y dolorosa sensación de culpa, la de conocer el terrible contenido de la carta confidencial que se había filtrado en su despacho apenas dos días antes: aquella en la que el honorable señor Ishiguro aceptaba la petición formal de un tal Rocky Yoshikawa de ser designado como teppodama en una próxima operación suicida..

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