Ninja

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Capítulo 12

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Al cabo de un rato, Casey reapareció al fin en el comedor del apartamento de Taggart. No había mentido al asegurar que todo lo bueno se hacía esperar. Iba vestida para la cena con un vaporoso vestido gris perla, que resaltaba su espléndida figura, llevaba recogida su indómita melena rizada en una gruesa trenza tocada y había aplicado algo de maquillaje en sus mejillas. Aunque sabía que no lo necesitaba. Casey era la clase de mujer que no precisaba ayuda de cosméticos para deslumbrar.

Acto seguido accedieron a un segundo salón comedor, dotado de grandes ventanales con vistas a la bahía de Tokio. El cenador, refinado y sobrio, estaba alumbrado por unas luces indirectas color salmón, que sumían la habitación en un ambiente suave y acogedor. En honor a su invitado oriental, se sentaron alrededor de una mesa baja japonesa, sobre banquetas de respaldo alto. Tan pronto como empezaron a cenar, la conversación derivó hacia asuntos intrascendentes y jocosas trivialidades sobre las diferencias culturales y culinarias. Durante la primera hora, nada pareció indicar que aquello no fuera lo que parecía, una agradable velada en compañía de nuevos amigos. El elegante anfitrión, cual experto diplomático, era un maestro rompiendo el hielo y tenía razón respecto a las habilidades culinarias de su mujer, que estaba acompañando su exquisito estofado con algo más de sake de la cuenta. Al parecer ya no era preciso que Ray rellenase disimuladamente su copa tal como solía hacer antaño. Ahora la señora Taggart se encargaba de ello con soltura, casi con la misma velocidad con que la vaciaba.

—Bueno, —dijo Casey sonriendo con su copa en la mano mientras miraba de soslayo a Takeshi— aún no me has contado nada trascendente sobre nuestro apuesto invitado, Ray.

—Es cierto, cariño, discúlpame. El señor Takeshi es ahora mi nuevo ayudante, mi kohai, como dirían aquí. Acaba de llegar hace unos días directamente desde Los Ángeles para incorporarse a la empresa, y debo decir, que nos ha impresionado a todos. El jefe ha quedado gratamente sorprendido con él. Su reputación le precede.

—Vaya, igual que a ti la tuya, ¿no, querido? —dijo Casey sonriendo irónicamente, sin mirarle, mientras acariciaba el borde de su copa. Taggart la fulminó por un segundo con la mirada, pero ella lo ignoró por completo.

—Dígame la verdad, ¿está seguro de que no es usted un americano disfrazado, señor Takeshi? —preguntó una juguetona Casey, bromeando— lo digo, porque en todos los años que llevo aquí, jamás conocí a un japonés que hablara mi idioma con tan poco acento.

—No, señora Taggart. —Respondió el invitado con una cortés sonrisa— Nací en Osaka. Mis padres se mudaron a Tokio al poco de nacer yo. —la voz de Takeshi era grave, serena.

— ¿Y ha vivido mucho tiempo en Los Ángeles?

—He residido allí diez años.

— ¡Diez años! Debe haber sido duro para usted marcharse de allí después de tanto tiempo. Además, dicen que nadie es del todo extranjero en Los Ángeles.

—Digamos tan solo que ya nada me ataba a aquel lugar.

—Pero bueno, supongo que en diez años habrá tenido tiempo de hacer amigos, ya sabe, socializar. ¿O es cierto eso que dicen, que los japoneses y los suizos son las personas más tímidas del planeta? —Apuntó riendo sin malicia alguna.

—Casey, cariño, —le interrumpió Taggart en voz baja— creo que tal vez no deberías...

—Estuve casado cinco años, señora Taggart —le interrumpió Takeshi—. Mi mujer falleció en un accidente de coche en abril del año pasado.

El rostro de Casey afectó inmediatamente su arrepentimiento, tapándose la boca con la mano como el niño que descubre que ha roto la ventana del salón con su pelota.

— ¡Oh Dios mío! Lo siento. Lo lamento de veras, señor Takeshi, yo solo...

—No tiene importancia. —Contestó aquel tranquilizándola con una cortés sonrisa— Desde que ella murió, empecé a plantearme seriamente regresar a Japón, pero por alguna razón, no me decidía a hacerlo. Había allí muchos buenos recuerdos. Pero, aparte de ella, no había nada más que me importara realmente. Como bien mencionó su marido hace poco, a veces hay que soltar lastre para no caer. Y pensé que, si no tomaba pronto la determinación, me quedaría allí para siempre. El fallecimiento de mi padre, hace unas semanas, fue el acicate que necesitaba para dar el paso definitivo.

Tras expresar sus condolencias a su invitado por la muerte de su padre que del todo desconocía, Casey pareció dudar aquella vez antes de continuar, como si temiera volver a incurrir involuntariamente en otra descortesía.

— ¿Se arrepiente tal vez de haberlo hecho, señor Takeshi?

—No exactamente. Pensé que si me quedaba allí estaría solo en un país extranjero, pero ahora no estoy seguro de haber vuelto realmente a casa —su tono se tornó aquí sombrío—. El Japón que yo dejé no se parecía a este; casi no reconozco ni mi propia ciudad. Supongo que no puedo culpar a nadie. Tal vez algunos tengan razón y haya estado fuera demasiado tiempo.

— ¿Ves lo que has logrado? —Recriminó Taggart a su esposa— Has conseguido entristecer a nuestro invitado. Llevas seis años en este país y aún no has aprendido nada sobre diplomacia.

—Oh, vaya, y tú eres un experto en eso, ¿no es verdad, Ray? La suavidad y la diplomacia son tu especialidad. Tu punto fuerte.

Casey escupía frases emponzoñadas cual dardos de cerbatana cada vez que tenía ocasión. Eran su modo de avergonzarle en presencia de su nuevo compañero. Y a Takeshi no le había pasado inadvertido este hecho. Solo necesitó unos minutos para advertir que la relación entre Casey y su marido estaba tan muerta como la propia Candie, solo Taggart y su afán por guardar las apariencias la sostenían. «Por favor, no se preocupen por mí.», zanjó Takeshi sonriendo. «Sabía que el tema saldría a colación tarde o temprano. Además, ya no me afecta tanto como pueda parecer. Al fin y al cabo, crucé medio mundo para dejar atrás el pasado. Pero todos tenemos fantasmas, que vuelven a veces para perseguirnos.» Takeshi miraba a Taggart de una forma muy especial mientras pronunciaba esta frase, pero ninguno de los presentes lo advirtió.

—¿Y ha vuelto a ver a sus viejos amigos de la infancia?

—Eh... bien, realmente no. Pensé que acudiría alguno al funeral de mi padre, pero los pocos amigos que tuve han emigrado o han muerto. En realidad no había muchos, siempre fui bastante reservado, creo.

A Casey le sorprendía aquel semblante impertérrito al hablar de su pasado, como si lo que estuviera diciendo no le afectara en manera alguna.

—Entonces, ¿es cierto que no conoce a nadie en la ciudad? ¿A nadie en absoluto?

—Diez años es mucho tiempo, señora Taggart.

—En tal caso, espero que por favor, acepte nuestra sincera hospitalidad y también nuestra amistad. Los amigos en este país son un precioso tesoro. Si nos necesitara para cualquier cosa, no dude en acudir a nosotros.

Casey dijo este último “a nosotros” con la mano en el pecho, y usando el mismo tono con que diría “a mí”. Esto no pasó inadvertido a Takeshi, ni tampoco a su esposo. «Se lo agradezco infinito, señora Taggart. Su esposo también ha sido muy amable conmigo, desde el principio, al ofrecerme su ayuda para adaptarme a mi nuevo trabajo. Para ser sinceros, no esperaba un recibimiento tan cálido. Espero humildemente estar a la altura de mi gratitud.» Takeshi se mostraba sonriente y agradecido, incluso en exceso, como suelen hacer los japoneses al recibir un regalo inesperado. A Taggart parecía empezar a incomodarle aquella situación y decidió recurrir al humor para cambiar de tema.

—Cariño, creo que el señor Takeshi ya ha tenido ocasión de admirar tu hermoso cuadro rojo en el salón y al parecer le ha gustado casi tanto como a mí. Desde luego —continuó Taggart, sarcástico— no cabe duda de que, bueno, es un cuadro muy... grande ¿no es cierto, señor Takeshi?

Taggart bromeaba intentando aligerar el tono de la conversación.

—Eh... sí, en efecto, un... cuadro excelente. Creo que tuve ocasión de asistir a una retrospectiva de su autor en el Metropólitan hace algunos años. —Contestó Takeshi, fingiéndose azorado para seguir el juego de su interlocutor.

—Oh, por favor, dejadlo ya —interrumpió Casey gesticulando con la mano, mientras su marido se reía— Le ruego que no haga el menor caso a mi marido, señor Takeshi. Ray no sabe apreciar en absoluto el arte moderno. Compró el cuadro del salón tan solo como inversión, pese a creer que un mono amaestrado hubiera podido pintarlo igual de bien.

Takeshi la observaba con la misma intensidad con la que había mirado a Katsuo hacía una semana, cuando atravesó su mano con la daga. El falso japonés estudiaba disimuladamente sus claras mejillas de leve rubor encarnado, aquellos gruesos labios arrogantes de una sensualidad innata, pintados de rojo oscuro. El perfil de Casey tenía, sin duda ahora, la certidumbre de una belleza que cinco años atrás tan solo estaba esbozada. Si aquella noche pensó que sus ojos eran color avellana, ahora descubriría que el verde esmeralda predominaba sobre él. Era su rostro una mezcla fascinante y seductora, por momentos se diría aún tan solo una joven risueña, pero en otros, parecía haber vivido una eternidad. Y estaba ahora sin duda ese desdén aristocrático, que se había instalado de forma más reciente en su mirada. Había aprendido, en aquellos cinco años, a usar aquella sabiduría ancestral que solo las mujeres realmente hermosas poseían, esa capacidad innata para usar como arma su belleza felina y mantener al resto del mundo a distancia, con miradas fulminantes y letales como transparentes dagas de hielo verde. Sin duda, esta nueva Casey era una creación más de Taggart, revestida de sofisticación y elegancia, modelada a su gusto, como se retuercen contra natura las diminutas ramas de un bonsái, estrangulando con crueles alambres su verdadera forma para obtener una bellísima aberración del orden natural. Le había llevado cinco años someterla, pero Ray había hecho un buen trabajo. Solo que acaso hubiera destruido su alma en el proceso, tal y como hizo con Candie, antes de matarla. Takeshi la miró calladamente a los ojos y vislumbró la insondable soledad que yacía en ellos, oculta tras las pupilas dilatadas de su interlocutora, a la que el alcohol empezaba ya a afectar visiblemente tal como lo hiciera cinco años atrás en aquel restaurante. «Gracias, Casey», pensó Takeshi. Ahora tenía otro motivo más para odiar a Taggart.

―Por cierto ―comentó para romper el incómodo silencio― Creo recordar que el señor Taggart no mencionó aún su ocupación, señorita Casey.

―Trabajo por las mañanas en la universidad de Sofía, como ayudante interina del catedrático de Historia japonesa, el doctor Miyazaki, dando clases a los alumnos americanos de intercambio.

―Y ¿Le gusta?

―Me apasiona, señor Takeshi, excepto por el hecho de que trabajo lo mismo que ese bastardo machista de Miyazaki y cobro menos de la mitad que él. Pero no puedo quejarme, soy afortunada... ―añade sarcásticamente― O, al menos, eso opinan mis otras compañeras de claustro.

―Mi esposa, señor Takeshi, está algo... descontenta con su actual situación en el claustro de la universidad. En realidad, le he dicho a menudo que, ahora que tenemos una hija, no tendría necesidad de...

―Oh, Ray por favor, no empieces tú también ―replicó secamente Casey, que apuró de un trago su sake, para pasarse al whisky.

―¿Continúan por tanto las mujeres teniendo los mismos problemas laborales en Japón? De hecho, yo pensaba que hacía tiempo que...

―Algunas cosas nunca cambian, señor Takeshi ―le interrumpió Casey―. Todavía somos tratadas como ciudadanos de segunda. Oh, sí, se nos tolera como competencia en el trabajo, sí, pero el ascenso y, sobre todo, la consideración seria, son una maldita utopía. Y ser una gaijin en este país no facilita las cosas.

―Por cierto, si me lo permite, he podido observar que tiene usted un acento muy particular. ¿De dónde exactamente, señorita Casey?, ¿Escocia, tal vez?

―Irlanda. Pero nos trasladamos a América cuando era adolescente.

―Es cierto, es cierto ―dijo Taggart riendo forzadamente―. A mi mujer solo le sale su acento irlandés cuando se enfada o cuando bebe ―continuó en un suave tono de advertencia― Y esta noche han sido ambas cosas ¿verdad, cariño? ¿No crees que ya deberías...?

Casey le ignoró abiertamente y continuó hablando.

―Nací en el Ulster, pero mi padre era católico, ¿entiende? Él también era profesor de historia y cultura japonesas. Era un hombre sensible y odiaba aquel ambiente de crispación, así que, cuando le ofrecieron aquel puesto en América, nos largamos a la primera de cambio. Nos trasladamos cuando yo aun tenía trece años. ―Su voz se atenuó entonces con un poso de amargura― Pero mi padre jamás se acostumbró a vivir lejos de Irlanda. Y supongo que yo tampoco. Tal vez por eso puedo entender su situación ahora, señor Takeshi. Tener raíces es tan importante.

El pretendido japonés asintió en silencio. Ray, molesto, empezaba a sentir cómo le excluían de la conversación, y esto parecía divertir secretamente a Takeshi.

―Sí, supongo que los tres ―subrayó imperceptiblemente estas palabras― hemos vivido una situación parecida en nuestras vidas, ¿verdad, cariño?

Casey seguía ignorándole como si no existiera.

―¿Y qué fue lo que la trajo pues a Japón, señorita Casey?

El rostro de la joven se iluminó al recordar el comienzo de su estancia en la isla. Empezó a expresar su amor por la poesía y la música niponas con inusitado ardor. Takeshi la había oído hablar ya antes de aquella manera, cuando él era otro hombre y ella una mujer muy distinta. Pero ahora sus palabras no le parecían ya una tediosa letanía, sino que resonaban nuevas en sus labios, como formas recién talladas en el hielo antes de derretirse. Por un instante, se preguntó por qué. Taggart se fingía a su vez vivamente interesado, aunque su incomodidad se iba transformando gradualmente en ira silenciosa, ante la evidente actitud de su esposa. Por su parte, Casey pretendía indiferencia, pero había algo en su invitado que se lo impedía, algo que a la vez la repelía y agradaba. Quizá aquel matiz sombrío en su mirada, o ese rostro anguloso y áspero, que parecía esculpido en bronce. Tal vez el modo en que se mantenía distante y sereno al hablar de su esposa o su soledad, sin quejarse ni pedir disculpas por su dolor. La bella anfitriona había tenido un presentimiento al conocerle, había algo remotamente familiar en aquel hombre, pero no podía precisar el qué. Algo escondido en sus gestos, como esa melodía incompleta que se repite incesante en tu cabeza, sin llegar a formar una canción. Casey presentía que había algo escondido en la mirada de aquel nipón de apariencia inofensiva, algo impredecible, incluso peligroso. Y eso, aunque nunca lo admitiría, le excitaba. Y el falso japonés no era ajeno a ello. Durante aquellos años en las montañas, había agudizado sus sentidos hasta niveles casi animales. Podía apreciar cómo el deseo alteraba sutilmente el olor corporal de la joven dilatando sus pupilas, coloreando sus mejillas, aportando un brillo sensual a sus labios, como una ofrenda secreta destinada a él. Una fresa en un acantilado.

Hiyori.

De pronto, con un familiar escalofrío, comprendió que había olvidado por completo el verdadero motivo por el cual estaba allí. Disculpándose, se dirigió al cuarto de baño donde enjuagó su cara abundantemente, en un intento de aclarar sus ideas. Observó su propio rostro mojado en el espejo, que, una vez más, le devolvió el de un extraño. Había estado pensando como lo haría Dallas, pero ya no era él, era Takeshi. Takeshi Kojima. Y había regresado a Tokio para matar a tres hombres. Tres hombres que merecían morir mil veces. No podía permitir que ningún sentimiento ajeno a la venganza comprometiese su resolución. Y no lo haría. Entonces recordó que Tukusama le había contado que era costumbre medieval entre los Shogun, no tomar jamás alimento alguno en casa de sus enemigos, ni aceptar de ellos ningún regalo o favor. Debió haber hecho caso al Sensei. Jamás debió haber entrado en aquella casa. Cuando regresó al salón comedor, encontró a Taggart y su esposa discutiendo acaloradamente a gritos. Una de las mejillas de Casey estaba visiblemente hinchada. Era evidente que Taggart la había abofeteado. En un acceso de furia, Casey tomó en sus manos un vaso de whisky e hizo el gesto inequívoco de arrojarlo al rostro de su esposo, pero algo le detuvo. Taggart no se movió. Se quedó en pie, sonriéndole desafiante con una expresión de triunfo en el semblante. Sabía que no sería capaz de hacerlo. Y tenía razón. En lugar de ello, su esposa arrojó el vaso al suelo y se marchó llorando, desapareciendo en una de las habitaciones. Entonces su invitado entendió lo que Ray había conseguido al fin, había destruido a Casey. Le había arrancado su esencia. Estaba derrotada, perdida. Takeshi tuvo que tragarse su propia hiel para contenerse y no lanzarse sobre él. Pero no hizo nada. Tan solo repitió mentalmente la letanía de su venganza: “Proteger la máscara por encima de todo.” El falso japonés se marchó de allí pretextando un dolor de cabeza, tras escuchar las azoradas disculpas de Taggart excusando a su mujer. Entonces volvió esa extraña sensación de deja vu. La cena, la borrachera, la copa. Cinco años después la misma escena había vuelto a repetirse, como en una representación. Solo que ahora el escenario era trágicamente distinto. Al verse reflejado a sí mismo en el espejo del ascensor, el amargado farsante tuvo la sensación de estar viviendo el sueño de otra persona.

 

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