Ninja

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Capítulo 1

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Cinco años después

 

Una repentina e intensa llovizna había empezado a refrescar el ambiente otoñal, haciendo por momentos respirable la enrarecida atmósfera tokiota, sofocada últimamente por la ceniza industrial. Las gotas repiqueteaban sobre el asfalto quebrando en cada charco manchas violáceas de aceite de motor que reflejaban un cielo color de cinc. Eran las siete de la mañana cuando una limusina negra Mercedes Benz se detuvo frente a la marquesina del Edificio Sakamoto. Del interior del lujoso vehículo se apeó un chófer asiático uniformado que, desplegando un amplio paraguas negro, se dirigió a la entrada del edificio. Allí le aguardaba un caballero occidental de unos cincuenta años vestido con un elegante abrigo gris que miraba con preocupación sus zapatos de piel de ante, casi resignado a echarlos a perder por culpa de la lluvia.

―Ohayo gozai-masu, Niko-san. ¿O genki-desu-ka?

―Domo, genki-desu, Taggart-san.

El americano acostumbraba a saludar siempre a los empleados en su propio idioma aunque sabía que en realidad no era necesario, ya que jamás se le dirigían si él no lo hacía primero. Cobijado bajo el paraguas, Ray Taggart entró en la limusina con aire displicente y gesto cansado, y prendió de forma maquinal uno de sus Gauloises largos con filtro. Sentados frente por frente a él, en el habitáculo climatizado de la limusina, dos corpulentos guardaespaldas le saludaron con una reverencia, mudos como esfinges de granito bajo sus gafas oscuras. Ray les ofrece cigarrillos por pura costumbre, aun sabiendo de antemano su silenciosa negativa. Hacía ya varios años que los escoltas se habían convertido en una parte más de su mobiliario. Había aprendido a ignorarlos hasta olvidarse de ellos por completo.

Somnoliento, Ray se recuesta sobre el asiento tapizado en piel y mira distraídamente por la ventanilla, mientras el coche se encamina al aeropuerto de Narita, en las afueras de la ciudad. Taggart exhaló el humo hacia abajo e, involuntariamente, un gesto de malestar torció sus labios. No había nada que detestase más que empezar el día con una agria discusión doméstica. Hacía ya varios meses que Casey no dejaba de insinuar, cada cierto tiempo, la posibilidad de regresar a los Estados Unidos con la niña si las cosas no cambiaban. Aquella mañana Ray había estallado. «Si las cosas no cambiaban». ¿Y qué demonios era eso que tenía que cambiar?, ¿su carácter?, ¿su empleo?, ¿o acaso su tren de vida? No, seguro que eso no quería que cambiase.

Hacía bastante tiempo que las cosas habían empezado a torcerse. Y Ray lo sabía bien. Casey no dejaba de recriminarle a todas horas por el modo en que su trabajo le absorbía, y que apenas dedicara tiempo a su hija. Estaba casi seguro de que, en el fondo, también lo culpaba a él por lo de Theresa. Incluso eso también debía ser culpa suya. Se preguntaba qué diría su bella e inocente esposa si realmente supiera para quién trabajaba. Si supiera en qué consistía exactamente su labor. Era increíble que aún siguiera pensando que trabajaba para la Koga corporation. Y es que no había peor ceguera que la de aquellos que no querían ver. Aún podía oír en su cabeza sus duras palabras de hacía apenas unos minutos reprochándole, por enésima vez, su excesiva devoción por los casinos. Tal vez no debió haberla abofeteado de esa manera aquella mañana, pero ¿quién podría culparle?, todo hombre tiene un límite. Somos humanos.

Pero lo peor era que Ray sabía que ella tenía razón. Toda la maldita razón. Odiaba que siempre la tuviera. Su antigua afición al juego se había convertido en una obsesión incontrolable que estaba vaciando por momentos su cuenta bancaria. Su sueldo millonario apenas le alcanzaba, en los últimos tiempos, para cubrir sus cuantiosas deudas. Afortunadamente, hasta el momento, había conseguido mantenerlo en secreto. Si sus superiores lo supieran, la situación podría volverse peligrosa. Ray conocía de primera mano lo que eran capaces de hacer. Tenía que afrontarlo: después de tan solo cuatro años, su matrimonio hacía aguas. Algunas veces, su situación actual le recordaba a su anterior matrimonio con Candie. «La pobre Candie», pensó. Pero esta vez las cosas eran muy distintas. El nacimiento inesperado de su hija Theresa lo había cambiado todo; y no para mejor. Maldición, a fin de cuentas, él también podría quejarse de cómo, desde que su hija nació, ella apenas tenía un minuto para él. Cada vez estaba más fría y distante. Pasaba más tiempo cuidando a la niña o dando clases en la maldita universidad, que atendiéndole a él. Ya casi nunca hacían el amor. No era extraño pues, que buscara otros estímulos, aunque fuera en el casino. ¿Ludopatía? ¡Al infierno! Tan solo se preguntaba qué había sido de su proverbial buena suerte de antaño.

En el exterior del coche, sobre las atestadas aceras, un enjambre de paraguas negros se arremolinaba sobre una gran mancha roja en la acera, iluminados a ráfagas por la luz azul intermitente de un coche de la policía japonesa. De la informe masa carmesí esparcida sobre el pavimento, asomaba algo similar a un pie. Otro suicida. «Es el séptimo Superman, y solo en lo que va de mes», pensó. En Japón la tasa de suicidios era la más alta del mundo. Sobre todo entre los ejecutivos y funcionarios desde la reciente nueva quiebra de la bolsa. “Estrés terminal”, decían, la enfermedad del siglo XXI. Todo resultaba tan acelerado que el cerebro simplemente no podía digerirlo y se bloqueaba de pronto, como lo haría un ordenador. Otras veces los hallaban aparentemente dormidos, sobre los teclados de sus portátiles, después de jornadas maratonianas de más de treinta horas; pero en realidad estaban muertos. En Japón lo llamaban karoshi; muerte por exceso de trabajo. Había leído que el estrés terminal provocaba los mismos síntomas que se detectaron en reos que habían sido torturados. Por eso, aquella mañana llovían ejecutivos en Shinjuku. Ray observó al grupo desapasionadamente hasta que cambió el semáforo. Los perdedores le ponían enfermo. Él, por encima de todo, era un superviviente.

Inopinadamente, un ataque de tos matinal le acometió por sorpresa, haciéndole arquearse en el asiento, tosiendo. Taggart encendió otro cigarrillo y aspiró con avidez hasta calmarse, como quien inhala oxígeno de una escafandra submarina. Reconocería entre dientes que en los últimos años había descuidado un poco su forma física, el trabajo le absorbía por completo. De pronto, como un esqueleto bailarín saliendo de un armario, la imagen de Dallas Parker acudió a su memoria. Era curioso, hacía mucho tiempo que no pensaba en él. Aún recordaba aquellos intensos partidos de squash que ambos compartían hacía años en el club deportivo. Una breve sonrisa nostálgica acudió a sus labios mientras exhalaba el humo, negando con la cabeza. El viejo Dallas. En el fondo, lamentaba de veras que todo se hubiera torcido y hubiese tenido que acabar de aquella manera. Pero a fin de cuentas, él mismo se lo buscó y no porque él no se lo advirtiera. Nunca había sentido ningún remordimiento en ese aspecto. Ni en ningún otro, en realidad. Ray era un hombre práctico. Y Dallas, un estorbo. Un lastre de su pasado que estaba mejor muerto. Al final el pobre Dallas resultó ser tan solo otro perdedor, como aquel tipo despanzurrado en la acera. Por otra parte, debía agradecerle a su antiguo colega su actual situación laboral como jefe asesor legal de los Nakashima. Ray ocupaba ahora el mismo lugar que Dallas ocupó en el clan antes de morir, incluso disfrutaba de un mejor sueldo. Sí. Se lo había arrebatado todo. Aquella partida la había ganado él. Pero las cosas no habían salido tan bien como esperaba. De algún modo, el maldito Dallas lo había trastocado todo al morir. Nunca fue un buen perdedor, no señor. Ni siquiera después de muerto. El clan Nakashima actual era ahora muy distinto del que Dallas conoció. Pese a que Kenshiro seguía siendo el líder oficioso, todo el mundo sabía ya la verdad. Desde la muerte de su mujer, Hiyori, que, paradójicamente él mismo ordenó, el anciano Oyabún se había convertido en un patético pelele borracho, que pasaba el día balbuciendo incoherencias sobre su esposa muerta. En todos aquellos años, Ray solo lo había visto en persona un par de veces. Sus colaboradores se habían encargado de ocultarlo y guardar las apariencias, siquiera por el momento. El verdadero poder había pasado a manos del temible Katsuo. Un liderato que, a estas alturas, nadie se atrevía a cuestionar ni rebatir. Bajo su mando, el clan había crecido de nuevo, aumentando su influencia hasta las más altas esferas políticas. «Hace tan solo unos años, nadie hubiera sospechado que ese enorme perro amarillo albergara tan insaciable sed de poder», pensaba Ray. Todos se equivocaron.

Pero Taggart había aprendido a estar bien informado. Gracias a sus fuentes, ahora sabía todo lo necesario sobre el que sería el proyecto más ambicioso de Katsuo: su intención secreta era establecer un pacto de cooperación con las tríadas mafiosas de Hong Kong. Quería negociar con los temibles Dragones Negros para establecer un nuevo “puente de la droga” entre Asia y Japón. Bajo su control, por supuesto. Sin duda, la mayor operación mafiosa a gran escala en la historia de la Yakuza. En realidad, Ray aún no sabía en qué manera sacaría tajada de todo ello. Pero todo se andaría en su momento.

La limusina avanzaba suavemente por la autopista, aproximándose al aeropuerto de Narita. Desde la ventanilla, Tokio presentaba una tonalidad plateada y gris bajo la lluvia. Ray consultó su reloj Cartier de oro y, suspirando, se decidió por fin a echar un vistazo al expediente que había sobre el asiento de la limusina, sin demasiado interés. No se dirigía al aeródromo para tomar un vuelo, sino para recibir a un recién llegado. Un nuevo aspirante a miembro del clan llamado Takeshi Kojima; único hijo de Saburo Kojima, antiguo lugarteniente de Katsuo. Al parecer, a la muerte de su progenitor, había regresado a Japón para ocupar su lugar en el clan, tras presentar sus respetos al Oyabún, según manda la estricta tradición yakuza. El regreso del hijo pródigo. Según su dossier, el muchacho tenía ahora treinta y ocho años y había vivido durante diez en Estados Unidos ejerciendo como abogado. Y por sus credenciales, bastante bueno. Taggart reconocía los nombres de muchos bufetes para los que había trabajado. Tendría que tener cuidado con él, parecía un joven tiburón en busca de ascenso rápido. Y Ray sabía que su posición dentro del clan bajo el mandato de Katsuo era mucho más inestable de lo que hubiera sido bajo el de Kenshiro: Katsuo odiaba abiertamente a los occidentales y no ocultaba su desprecio personal hacia él. Pero había aprendido rápido a cuidar sus intereses. Habría de asegurarse de que el nuevo aspirante ocupase un lugar adecuado en el clan. Uno en el que no estorbara demasiado a sus propósitos.

 

 

 

 

 

 

 

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