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PRIMER INTERLUDIO » Capítulo 2

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PRIMER INTERLUDIO

Capítulo 2: Cobaya humana

Cuando Dallas Parker despertó, lo primero que vio fueron cuatro tubos fluorescentes parpadeando sobre él en un techo completamente blanco. Su primer pensamiento fue que se hallaba todavía en aquel condenado hospital. Pero pronto descubriría que su situación era peor aún. No sabía dónde estaba, ni cómo había llegado hasta allí. Tan solo recordaba un largo y nebuloso viaje por carretera, pero debió ser inconsciente o narcotizado. Igual que estaba ahora.

La fiebre había bajado y había dejado de toser, pero estaba demasiado débil para intentar siquiera levantarse de la cama. La habitación estaba completamente vacía, a excepción de una pequeña mesa metálica con ruedas sobre la que había un aparato cuyo pitido le acompañaría día y noche. Un delgado tubo de goma bajaba directamente hasta su antebrazo desde una bolsa de suero suspendida de una percha metálica. Más tarde comprobaría que su pierna y su brazo estaban vendados y suturados. El primer y único rostro humano que vio durante la primera semana fue el del fornido y silencioso ayudante del doctor Sakata. De rostro recio y pelo hirsuto, Dallas lo bautizó “el luchador” por su aspecto aguerrido. Aquel individuo no parecía hablar su idioma y pese a su insistencia, jamás contestaría a sus preguntas. Era él quien varias veces al día le administraba cuatro dosis de una sustancia desconocida en los brazos, por vía intravenosa. Incluso le limpió y alimentó pacientemente como a un bebé durante los primeros dos días, hasta que el americano empezó a recobrarse.

El titánico esfuerzo por sobrevivir durante las tres jornadas de la huida, unidos a la fiebre y la pérdida de sangre, habían consumido con mucho sus últimas fuerzas, dejándolo al borde mismo de la muerte. Sakata apuntaría después que fue un auténtico milagro que hubiera conseguido siquiera llegar vivo hasta su despacho en la ciudad. Tan solo su férrea voluntad de sobrevivir le mantuvo con vida. Pero esa era precisamente la principal razón por la que Sakata estaba tan interesado en él.

El americano pasó dormido la mayor parte del tiempo durante la primera semana. Sus sueños estaban inundados por vívidas pesadillas en las que, cada noche, la puerta cerrada de su habitación se abría, para dar paso al horror. Al cabo de tres largos días, su cuidador pareció apiadarse de él e instaló una pequeña televisión para ayudarle a pasar las interminables horas de obligado reposo. Dallas no recordaba haber visto tanta televisión en toda su vida. Con ojos enmarcados por cercos a causa de no dormir, descubriría la gastronomía japonesa en surrealistas programas de cocina, e incluso empezaría a seguir un dorama o culebrón romántico. Tras una semana, “El luchador” retiró cuidadosamente con unas tijeras los vendajes de las extremidades, y Dallas comprobó estupefacto, que las heridas de bala habían cicatrizado milagrosamente, con la desconocida medicación que estaba recibiendo.

A partir de aquel momento, la segunda semana fue agotadora. Un escáner por láser registró su cabeza para poder reconstruirla virtualmente en tres dimensiones. Tomaron muestras de su cabello, piel y uñas, así como de sangre y orina. Al tercer día, Dallas descubrió un nuevo tipo de dolor, cuando punzaron con una aguja su columna vertebral para extraer células vivas de su médula espinal. Cada amanecer, inyectaban tres o cuatro sustancias desconocidas en su torrente sanguíneo, que le producían reacciones alérgicas diversas.

Le administraban pastillas e inoculaban colirios en sus ojos, cuyo escozor le impedía dormir por las noches. Sin que el silencioso luchador respondiese jamás a ninguna de sus desesperadas preguntas. Su terror patológico a los hospitales convertía su encierro en un martirio.

Casi hubiera preferido a la implacable Yakuza, a ser torturado en aquella claustrofóbica mazmorra, pero estaba demasiado débil para hacer nada y sabía que, fuera de aquellos muros, estaba perdido. El hombre más duro empezaba a preguntarse cuánto tiempo más podría aguantar, antes de romperse.

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