Ninja

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Capítulo 2

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Amanecer carmesí

 

Las primeras luces del alba anunciaban un nuevo despertar para la ciudad durmiente, apenas leves destellos ahogados por gruesos nubarrones que confirmaban la tormenta en ciernes. Desde el amplio ventanal de uno de los lujosos apartamentos privados de la Torre Nakashima, un borracho Kenshiro era testigo de la llegada del nuevo día, con desapasionada actitud. Vestido con un yukata negro de seda, fumaba maquinalmente un cigarrillo sin filtro sosteniendo con la otra mano una botella de ginebra casi vacía. El humo ascendía sin prisa por la habitación mientras la luz rojiza del sol naciente iluminaba el rostro ajado del hombre que se reflejaba en el cristal, devolviéndole una imagen de amarga decadencia. Era difícil reconocerle a primera vista. Demacrado y sin afeitar, su cara parecía haber envejecido veinte años en solo un lustro. Profundas ojeras se hundían en sus pómulos enmarcando unos ojos cansados y enrojecidos. Unos ojos muertos tiempo atrás, como piedras negras ausentes ya de toda emoción. Dos penetrantes arrugas transversales partían su mandíbula desde las comisuras de los labios hasta sus descolgadas mejillas, dibujando el rictus de un hombre profundamente amargado. Su frente estaba congelada en un gesto de rencor perpetuo y apenas quedaba ya sobre su cabeza un ralo mechón despeinado de su antaño impecable cabellera. Kenshiro era ahora la sombra de Kenshiro. Su cuenta bancaria no había menguado, sino más bien al contrario. El Oyabún tenía a su alcance absolutamente todo cuanto el dinero podía comprar, pero de nada le servía.

Por un momento se acordó de Dallas Parker. Fue como un soplo de viento lo que lo trajo a su memoria sin venir a cuento. Era extraño, hacía mucho que no pensaba en él. El alcohol, como un infalible elixir de amnesia, había conseguido alejarlo de su memoria casi por completo, no así el acervo fruto de sus actos. Su vida había dejado de tener sentido desde el amargo instante en que acabó por aceptar que el maldito americano había muerto realmente.

Durante años, empleó todos los medios a su alcance para encontrarle, pero fue inútil. Todo era ya inútil. Había aceptado, al fin, que no habría venganza alguna ni satisfacción, por mezquina que fuera, que mitigase su agonía; tan solo le quedaba ya el dolor. Y los remordimientos. Hacía años que el clan y su inmenso imperio habían dejado de importarle lo más mínimo.

Kenshiro Nakashima. El líder del clan Yakuza más poderoso de Japón, el hombre que dirigía los destinos de la gran metrópolis desde su escritorio. El hombre más admirado. El más temido. El hombre que lo tuvo todo. Ahora no tenía nada. Tan solo un odio ciego y cáustico, carente de objetivo. Su vida se había convertido en un pozo negro insondable del que era imposible salir vivo. Y cada amanecer era solo el preludio de la muerte en vida. Como ahora. El Oyabún había pasado toda la noche bebiendo y ahora al fin volvía a sentir que había segregado el suficiente veneno en sus tripas para jugar otra vez a su pequeño juego privado. A su espalda oye una aguda voz de mujer, casi de niña, llamándole a la cama con insistencia mimosa. Es una voz aniñada y juguetona, vestida de simulado candor. «Tan diferente a la de Hiyori como un ángel de una cucaracha», piensa Kenshiro. La prostituta se estira, desperezándose, y se contonea sensualmente bajo las sábanas de seda, dejando entrever el coqueto tatuaje de un hada en su nalga izquierda. Es realmente casi una niña.

Sobre la cabecera del lecho circular, hay una enorme foto ampliada de Hiyori en blanco y negro. Una foto tan grande que cubre casi toda la pared, llenando con su avasalladora presencia toda la habitación, como un gigante que observara una casa de muñecas. Kenshiro se acerca hasta el lecho, notando como se le acelera el pulso, y empina la botella hasta vaciarla por completo, arrojándola a continuación contra la pared, donde se rompe en mil pedazos. Sonriendo, ella finge excitarse ante el inesperado estallido de violencia, cree que van a volver a jugar, pero se equivoca de juego.

La prostituta borracha es una estudiante de veintiséis años, pero aparenta menos de dieciocho. En Japón a las prostitutas juveniles se las conoce como joshkoses. En el país del sol naciente, el oficio más viejo del mundo es una actividad casi aceptada socialmente. No es algo reservado a marginadas o profesionales, sino a todas aquellas mujeres que quieran ganar algún dinero extra. Una chica de instituto puede ejercer durante unos cuantos años y luego casarse felizmente. Si albergas algún deseo sucio y tienes dinero para pagarlo, el límite será tu imaginación.

La prostituta borracha se llama Miyoko. Se parecía vagamente a Hiyori, por eso la eligieron. Cuando le dijeron en la agencia de citas que esa noche trabajaría para los Nakashima se alegró mucho, sabía bien que eso podía significar mucho dinero, drogas gratis y tal vez algún regalo extra. Los yakuza solían ser bastante espléndidos con las meretrices si aquellas hacían bien su trabajo. Cuando hacía solo unas horas, Kenshiro le había hecho el amor tiernamente, mientras susurraba en su oído el nombre de la mujer de la fotografía, a Miyoko le había parecido tan solo otro pobre viejo solitario y triste como tantos otros que había conocido. Incluso llegó a sentir genuina compasión por él. Pero ahora aquel hombre estaba completamente borracho y había sacado un revólver de uno de los bolsillos de su yukata y aquello había dejado de ser divertido. Ya no quería estar allí. Miyoko solo quería irse a casa. Pero ya era demasiado tarde.

La chica miraba paralizada el arma en la mano del yakuza, incapaz de articular palabra, haciendo todo lo posible por no perder la compostura, como le habían enseñado. Kenshiro se dirigió a un cajón de la mesa y extrajo de él un grueso fajo de billetes, arrojándolo sobre la cama sin mediar palabra. Miyoko miraba asustada el fajo sin entender qué pasaba.

—¿Qué... qué es lo que quieres que haga ahora? —Preguntó al fin con su verdadera voz.

—Vamos a jugar a un juego.

El Oyabún abrió el tambor vacío del revólver e introdujo en él una sola bala, cerrándolo a continuación y girando el tambor arbitrariamente.

—Si ganas el juego, todo este dinero será para ti, si pierdes morirás. Es sencillo, ¿verdad?

La muchacha comenzó a reír de forma nerviosa y atropellada, celebrando la broma de su anfitrión, como si acabara de entender un chiste. Había oído que los yakuza eran excéntricos a veces, que solían gastar bromas pesadas. Quería creer que solo era eso. Pero su sonrisa se congeló junto con el resto de su sangre cuando Kenshiro, sin dejar de mirarla con sus ojos muertos, dirigió el arma contra su sien y apretó el gatillo sin vacilar.

Clic.

La joven dio un grito y saltó hacia atrás asustada al oír el chasquido. Pero su terror aumentó cuando el borracho Kenshiro le puso el revólver en la mano, exhortándola a utilizarlo. Miyoko notó cómo todo su cuerpo comenzaba a temblar al sentir el peso frío de aquel objeto entre sus dedos. El Oyabún la miraba con sádica intensidad en su rostro, pero el tono de su voz era falsamente cálido, casi afectuoso. Como si realmente se tratase solo de un inocente juego. «Hazlo», susurró el anciano, «levántala y apóyala en tu sien. Vamos, es fácil.» Sus manos temblaban violentamente sosteniendo el revólver contra su cabeza. Una risa sorda e histérica agitaba su pecho al tiempo que musitaba incoherencias sobre una supuesta broma. No quería creer que el arma estaba cargada de verdad, aquello estaba yendo demasiado lejos. Por un momento sus ojos miraron implorantes a los del Oyabún. Sabía que si no obedecía la matarían de todas formas, la matarían. «¡Hazlo!» Su voz tronó en un japonés gutural y salvaje. Miyoko, asustada, apretó el gatillo inconscientemente, incapaz de pensar.

Clic.

Miyoko sintió como si todos sus músculos se aflojaran de golpe al oír el chasquido metálico salvador. Empezó a llorar como una niña, mirando con incredulidad cómo el Oyabún, ahora realmente excitado, le arrebataba sin esfuerzo el arma arrancándosela de entre los dedos para volver a dirigirla tranquilamente contra su sien palpitante. El vetusto mafioso la observaba con una expresión animal en su rostro sudoroso. La joven rezaba con todas sus fuerzas para que la bala estuviera en la recámara. Imploró a Dios, a la virgen y a los santos para que la bala estuviera allí. Por Dios, tenía que estar allí. Oh, buen Dios.

Clic.

Las lágrimas resbalan ahora sin control sobre su rostro desencajado. Suplica desesperada uniendo ambas manos. Esto no puede estar ocurriéndole a ella, solo tiene veintiséis años, nadie se muere a esa edad, nadie que ella conozca. Ella no quiere morir. Aun no ha llegado su hora. La frente del Oyabún está inyectada en sangre cuando le pone el arma de nuevo en las manos, ordenándole continuar. La mira imperturbable, sordo a sus súplicas, con un rictus salvaje y excitado, más allá de cualquier sentimiento de humanidad. El cañón del revólver roza tembloroso la sien de la muchacha, perlada de sudor frío. Ha cesado de suplicar y solloza exhalando el aire en silencio. Por algún motivo se acuerda de su madre. Reza y promete que nunca volverá a hacer nada malo. Reza para que la bala no esté ahí, para que todo sea una broma. Oh, Dios. Esto no puede estar pasando.

El sonido del disparo atronó la habitación, empujando brutalmente la cabeza de la chica hacia la derecha. Miyoko se derrumbó sobre un costado como un muñeco roto con la pistola aun humeante en la mano. En unos segundos el cuerpo dejó de temblar y la habitación quedó en silencio. El Oyabún ni siquiera la estaba mirando cuando sonó el disparo. Su mirada ebria estaba fija sobre el retrato de Hiyori en la pared, ahora salpicada de sangre. El anciano se levantó tembloroso y tomó otra botella del aparador, llenando un vaso entero de ginebra con el pulso aún temblándole por la adrenalina. Se sentía vivo. Más vivo que nunca. «Solo por esto ha merecido la pena», pensó. Únicamente lamentaba que el juego hubiese terminado tan pronto. Y que la bala no hubiese sido para él. Eso habría sido perfecto. Pero ese era su destino. Tal vez la muerte tenía sus propias razones para ignorarle, tal vez no podía tocarle. Se sentía grande, como un dios pagano aceptando indolente otro sacrificio humano. Kenshiro no sentía el menor remordimiento por la muerte que acababa de provocar. Había matado o destruido a tantos cientos de hombres y mujeres a lo largo de su vida, que uno más en la lista no cambiaba nada. Nada en absoluto. Era la ley natural que los demás murieran. El Oyabún se dirigió de nuevo a la ventana con paso inseguro y apuró el vaso de un solo trago. Afuera la lluvia se había intensificado. La tormenta estaba casi encima. Las gotas de lluvia sobre el cristal se reflejaban en su rostro causando el efecto de que este se estuviera derritiendo, como una estatua de cera.

Por encima del hombro echó un vistazo al cadáver de la chica, con una vaga curiosidad. La cabeza era ahora una masa informe de pelo y restos humanos. No importaba. Ellos lo limpiarían todo, siempre lo hacían a la perfección. Por la tarde todo estaría otra vez desinfectado e impoluto como si nada hubiese ocurrido en aquella habitación. Y mañana por la mañana ni siquiera se acordaría de nada. El bendito alcohol se encargaría de limpiarlo también de su memoria. Siempre lo hacía. Todo podía borrarse. Y él seguiría siendo Kenshiro Nakashima. Evitando mirar a los ojos abiertos de la muchacha se acercó tambaleándose hasta el retrato de Hiyori e intentó borrar las manchas de sangre que lo habían salpicado, pero solo consiguió extenderlas. Afuera la tormenta ya había comenzado.

 

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