Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 1

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El viento levantó la falda de Nina Brummer cuando bajó del taxi, y vi sus hermosas piernas. Al mismo tiempo empezó su rubio cabello a volar locamente por encima de su cabeza. En su debilidad, ella vaciló sobre los pies y tuvo que apoyarse en el coche. El chofer descendió y la sostuvo. Luego sacó el equipaje de Nina Brummer del fondo. Un abrigo de nutria del Canadá y un joyero negro en forma de dado. Y nada más. Llevó los dos objetos al interior del vestíbulo encristalado del aeropuerto de Düsseldorf-Lohausen.

Nina Brummer le siguió sobre inseguras piernas. La tempestad se desataba a su alrededor. Llevaba un vestido sastre de color blanco y negro a cuadritos, muy ajustado, zapatos negros de alto tacón y guantes negros. Su cara estaba pálida como la nieve, y el rojo carmín de los labios resaltaba de forma chillona.

Yo había aparcado el «Cadillac» un poco lejos de la entrada de la aeroestación. Hacía un cuarto de hora que esperaba a Nina Brummer. Había creído tener que esperar, más tiempo; llegaba más pronto de lo que me había pensado. Eran las 18’35 del día 27 de agosto de 1956. Cuatro días antes había yo regresado de Berlín. Muchos acontecimientos habían sucedido durante estos cuatro días. Llevaba un ancho vendaje alrededor de mi cabeza y mi ojo izquierdo estaba todavía completamente morado. Toda la parte media de mi cuerpo ardía como después de una operación. Habían sucedido muchos acontecimientos en esos cuatro días, pronto tendré ocasión de relatarlos...

Nina Brummer desapareció ahora en el interior del vestíbulo. Bajé del coche y la seguí. La tempestad empeoraba a cada momento, y el sol iba hacia su ocaso detrás de negras y apiñadas montañas de nubes. El cielo resplandecía amarillo y verde, violeta y escarlata. Los letreros se agitaban en la tempestad, pedazos de diario se refugiaban entre mis piernas y el polvo se arremolinaba a mi alrededor. Yo andaba cojeando, pues me encontraba todavía medio impedido por la paliza que había recibido.

En el vestíbulo de la estación aérea brillaban innumerables tubos de neón. Su luz se mezclaba con la del sol en su ocaso, que caía por los inmensos ventanales originando una atmósfera fría y muerta. Había mucha luz, pero no daba la sensación de vida. Las cosas y los hombres no proyectaban ninguna sombra. Como una voz saliendo del reino de los muertos, sonaban las recomendaciones de los altavoces escondidos: «Señor Engelsing, de Viena, que acaba de llegar con la KLM, que venga en seguida al mostrador de la Compañía. Señor Engelsing, de Viena, por favor».

La gente que se encontraba en el vestíbulo hablaba en voz baja. En el exterior los remolinos de polvo velaban las ventanas.

Me refugié detrás de un quiosco de periódicos y observé a Nina Brummer que se hallaba delante del mostrador de «Salidas» de Air France, apuntándose para el próximo viaje. Le sellaron el billete y le entregaron una tarjeta de control. Sobre ella, colgada de unas cadenillas, había un tablero de anuncios con la siguiente inscripción:

Próximo vuelo: 20’00 horas

AF 541, destino París

Sin cesar, los ojos de Nina Brummer recorrían el vestíbulo. Esperaba a alguien, yo sabía a quién. Pero esperaba en vano...

—¡Atención, atención! —sonó de nuevo la voz de los altoparlantes. Fue interrumpida por un ruido que semejaba el arrastrar de hojas muertas—. La Pan American World Airways anuncia la llegada de su «Clipper, 231», procedente de Hamburgo. Los pasajeros entrarán por la puerta número cuatro.

Miré hacia el campo de aviación. Un cuatrimotor paró, envuelto en remolinos de polvo, delante de la torre de control. Las hélices se aquietaron. Luchando contra la tempestad, los mecánicos hicieron rodar hacia él la escalera de descenso. Nina Brummer tomó su abrigo de nutria y su joyero y ascendió la amplia escalinata hacia el restaurante del primer piso. La seguí lentamente...

El local parecía abandonado.

En una de las paredes, el sol decadente pintaba sus fantasmagorías, rojo escarlata sobre amarillo de azufre y violeta en verde de óxido de cobre. La luz se fijó en sus cabellos y los hizo brillar como si fueran de oro. Nina Brummer se sentó a una mesa cerca de la ventana. Yo me había quedado en el umbral y la observaba. Primero estuvo completamente sola. Luego apareció un camarero que recibió su pedido. Y quedó sola de nuevo. Miraba hacia el campo, situado delante de la torre de control. Resistiendo inclinados al viento que amenazaba con derribarlos, los pasajeros del avión acabado de llegar venían hacia la estación. Los ventrudos camiones cisterna se dirigían hacia la máquina. Los mecánicos elevaban tubos metálicos hacia la parte superior de las alas. Máquinas y hombres, tanques y escalera se dibujaban como simples siluetas en gris. Me acerqué a la mesa de Nina Brummer y dije:

—Buenas tardes.

En los inmensos ojos azules anidaba el temor. Nina Brummer estaba pálida y hermosa. Me miró fijamente y pronunció aliviada:

—Buenas tardes...

Sentí un extraño desengaño, como una punzada que penetrara en mi lacerado cuerpo.

—¿No me reconoce?

Las manos exangües se crisparon. Los pequeños puños se apretaron contra la chaqueta a cuadros blancos y negros.

—Yo..., no..., ¿quién es usted?

Guardé silencio porque se aproximaba el camarero para depositar un vasito de coñac sobre la mesa. Me contempló con curiosidad y volvió a alejarse. Nina Brummer susurró:

—¿Es usted... policía?

—Soy el nuevo chofer.

—Oh.

Los pequeños puños bajaron. Las aletas de la nariz temblaron. Más adelante descubrí que esta era una de sus características. Podía dominarse perfectamente, pero no era capaz de gobernar las aletas de su nariz.

—Dispénseme, señor...

—Holden.

—Señor Holden. El vendaje. ¿Ha tenido un accidente?

—En cierta forma, sí.

—¿Qué le ha sucedido? —No esperó mi respuesta, sino que continuó preguntando—: ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?

—Sabía que la encontraría a usted.

—¿Cómo? Nadie podía saberlo..., yo..., yo me he escapado del hospital a escondidas...

—Lo sé.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Lo sé todo —le manifesté y me senté. Ahora se encendieron también los tubos de neón del restaurante y, en el exterior, sobre las alejadas pistas, relucían luces azules, rojas y blancas. Al Oeste, el horizonte asumió rápidamente el color de la ceniza sucia. Cada vez más rápidamente las escuadras de nubarrones empujaban sobre el cielo una nueva noche.

Los ojos de Nina Brummer descansaban en el fondo de dos cavidades azules. Su rostro estaba blanco. Pero, a pesar del miedo y de la debilidad, seguía siendo bello. No pude menos de pensar en las palabras de la vieja cocinera checa: «Es como un ángel, señor, como un ángel encarnado. Mueve el corazón de todo el mundo».

—Hable usted —me susurró.

Cadenitas de oro tintinearon en sus muñecas cuando alzó el brazo para llevarse el vaso a la boca. Vertió la mitad del coñac. Las doradas gotas cayeron sobre el blanco mantel.

—Bueno, yo..., yo le daré un brazalete...

—No quiero ningún brazalete.

—...O dinero...

—No quiero dinero.

—Entonces..., ¿qué?

—Quiero que usted venga conmigo —le respondí.

—Pero esto es una locura —rió desamparadamente. Afuera, la luz del día asumió un color verde-mar, durante unos segundos. A través de la blanca piel de Nina Brummer se veía relucir los huesos de su cráneo—. ¿Adónde debo ir con usted?

—A casa. O, mejor, volver al hospital. Ya encontraremos una excusa. Dentro de una hora volvería usted a estar en su cama. Nadie se enteraría de su escapada.

Apretó ambas manos contra las sienes y gimió, pues ya no me comprendía.

—¿Qué interés tiene usted en que permanezca aquí? Usted lo sabe todo, me ha dicho. Luego también sabrá que quiero alejarme de mi marido... y por qué causa...

—Han sucedido muchas cosas, desde la última vez que usted me vio. Su marido...

—...Está en la cárcel.

—Todavía.

Miró a su alrededor y bisbiseó:

—¿Todavía...?

—No estará mucho tiempo. Usted no puede ir a París. Sería una locura. Yo..., yo... —súbitamente me interrumpí, porque la vi desnuda delante de mí, vi el hermoso blanco cuerpo, que con todas sus fibras se parecía a otro que ya no volvería más... —yo no lo permito.

—¡Debe usted de estar loco! ¿Qué significa permitir? ¡Usted es el chofer!

—El señor Worm no viene.

Ahora los hermosos ojos se anegaron en lágrimas y sentí compasión, verdadera compasión y no ya deseo.

—¿Él... no... viene...?

—No.

—No le creo a usted. Le he mandado su billete del avión. Nos hemos dado cita. Nuestro vuelo está programado para dentro de una hora.

Puse algo encima de la mesa.

—¿Qué es eso?

—Ya lo sabe —le respondí.

Pequeño y pálidamente azul reposaba entre nosotros el pequeño cuaderno. Ambos lo estuvimos considerando y ella susurró:

—¿Su billete?

—Sí.

—¿Cómo ha llegado a poder de usted? ¿Le ha sucedido algo? —sus ojos revelaban pánico.

—No.

—Pero el billete...

—¿Quiere usted oírme, señora? ¿Quiere usted oírme tranquilamente? Tengo algo que contarle.

Se mordió los labios. Asintió y empecé:

—Hace cinco días arrestaron a su marido en Berlín. Lo sabía, ¿no?

—Sí.

—Hace cuatro días, el sábado, volví yo a Düsseldorf, hacia las dieciocho horas...

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